lunes, 15 de diciembre de 2008

EULALIA por Alejandro R. Melo

Estábamos exultantes cuando nos mudamos. Era un sueño largamente esperado. Parecía mágico que pudiéramos acceder a esa nueva casa con todas las comodidades, y sobre todo, que pudiéramos pagarla sin endeudarnos demasiado.

Diana fue la primera que nos vino a visitar -cuando todavía estaban muchos trastes sin desembalar- y faltaba organizarse.
-¿ Y, ya averiguaste quién vivió en esta casa? - fue su primera pregunta, luego de elogiar las amplias comodidades, el hermoso jardín y la pileta de natación.
- En realidad sabemos poco, porque el dueño anterior apareció para la escritura, pero antes siempre tratamos con la inmobiliaria -le respondió Silvia, mi mujer-.
- Es importante saber quién vivió en la casa....-insistió Diana-
- Los papeles estaban perfectos, yo los revisé varias veces y el escribano es de mi confianza -le dije mientras tomábamos el té con las masas que había traído la visita-.
- No me refiero a los temas jurídicos... supongo que esos los manejás bien. Me refiero a qué tipo de personas vivieron aquí y cuál fue su historia -replicó Diana-.
Extrañada, mi mujer le preguntó el porqué de aquella inquietud.
- Es que las casas tienen vida propia, que está condicionada por la vida de quienes las habitan. Si la gente tiene una vida feliz, la casa se carga de energías positivas, pero si la gente se lleva mal o hay muchos sucesos trágicos o cosas por el estilo, la casa se llena de energías negativas que tardan mucho tiempo en irse- respondió Diana muy seriamente.
Al borde de un ataque de risa, la cual contuvimos para no ofender a la visitante, aunque intercambiamos miradas cómplices, Silvia y yo le hicimos saber que no creíamos en esas cosas.
Diana hizo un gesto con su cara que parecía decir "Allá ellos..." y la conversación siguió sobre otros temas más concretos, tales como el color con el cual íbamos a pintar cada cuarto, los arreglos que pensábamos hacerle a la casa en un futuro y la adquisición de algunos muebles para "llenar" un poco los amplios espacios vacíos.
Antes de irse, Diana se volvió un poco insistente. -"Créanme, yo sé por qué se los digo, averiguen quién vivió aquí y cuál fue su historia. Además del chisme, puede ser útil para evitar cosas desagradables".
Despedimos cortesmente a nuestra visitante y no pudimos evitar conversar con mi mujer sobre las historietas de Diana.
Mientras tomábamos un café, Silvia me dijo: "Como dicen...yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay". A lo que yo respondí socarronamente: "la única bruja que conozco es mi suegra".
-Ja, ja, hacete el pelotudo-, recibí por única respuesta.
Los días transcurrieron y nos fuimos olvidando de la conversación con Diana. Sin embargo, poco a poco fueron ocurriendo cosas en la casa que nos llevó a pensar que no habíamos hecho tan buena inversión.
La calefacción se rompió y la casa se transformó en una heladera. A cada rato se quemaban las bombitas de luz; se quemó la bomba de agua; hubo un principio de incendio en la cocina. Luego se fisuró un caño de agua que alimenta al lavadero. Un día, la empleada doméstica se quedó encerrada en el cuarto de planchado y tardamos varias horas en rescatarla, ya que no estábamos en la casa y además, nunca nos imaginamos que todavía podía estar a esas horas de la noche. ¡Había que ver la cara de terror que tenía la pobre mujer!
También comenzaron a aparecer manchas de humedad en lugares que habíamos revisado muy bien antes de comprar la vivienda.
Mi mujer, por ejemplo, empezó a quejarse de las corrientes de aire que surcaban la casa y que no podía controlar, a pesar de que cerraba todas las ventanas y puertas de acceso.
Se escuchaban ruidos extraños. Las puertas se cerraban repentina y violéntamente. Los pisos de parquet crujían en la noche.
Para entonces, los chicos llamaban desde sus cuartos porque tenían pesadillas e insistían en pasarse a dormir a nuestra habitación (cosa que resistimos estoicamente).
Por mi parte, tenía problemas con el sueño, porque no lograba estabilizar la temperatura de la habitación: en algunas horas de la noche me sentía sofocado, comenzaba a tener malos sueños hasta que repentinamente me despertaba transpirado y empezaba a patear las cobijas (Silvia se despertaba y se quejaba de mis movimientos nocturnos). En otros momentos, me despertaba tiritando y necesitando taparme... Eso se repetía noche a noche. Como era lógico, a esa alteración del sueño, seguía el mal humor de mi parte, ya que el cansancio se iba acumulando.
