sábado, 28 de junio de 2008

LA INVITACIÓN por Alejandro R. Melo

Gabriel Díaz fue mi compañero de colegio desde que teníamos nueve años. Luego de terminado el secundario nos separamos por varios años. Cada uno anduvo en lo suyo. Yo estudié economía, él ingeniería. nuestros amigos y vinculaciones fueron entonces distintos. Él se casó y se divorció en dos oportunidades hasta que finalmente encontró su actual pareja. yo me casé y me mantuve con la misma esposa hasta el presente. A fines del año pasado uno de nuestros ex compañeros, de esos que siempre son el alma y motor de los reencuentros, organizó una cena de egresados. Allí volví a ver a Gabriel. Salvo su vientre un tanto prominente y algunos pelos menos en su cabeza, no tuve problema alguno en reconocerlo. Las anécdotas se sucedieron y, como era natural, entre algunas copas de más, nos cambiamos los teléfonos y direcciones de mail. Por esa razón no me extrañó cuando el mes pasado me llamó para invitarme a un asado en su casa. Me perdí en el camino. Menos mal que mi mujer es muy ubicada y tiene alguna idea de las calles y localidades. Finalmente preguntando y con ayuda del teléfono celular, llegamos a destino. Al llegar, luego de los saludos y presentaciones de rigor, nos mostraron la casa. Es una importante casa, con una gran entrada para autos "pasante" y un fondo con pileta, parrilla y quincho incluido. Los pisos nos llamaron la atención, porque son de roble, de esos que ya no se ven. La cocina es enorme, con hermosos muebles de madera, una heladera gigante de dos puertas y controles automáticos, servidores de agua y cubitos, lava-vajilla y pisos de porcelanato. En el living, como presidiendo la escena, está el hogar a leños y sobre la chimenea un televisor de no se cuántas pulgadas de plasma. Las paredes de la casa están llenas de cuadros de firmas importantes. Se nota que a Gabriel le han ido bien las cosas, porque calculo que sólo en cuadros debe tener una fortuna.

La mujer de Gabriel se mostró con una actitud extraña. En realidad no podría definirla exactamente, pero me puso algo incómodo. Pero aunque traté que mi mujer no se diera cuenta, no pudo escaparsele a su gran percepción. La actitud de la mujer de Gabriel era como provocativa, tal vez más allá de intentar ser seductora. Pero con él su conducta me pareció totalmente distinta. Distante pero controladora. Los chicos no parecían hijos de Gabriel. No le daban ni la hora y sólo se comunicaban con su madre a quien recurrían periódicamente a transmitir secretos al oído, sin que ella les aclarara en ningún momento aquello de que "secretos en reunión son mala educación".

Más allá de la comida, poco a poco se puso en evidencia que existía una gran distancia entre mi ex- compañero y su mujer. Tal vez estaban separados pero viviendo bajo un mismo techo, o quizás estuvieran peleados ese día, quien sabe...

El vino hizo estragos en la pareja anfitriona. Mi mujer y yo contemplábamos azorados las conductas e intercambiábamos miradas asombrados. Mientras él parecía por momentos sumergirse en una soñolencia, (era evidente que no soportaba bien la bebida), ella parecía cada vez más "alegre" y desembozada, incluso llegando a lo grosero. La verdad es que terminaron por ponernos incómodos. Somos de otra época, y conservadores por naturaleza. Nunca es lindo ver una mujer beoda, ni contemplar los desplantes agresivos con su cónyuge, ni mucho menos las insinuaciones sexistas con los invitados. Incluso su perro, un Rotwailer muy corpulento, pareció comenzar a ponerse agresivo con nosotros. Los chicos de Gabriel corrían desaforados sin importarles la visita ni pedir disculpas si nos atropellaban en sus juegos. La mujer de Gabriel tenía tres gatos, los cuales sin ningún aviso previo y sin que nadie hiciera nada por alejarlos, saltaron sobre la mesa y comenzaron a comer los restos de carne de los platos, e incluso comenzaron a pelear por un bocado. Todo estaba terminando con una expresión de mal gusto. La media tarde estaba llegando y el ambiente estaba más que desagradable. Nos miramos con mi esposa. Los dos comprendimos que era un buen momento para decir que teníamos que partir. Le dijimos eso a Gabriel y a su mujer. Ella hizo algún comentario sarcástico que me dio en el hígado. Luego de una rápida despedida logramos subirnos al auto. La sensación de alivio fue inmediata. Gabriel salió a despedirnos y luego lo hizo su mujer. Esta se acercó al auto y debimos bajar la ventanilla por cortesía. "Vuelvan cuando quieran, ésta es su casa" -nos dijo sonriente. Nos alejamos como huyendo de una pesadilla.

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