Cierta tarde, cuando estaba anocheciendo, compartíamos un café con mi esposa, cuando por el rabillo del ojo vi pasar como una sombra blanquecina. Pensé que alguien se había metido en la cocina, giré violentamente la cabeza hacia donde me pareció ver algo, pero nada, no había nada. Mi mujer se sorprendió de mi movimiento súbito y me preguntó qué me pasaba y si me estaba volviendo loco.
-Nada, simplemente me pareció ver algo, tal vez haya sido mi imaginación o un papel que fue arrastrado por la corriente de aire (no se lo dije, pero pensé que podía ser una rata que se hubiese metido dentro de la casa).
-Te estás poniendo un poco paranoico- me dijo sin dar mayor importancia al incidente.
Pero el episodio no fue aislado y varias veces más me pareció descubrir una silueta que se escabuyía por detrás de mí y escapaba rápidamente. Tal vez tendría que ir a ver al oculista, porque no le encontraba explicación a esas imágenes fugaces que se me aparecían al forzar el ojo hacia un lado.
Una noche, comencé a tener una pesadilla recurrente: una mujer, medio bajita, de rasgos achinados (parecía una india) se me presentaba en sueños. Simplemente se paraba al lado de mi cama y me miraba. Siempre vestía de azul y su mirada parecía perdida. Entonces me despertaba, generalmente con un fuerte dolor de cabeza.
Noche tras noche se fueron sucediendo las apariciones de esa imagen onírica. Comencé a prestarle atención. Sin dudas no era un ángel protector, pero tampoco parecía un demonio. No tenía aspecto de "santa" -observé que no tenía aureola sobre su cabeza-, pero tampoco me pareció que expresara ira o maldad.
Los comentarios que intercambiamos con Silvia, -si bien al principio afirmó: "¡ya te estoy pidiendo hora con el psiquiatra!"-, fueron contagiándola de la intriga que rodeaba todos aquellos acontecimientos. Fuimos relacionando las cosas que habían ocurrido en la casa y verdaderamente parecían extrañas. Casi al unísono nos preguntamos ¿No tendrá razón Diana?. Transmisión de pensamiento- dijimos.
Al día siguiente, mientras me estaba duchando ocurrió algo raro. De repente el agua de la ducha se enfrió en extremo y cuando quise volver a regularla, por poco termino en el hospital con una quemadura importante. Revisé la instalación. No tenía nada, el mezclador estaba bien. Bajé la temperatura del termostato, pero evidentemente estaba roto, porque se volvieron a suceder hechos de esa naturaleza. Como broma, o tal vez ya medio en serio, comencé a hablarle bajo la ducha al "fantasma". "Dejate de joder, ¡te ordeno en nombre de Jesucristo que no me molestes más!".
Por alguna extraña razón, ante esa exhortación el fenómeno desaparecía por un buen rato y el agua tornaba a una temperatura agradable.
Mi mujer comenzó a hablar con los vecinos y a preguntarles si sabían algo de la familia que vivía allí con anterioridad.
Nadie sabía demasiado, pero todos afirmaban que la casa había pasado por varias manos y en todos los casos, se ponía en venta nuevamente al poco tiempo de ser adquirida: generalmente no pasaba más de un año o año y medio.
Una tarde, mientras mi esposa arreglaba el jardín de adelante, pasó por la vereda paseando un perrito una señora mayor. Se detuvo mientras su perro regaba el árbol de mi puerta y pasaba su naríz por el cantero.
-Ah, ¿usted es la nueva dueña? - dijo la mujer.
- Si, hace unos meses que nos mudamos- contestó Silvia.
- Esta casa no tuvo suerte- afirmó lacónicamente la viejita.
Entre extrañada y un poco exasperada, mi cónyuge le preguntó la razón de esa afirmación.
- Bueno, pasan cosas extrañas, por eso al poco tiempo la venden, pero la casa no tiene nada que ver. Seguro que es el alma de la pobre Eulalia que no sabe encontrar el camino para irse al cielo y anda molestando a los patrones.
-¿Eulalia?
- Si, era una doméstica que tenían los dueños que construyeron la casa.
- ¿Y qué pasó con Eulalia?
- Un fin de semana, cuando los patrones se habían ido al campo, quedó Eulalia, como siempre, al cuidado de la casa. Parece que se le ocurrió barrer las hojas que caían de los árboles del jardín y que se metían en la pileta. Para desgracia de la pobre Eulalia, se resbaló en el borde de la pileta y fue a parar al agua. Seguramente la mujer no sabía nadar o simplemente se golpeó la cabeza y no pudo reaccionar. ¿Se imagina la desesperación?. Sóla en esta enorme casa y ¡sin nadie que se diera cuenta o escuchara sus gritos de auxilio!...¡Que muerte horrible! Cuando regresaron los dueños de casa, la encontraron flotando en el agua.

Cuando mi mujer me contó la historia, recordé el asunto de mis sueños y la mujer que se me aparecía en ellos.
Tal vez fuera la pobre Eulalia, y si era así, algo había que hacer para ayudarla a irse o bien, para que parara de torturarnos con sus apariciones.
-Diana ¿qué hacemos?- fue la pregunta inquietante de mi mujer aquella tarde en el teléfono.
Pero Diana, en realidad, no sabía mucho de cómo salir de esta situación. No se trataba de sus teorías sobre Feng Shui.
Ahora ya ni me podía dormir. Estaba aterrado de sólo pensar que mi sueño fuera interrumpido por la aparición del fantasma de Eulalia.
Los días siguientes, fueron torturantes. Los chicos empezaron a preguntar qué ocurría y la falta de sueño me alteró el rendimiento en la oficina.
Busqué afanosamente en las librerías algo que nos pudiera ayudar, pero no encontré nada que me pareciera serio, puras patrañas para vender a los crédulos...
Manteníamos las luces de la casa a pleno. Ni siquiera se apagaban a la hora de ir a la cama.
Para que no nos escuchara Eulalia, acordamos con mi esposa encontrarnos a tomar un café en un bar cercano. Teníamos que elaborar una estrategia, una solución, o en defintiva, terminaríamos vendiendo la casa.
Entre tanto, Eulalia seguìa haciendo de las suyas. En menos de un mes, se rompieron cerraduras, se enfermó el perro, se perdió la tortuga, choqué con el auto, comencé a sentir que en la oficina alguien me estaba moviendo el piso.
Una tarde volví de trabajar y me fui al escritorio para ponerme a terminar un trabajo que tenía pendiente. Allí encontré que la biblioteca había sido alterada, cambiando el orden que rigurosamente llevaba por tema. Eso me ofusca de manera, así que llamé a la empleada y le dije: "Rosa, ¿no le tengo dicho que no limpie los estantes de la biblioteca? ¡Usted me desordena los libros y a mi me lleva horas volver a ponerlos en su lugar!." Pero Rosa sostuvo no muy convincentemente para mí, que ella no tenía nada que ver y que no había tocado un solo libro. Sólo me quedaba disculparme ya que no tenía pruebas contra ella.
Otro día, mi esposa le pegó un repunte a Rosa porque encontró en el "tacho" de la basura una copa de cristal rota. Rosa juró por sus seres más queridos que ella no la había roto, pero era improbable que mis hijos lo hubieran hecho, porque no suelen jugar donde se encuentra el cristalero. Como sea, al conversar sobre el asunto, comenzamos a sospechar que podía ser la presencia de Eulalia la responsable de ambos acontecimientos.
Era el momento de pedir ayuda, pero ¿a quien?
Propuse visitar a una vidente o curandera, pero mi mujer, que es más dura que yó en estas cosas, me miró feo.
-¿Y si consultamos al cura párroco? -sugirió mi esposa.
Muy a regañadientes le pedí una reunión al cura. Estaba convencido que o bien me sacaría a patadas, o bien se reiría de mis planteos: los curas no creen en estas cosas...
Pero no, el cura, que es un hombre ya bastante mayor, me escuchó atentamente mientras me convidaba con un mate.
Para mi sorpresa, coincidió en gran medida con la opinión de la viejita que había hablado con mi mujer: "hay almas perdidas que no encuentran el camino hacia el más allá y quedan estancadas entre este mundo y el otro. A veces -me dijo el cura- se transforman en seres agresivos que no entienden qué les está pasando y sienten que les están robando sus cosas, sus lugares familiares. En definitiva, sienten que no los escuchan y que nadie responde a sus preguntas e incertidumbres". "Pero cabe otra posibilidad, y eso sí sería grave: que se tratara de un demonio. Sin embargo, por tu relato, no me parece que ese sea el caso..."
-¿Y qué se puede hacer? -pregunté.
- Nada, simplemente rezar para que el alma pueda descansar en paz.
- ¿Y si tiramos agua bendita?
- Si fuera un demonio o alguna espiritualidad maligna tendría sentido, y no sólo eso, sino hacer un exorcismo.
- Padre: ¿Puede ser que estos acontecimientos sean sólo efecto de nuestra imaginación o un fenómeno psíquico, como los de doble personalidad, y esas cosas?
- Tal vez.
- Entonces realmente simplemente nos estamos obsesionando con algo que no existe...Sin embargo, ¿qué hay de las demás cosas que pasan?, ¿son simples coincidencias, que yo relaciono a pesar que la ley de las probabilidades indica que es poco factible que todos esos acontecimientos ocurran todos juntos en un lapso tan pequeño?
- Puede ser -me dijo el sacerdote mientras se iba levantando de su escritorio-; tomá esta estampa, aquí hay una novena a la Virgen...Si después de nueve días no lográs que se vaya la presunta muertita, habría que pensar en hacer algo más.
No muy convencido comenté con mi mujer la conversación con el cura.
Como sea, acordamos hacer la novena.
Mientras tanto, seguían ocurriendo cosas extrañas y a mi se me aparecía Eulalia cada noche.
Una de esas noches me propuse hablarle, interrogarla y asì ocurrió en el sueño...pero la aparición no contestaba, simplemente me miraba. Yo me despertaba aterrado y si bien nunca fui muy religioso, repentinamente recordé la forma de rezar el rosario, asì que me las pasaba la noche entera rezando hasta que vencido por el cansancio lograba volver a dormirme.
Parece que la novena del cura dió resultado, porque desde entonces -y a todo esto ya pasaron varios meses-, no se me ha vuelto a aparecer la muerta y las cosas se fueron normalizando en casa. Bueno, no todo, porque la otra tarde sucedió algo extraño: sonó el teléfono...
-Hola, si...
Una voz de mujer respondió: "Hola, señor..."
- Si, ¿quién habla?- atiné a preguntar.
- Llamaba para darle las gracias...
Pero cuando quise seguir la conversación, la llamada simplemente se cortó.

lunes, 6 de octubre de 2008

La inquietud por San Agustín

"...Porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Tí."
Confesiones, Libro I, Capítulo I.

La indigencia según San Agustín

Esto sólo se: que me va mal lejos de Ti. No solamente fuera de mi, sino aun en mí mismo; y que toda abundancia mía que no es mi Dios, es indigencia. Confesiones, LIbro XIII, Cap. VIII.

La visiòn de la verdad por San Agustín

"Para ver la verdad no basta poseer los medios. Si el ojo no está sano no puede ver la luz del sol. La luz inteligible no se descubre sino a las inteligencias puras y a los ojos amantes...No toda alma racional, sino sólo aquella que por su santidad tiene la mirada límpida y serena, es la que se acomoda mejor al objeto de su contemplación..." DE divers. quaest. 83 q. 41

jueves, 18 de septiembre de 2008

SERRANILLA VI - LA VAQUERA DE LA FINOJOSA -por el Marqués de Santillana


Moza tan fermosa
non ví en la frontera,
como una vaquera
de la Finojosa.

Faciendo la vía
del Calatraveño
a Santa María,
vencido del sueño,
por tierra fragosa
perdí la carrera,
do ví la vaquera
de la Finojosa.

En un verde prado
de rosas e flores,
guardando ganado
con otros pastores,
la ví tan graciosa
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

Non creo las rosas
de la primavera
sean tan fermosas
nin de tal manera,
fablando sin glosa,
si antes supiera
de aquella vaquera
de la Finojosa.

Non tanto mirara
su mucha beldad,
porque me dexara
en mi libertad.
Mas dixe:--«Donosa
(por saber quién era),
¿aquella es la vaquera
de la Finojosa?...»

Bien como riendo,
dixo: --«Bien vengades;
que ya bien entiendo
lo que demandades:
non es desseosa
de amar, nin lo espera,
aquessa vaquera
de la Finojosa.»

martes, 2 de septiembre de 2008

SE EQUIVOCÓ LA PALOMA por Rafael Alberti

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.

Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Los advertidos por Alejo Carpentier


…et facta est pluvia super terram…
I

El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. “¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.

II

“El viejo está loco.” Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.

III

Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. “Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. “¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.


IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: “Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak. “No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.

FIN

EL SILENCIO por Francisco Luis Bernárdez

No digas nada, no preguntes nada.
Cuando quieras hablar, quédate mudo:
que un silencio sin fin sea tu escudo
y al mismo tiempo tu perfecta espada.

No llames si la puerta está cerrada,
no llores si el dolor es más agudo,
no cantes si el camino es menos rudo,
no interrogues sino con la mirada.

Y en la calma profunda y transparente
que poco a poco y silenciosamente
inundará tu pecho de este modo,
sentirás el latido enamorado
con que tu corazón recuperado
te irá diciendo todo, todo, todo

viernes, 29 de agosto de 2008

Tom - El perro artillero. Relato de un soldado de Malvinas.

El camión me esperaba afuera, junto a mis soldados y los equipos. Tomé un gran manojo de camperas y me dirigí a la carrera, pero se me cruzó un perro de la base que habíamos criado desde cachorro y me hizo caer. Me levanté maldiciendo, tomé otra vez las camperas y retomé mi camino, pero a los pocos metros otra vez el perro me hizo caer. De la bronca, lo tomé y le dije "Estás jodiendo, entonces venís con nosotros a Malvinas" y lo subí al camión.

Al ver el perro, el soldado Cepeda me preguntó asombrado - "¿Y eso mi Cabo Primero? ¿Como se llama el perro?"

Entre risas le contesté - "Desde hoy se llama Tom, porque vamos al Teatro de Operaciones Malvinas"

Al poco tiempo se transformó en el ser mas mimado y querido entre todos, pero debíamos ocultarlo de los superiores, por eso en las inspecciones siempre estaba dentro de algún bolso, campera o saco de dónde solo salía su hocico para respirar.

Luego de unos días de espera en Santa Cruz partimos en un Hércules hacia las Islas Malvinas transportando a nuestro personal, dos cañones Sofma, un Unimog y desde luego a Tom, que para esa altura ya era otro soldado movilizado del Grupo de Artillería 101.

En Malvinas Tom se comportó como un bravo artillero. Cuando tirábamos con la máxima cadencia de fuego hacia los británicos, él se paraba delante del cañón como el mejor de los combatientes; siempre ladraba y jugaba con aquél que estaba bajoneado en los momentos de calma para darle ánimo; cuando había "alerta roja de bombardeo naval" era el primero en salir del refugio para buscar a los más alejados y el último en entrar a cubrirse; y muchas veces su instinto canino presintió los bombardeos aéreos antes que se gritara la alarma, lo cual manifestaba con ladridos que ya conocíamos. Compartía con nosotros la comida y los soldados le fabricaron un abrigo con los gorros de lana y bufandas.

El 11 de junio, a las 11:15 hs, un avión pirata se lanzó frenéticamente sobre nuestra posición bombardeando nuestro cañón y haciéndolo estallar, nosotros corrimos a cubrirnos y Tom, como siempre, parado sobre una roca ladraba dando la señal de alerta.

El avión efectuó otra pasada, esta vez ametrallando con furia nuestra tropa que repelía el ataque con fusiles, en ésta oportunidad varios fueron heridos (yo entre ellos), y Tom, que corría avisándoles a los más distantes fue alcanzado por las esquirlas.

El humo y el olor a pólvora cubrieron el lugar. Como pudimos, heridos, buscamos a Tom y lo encontramos tendido sobre una piedra inmóvil, con sus grandes ojos negros mirándonos y despidiéndose lentamente de sus camaradas.

Allí quedó para siempre nuestro cañón y el mejor testigo de esta Gesta, nuestro querido Tom. Allá en la fría turba malvinera él es otro bastión argentino, que junto a los héroes que dieron su vida por la Patria , significan soberanía y un especial estilo de vida.

Cuando volví al continente, en honor a él, todos los perros que tuve se llamaron Tom y mientras yo viva así lo haré.

Tom en Malvinas fue mi mejor amigo. ¡Y yo... jamás olvido a mis amigos!

(Fuente: Relato del Cbo 1º VGM Omar Liborio del GA 101 EA)

martes, 26 de agosto de 2008

Guitarra, guitarra mía de Alfredo Lepera y Carlos Gardel






Guitarra, guitarra mía
Música: Carlos Gardel
Letra: Alfredo Le Pera
(estilo)

Guitarra, guitarra mía,
por los caminos del viento
vuelan en tus armonías
coraje, amor y lamento.

Lanzas criollas de antaño
a tu conjuro pelearon,
mi china oyendo tu canto,
sus hondas pupilas
de pena lloraron.
¡Guitarra, guitarra criolla,
dile que es mío ese llanto!

Azules noches pamperas
donde calme sus enojos,
hay dos estrellas que mueren
cuando se duermen sus ojos.
Guitarra de mis amores,
con tu penacho sonoro
vas remolcando mis ansias
por rutas marchitas
que empolvan dolores.
¡Guitarra, noble y querida,
calla si ella me olvida!

Midiendo eternas distancias
hoy brotan de tu encordado
sones que tienen fragancias
de un tiempo gaucho olvidado.
Cuando se eleva tu canto
como se aclara la vida,
y a veces tienen tus cuerdas
caricias de dulces
trenzas renegridas.
¡Como ave azul sin amarras
así es mi criolla guitarra!

jueves, 14 de agosto de 2008

Las moscas por Antonio Machado

Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.
¡Oh, viejas moscas voraces,
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
- que todo es volar -, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,
de siempre... Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.

La Saeta por Antonio Machado

¿Quién me presta una escalera,
para subir al madero,
para quitarle los clavos
a Jesús el Nazareno?


Saeta Popular

¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía
que echa flores
al jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!




Antonio Machado

martes, 5 de agosto de 2008

OCASO por Manuel Machado


Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde... El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.

Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.

Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,

para mi amarga vida fatigada...
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar nada...!

ALMA VENTUROSA por Leopoldo Lugones

Al promediar la tarde de aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.

Tu alma, sin comprenderlo, ya sabia. . .
con tu rubor me ilumino al hablarte,
y al separarnos te pusiste aparte
del grupo, amedrentada todavía.

Fue silencio y temblor nuestra sorpresa,
mas ya la plenitud de la promesa
nos infundía un jubilo tan blando,

que nuestros labios suspiraron quedos . . .
y tu alma estremecíase en tus dedos
como si se estuviera deshojando.

lunes, 4 de agosto de 2008

¿POR QUÉ, SEÑOR? por Leopoldo Lugones

Señor, si llenas cada hora
de fresca vida renovada;
si vistes de rosa la aurora
y de púrpura la granada;

y en estéril vida senil
dejas la savia que florezca;
que aliente el tigre en su cubil
y en su red la araña se mezca:

¿por qué no diste la ventura
a su pecho lleno de amor?
¿Por qué la divina escultura
tan presto se rompe, Señor?
¿Era ella menos tu criatura
que la más diminuta flor?

viernes, 25 de julio de 2008

Los Amigos por San Agustín


Esto es lo que se ama en los amigos…
“…conversar y reír juntos,
obsequiarnos con mutuas benevolencias;
bromearnos unos a otros
y leer en compañía libros agradables;
disentir a veces sin odios ni querella,
como cuando el hombre discute consigo mismo,
y condimentar con esos raros disentimientos
una estable concordia;
enseñarnos algo unos a otros,
o aprender algo unos de otros;
echar de menos con dolor a los ausentes
y recibirlos con alegría a su regreso.
Con estos y otros parecidos signos de afecto,
de esos que salen del corazón
cuando las gentes se quieren bien
y que se manifiestan por los ojos,
por la palabra, por la expresión del rostro
y de mil otros modos gratísimos,
las almas se funden como al fuego
y de muchas, se hace una.”

>
> San Agustín (354 – 430)

> Confesiones, Libro 4, cap. 8

jueves, 24 de julio de 2008

RESISTIRÉ (canción) de La Calva y Toro

Cuando pierda todas las partidas
Cuando duerma con la soledad
Cuando se me cierren las salidas
Y la noche no me deje en paz

Cuando sienta miedo del silencio
Cuando cueste mantenerse en pie
Cuando se revelen los recuerdos
Y me pongan contra la pared

Resistiré erguido frente a todo
Me volveré de hierro para endurecer la piel
Y aunque los vientos de la vida soplen fuerte
Soy como el junco que se dobla pero siempre
Sigue en pie

Resistiré
para seguir viviendo
Soportare los golpes
Y jamás me rendiré
Y aunque los sueños
se me rompan en pedazos
Resistiré

Cuando el mundo pierda toda magia
Cuando mi enemigo sea yo
Cuando me apuñale la nostalgia
Y no conozca ni mi voz

Cuando me amenace la locura
Cuando mi moneda salga cruz
Cuando el diablo pase la factura
O sí alguna vez me faltas tú

Resistiré erguido frente a todo
Me volveré de hierro para endurecer la piel
Y aunque los vientos de la vida soplen fuerte
Soy como el junco que se dobla pero siempre
Sigue en pie

Resistiré
para seguir viviendo
Soportare los golpes
Y jamás me rendiré
Y aunque los sueños
se me rompan en pedazos
Resistiré

martes, 22 de julio de 2008

Agranda la Puerta por Miguel de Unamuno



Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido, a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella
en que vivir es soñar.

lunes, 14 de julio de 2008

Elegía del niño marinero por Rafael Alberti


Marinerito delgado,
Luis Gonzaga de la mar,
¡qué fresco era tu pescado,
acabado de pescar!

Te fuiste, marinerito,
en una noche lunada,
¡tan alegre, tan bonito,
cantando, a la mar salada!

¡Qué humilde estaba la mar!
¡Él cómo la gobernaba!
Tan dulce era su cantar,
que le aire se enajenaba.

Cinco delfines remeros
su barca le cortejaban.
Dos ángeles marineros,
invisibles, la guiaban.

Tendió las redes, ¡qué pena!,
por sobre la mar helada.
Y pescó la luna llena,
sola en su red plateada.

¡Qué negra quedó la mar!
¡La noche qué desolada!
Derribado su cantar,
la barca fue derribada.

Flotadora va en el viento
la sonrisa amortajada
de su rostro. ¡Qué lamento
el de la noche cerrada!

¡Ay mi niño marinero,
tan morenito y galán,
tan guapo y tan pinturero,
más puro y bueno que el pan!

¿Qué harás pescador de oro,
allá en los valles salados
del mar? ¿Hallaste el tesoro
secreto de los pescados?

Deja, niño, el salinar
del fondo, y súbeme al cielo
de los peces y, en tu anzuelo,
mi hortelanito del mar.

AURORA (canción patriótica) de H.C. Quesada y L. Illica


música de Héctor Panizza


Alta en el cielo, un águila guerrera
audaz se eleva en vuelo triunfal;
azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del mar.

Así en la alta aurora irradial,
punta de flecha el áureo rostro imita,
y forma estela al purpurado cuello.

El ala es paño, el águila es bandera.
Es la bandera de la patria mía,
del sol nacida, que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mía,
del sol nacida, que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mía,
del sol nacida que me ha dado Dios.

viernes, 4 de julio de 2008

MEDITERRANEO (canción) de Joan Manuel Serrat


Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa
y escondido tras las cañas duerme mi primer amor
llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya
y amontonado en tu arena guardo amor, juegos y penas.

Yo que en la piel tengo el sabor amargo del llanto eterno
que han vertido en ti cien pueblos de Algeciras a Estambul
para que pintes de azul sus largas noches de invierno
a fuerza de desventuras tu alma es profunda y oscura.

A tus atardeceres rojos se acostumbraron mis ojos como el recodo al camino
soy cantor, soy embustero, me gusta el juego y el vino, tengo alma de marinero.
¡Qué le voy hacer! si yo nací en el Mediterráneo.

Y te acercas y te vas después de besar mi aldea
jugando con la marea te vas pensando en volver
eres como una mujer perfumadita de brea
que se añora y que se quiere, que se conoce y se teme.

¡Ay!, si un día para mi mal viene a buscarme la parca
empujad al mar mi barca con un levante otoñal
y dejad que el temporal desguace sus alas blancas
y a mi enterradme sin duelo entre la playa y el cielo.

En la ladera de un monte más alto que el horizonte quiero tener buena vista
mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista...
Cerca del mar porque yo nací en el Mediterráneo.

GARGANTA CON ARENA (tango) de Cacho Castaña


Ya ves,
el día no amanece,
"Polaco" Goyeneche,
cantame un tango más.

Ya vez,
la noche se hace larga,
tu vida tiene un karma,
cantar, siempre cantar.

Tu voz,
que al tango lo emociona,
diciendo el punto y coma
que nadie le cantó.

Con tu voz,
con duendes y fantasmas,
respira tu en el asma
de un viejo bandoneón.

Canta,
garganta con arena,
tu voz tiene la pena
que Malena no cantó.

Canta,
que Juarez te condena
al lastimar tu pena,
con su blanco bandoneón.

Canta,
la gente está aplaudiendo,
aunque te estes muriendo
no conocen tu dolor.

Canta,
que Troilo desde el cielo,
debajo de tu almohada,
un verso te dejó.

Cantor, de un tango algo insolente,
hiciste que a la gente le duela tu dolor.
Cantor, de un tango equilibrista,
más que cantor artista, con vicios de cantor.

Ya ves, a mi y a Buenos Aires,
nos falta siempre el aire
cuando no esta tu voz,
a vos, que tanto me enseñaste,
el día que cantaste conmigo una canción.

Canta,
garganta con arena,
tu voz tiene la pena
que Malena no cantó.
Canta,
que Troilo desde el cielo,
debajo de tu almohada,
un verso te dejó.

LA SANGRE SOBRE EL PISO por Alejandro R. Melo

La sangre corría sobre el piso de madera entablonada del chalet del Dr. Rinaldi. En el piso, tapada con papeles de diario, estaba la víctima: la mujer de Rinaldi. El asesinato se había cometido hace unas pocas horas, y en el chalet no había otros signos de violencia o de robo. No había desorden ni indicios de pelea. Simplemente la mujer muerta sobre el piso de living, con un balazo en la cabeza. La mujer estaba vestida, con ropa común: un jean, una remera, zapatos rojos como de charol, aunque seguramente eran de algún tipo de plástico. El comisario Benítez se movía nervioso enfundado en su impermeable beige de siempre, ese por el cual sus hombres socarronamente se preguntaban si alguna vez se lo sacaba para ir a bañarse. Los patrulleros que habían concurrido al lugar seguían con sus balizas encendidas. Los vecinos empezaban a agolparse sobre la barrera de cintas amarillas que había puesto la policía para cercar la escena del crimen. La policía científica, con guardapolvos blancos y guantes de látex buscaba afanosamente levantar huellas digitales o restos de algún cabello o elemento que permitieran identificar al asesino.

Sentado en un escalón de la escalera de madera que lleva a los dormitorios superiores estaba el Dr. Rinaldi tomándose la cabeza con las manos mientras sollozaba.

Entré acompañado de uno de mis Secretarios y el Comisario Benitez se acercó a saludarme.

-¿Algún indicio de quien hizo esto?- Pregunté sin más.

- Por ahora no- Respondió lacónicamente Benítez, con sus formas esquivas habituales (nunca me cayó muy bien este tipo).

- ¿Tiene algún sospechoso?

- Por ahora no lo digo, porque me parece prematuro, pero desde luego los primeros sospechosos son los miembros de la familia...

- ¿Está Ud. sospechando del Dr. Rinaldi?

- Nunca hay que descartar nada Su Señoría.

- Mañana, a primer hora quiero en mi despacho los informes para evaluar a quien citar. Desde luego vamos a esperar el informe del forense. ¿Hay signos de pelea o de violación?

- No aparentemente, lo que me lleva a sospechar más de la familia. La mujer no se defendió, por lo menos macroscópicamente eso es lo que puede verse, ya que el forense dirá si bajo sus uñas hay signos de algún intento de defensa o tiene heridas o maguyones en el cuerpo.

Con el correr de las horas y de los días se iba haciendo más grande el misterio. La policía interrogó al viudo y a los hijos de la occisa, pero todos tenían una buena coartada. Incluso el Dr. Rinaldi aparecía lejos de la escena del crimen a la hora en que, según el médico forense, se había producido el disparo. Era cierto que fue el propio Rinaldi quien encontró el cadáver, pero también lo era que existían pacientes que podían atestiguar que el esposo estaba atendiendo en el consultorio en el momento de la muerte. Los hijos también estaban fuera de la casa y en compañía de terceras personas. Es más, uno de mis hijos estaba en el mismo lugar que ellos y me confirmó que los había visto cuando recibieron el llamado advirtiéndoles sobre el trágico fin de su madre.

El informe del médico forense de turno fue concluyente: no había signos de violencia física ni de violación y ni siquiera de que la mujer hubiera tenido relaciones sexuales en muchas horas.

Me aseguré que el médico que hizo la autopsia no fuera amigo personal de Rinaldi. En estos pueblos chicos, donde todos se conocen, son precauciones que se deben tomar para evitar los encubrimientos, sobre todo tratándose el sospechoso de un médico.

Tampoco el informe de la Policía Científica me daba algún indicio relevante (lo cual no me extrañó dada la precariedad de medios y el poco cuidado que suelen tener nuestros policías a la hora de preservar la evidencia). No había huellas dactilares, ni huellas de zapatos o zapatillas, no había rotura de ventanas o violación de cerraduras, ni restos de cabello u otro elemento que pudiera ser tomado para una análisis de ADN, ni signos de pelea en el ambiente. Algo relevante para las posibilidades de esclarecimiento: no se encontró el arma ni el casquillo del proyectil.

Interrogué al viudo, quien estaba visiblemente apesadumbrado. Era evidente que no tenía ni idea de lo que había pasado y que estaba totalmente sorprendido por el desenlace. El me confirmó que en la casa había unos dólares guardados, pero que no habían sido tocados. "Siempre, -me dijo-, hablamos con mi mujer de que no se debía resistir a un asalto, y en el caso de que se metieran en la casa, existían esos dólares para conformar a los ladrones."

Tampoco se habían llevado la notebook del médico, ni el equipo de audio -que suele ser un botín preferido por los rateros- ni el televisor de plasma. Todo indicaba a esa altura que el homicidio no tenía que ver con un intento de robo.

Llamé a declarar a los hijos de la víctima. Ninguno parecía tener idea de los móviles del crimen. La mujer tenía una vida normal. El único punto suelto, según la declaración de los hijos, parecía ser el hecho de que era profesora de geografía en en el Colegio Nacional, lo cual llevaba a sospechar que pudiera tratarse de la venganza de algún alumno aplazado.

Investigué a sus colegas del Nacional. Era una mujer querida y sus alumnos ninguno parecía tener una actitud de rechazo a su manera de enseñar o de calificar: es más, era una de las profesoras más benignas con las notas de todo el colegio.

Interrogué a sus parientes cercanos y a los vecinos. Nadie escuchó nada en el momento del crimen y ninguno dio datos relevantes. Indagué sobre qué tipo de vida social tenía. Si alguno sabía de la existencia de un amante o de problemas con el marido, de conflictos económicos, o de algún negocio particular que se me hubiese escapado. Nadie tenía ninguna sospecha ni pudo agregar algún elemento.

Libré oficio al Banco Provincia y al Banco Nación para saber si tenía cuenta (ella y su familia), y cuál había sido la evolución de las mismas en los últimos doce meses. Nada parecía indicar que su patrimonio hubiese fluctuado significativamente en forma reciente. Mas bien su vida parecía ser ordenada y bucólica. Nada de emociones fuertes ni de grandes conflictos. Tampoco el corredor de seguros del pueblo tenía ninguna póliza de seguro de vida que cubriera su muerte. Además, como él me dijo, ya no quedan pólizas en el país que cubran muertes intencionales, por lo que en esos casos siempre cae la cobertura.

Recibí el informe de la pericia balística. Era concluyente pero aportaba poco respecto del autor material del hecho: le habían disparado a poca distancia (tres metros a lo sumo) con una 9 mm; el autor era derecho y de estatura mediana según el ángulo de ingreso del proyectil.

Sólo me quedaba tener una conversación con el zorro del Comisario Benítez, por si tenía alguna pista que todavía no me hubiese comunicado. Hay que tener mucho cuidado con estos tipos, siempre se traen algo bajo el poncho.

Llegó al juzgado puntualmente. Le hice servir un café y lo senté delante mío.

- No tengo ningún elemento en la causa que me indique quien pudo haber sido ni los móviles del homicidio. ¿Algún indicio?, ¿Alguna sospecha?

- Señor Juez, es la primera vez en treinta años de servicio que no tengo elementos para resolver un crimen. Investigué a sus relaciones. Sus asuntos económicos, sus parientes y nada....Parecía más bien una vida tan monótona como ordenada. Era una mujer apreciada entre sus vecinos.

- Es como si se tratara del crimen perfecto ¿no?

- Ningún crimen es perfecto, Su Señoría. Lo único que por ahora puedo decir, es que no hemos encontrado evidencia ni del móvil ni del autor del delito. Sí, puedo descartar algunos elementos que lo hacen más difícil: no hubo un móvil de robo. No hubo violación ni violencia física. La víctima conocía a su asesino porque le permitió el ingreso a su casa ya que no había signos de haber sido forzadas las cerraduras ni las ventanas. El asesino o asesina actuó con premeditación o por lo menos con sangre fría: nadie escuchó una discusión y tuvo la precaución de hacer desaparecer el arma y el casquillo. Para asegurarme, verifiqué si había restos de pólvora en las manos del esposo, de los hijos, de los parientes más cercanos, de algunos vecinos y de la empleada doméstica. Nada. Ni un solo indicio. El marido, siendo médico, pudo haber lavado con alguna sustancia la evidencia, pero otros elementos lo ubican lejos de la escena del crimen en el momento en que se produjo. Para mí que se trató de un crimen por encargo...ahora, ¿de quién? y ¿por qué?. No lo sabemos. Pero algún día se va a descubrir. Por ahora, estoy haciendo seguir al marido, a ver si tiene una amante...

- Por mi parte, y luego de varios meses de investigación, por ahora debo ordenar el archivo de las actuaciones -le comuniqué a Benítez sin más-.

- Proceda Ud., Su Señoría, que ya veremos en el futuro si hay algún elemento nuevo...

Al día siguiente, ordené al Secretario que preparara el auto de archivo de la causa. Ni bien firmé el auto, abrí el cajón del escritorio, saqué la pistola y la guardé, envuelta en un paño, en la caja de seguridad.

jueves, 3 de julio de 2008

CAFÉ LA HUMEDAD (tango) de Cacho Castaña


Humedad...
Llovizna y frío...
Mi aliento empaña
el vidrio azul del viejo bar.
No me pregunten si hace mucho que la espero:
un café que ya está frío y hace varios ceniceros.
Aunque sé que nunca llega
siempre que llueve voy corriendo hasta el café,
y sólo cuento con la compañía de un gato
que al cordón de mi zapato lo destroza con placer.

Café La Humedad, billar y reunión...
Sábado con trampas... ¡Qué linda función!
Yo solamente necesito agradecerte
la enseñanza de tus noches
que me alejan de la muerte.
Café La Humedad, billar y reunión...
Dominó con trampas. ¡Qué linda función!
Yo simplemente te agradezco las poesías
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Soledad de soltería... Son treinta
abriles ya cansados de soñar.
Por eso vuelvo hasta la esquina del boliche
a buscar la barra eterna de Gaona y Boyacá.
¡Ya son pocos los que quedan!
Vamos, muchachos, esta noche a recordar
una por una las hazañas de otros tiempos
y el recuerdo del boliche que llamamos La Humedad.

UNO (tango) por Enrique Santos Discépolo

letra: Enrique S. Discépolo.
Música: Mariano Mores.


Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias...
Sabe que la lucha es cruel
y es mucha pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina.

Uno va arrastrandose entre espinas
y en su afan de dar su amor
sufre y se destroza hasta entender,
que uno se ha quedado sin corazon...
Precio de castigo que uno entrega
por un beso que no llega
o un amor que lo engaño.
Vacio ya de amar y de llorar
tanta traicion!...

Si yo tuviera el corazon,
el corazon que di...
Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir...
Es posible que a tus ojos
que me gritan su cariño
los cerrara con mis besos...
Sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos
los que hundieron mi vivir...

Si yo tuviera el corazon,
el mismo que perdi...
Si olvidara a la que ayer
lo destrozo, y pudiera amarte,
me abrazaria a tu ilusion
para llorar tu amor.

Pero Dios te puso en mi camino
sin pensar que ya es muy tarde
y no sabre como quererte...
Dejame que llore
como aquel que sufre en vida
la tortura de llorar su propia muerte.

Pura como sos habrias salvado
mi esperanza con tu amor...
Uno esta tan solo en su dolor,
Uno esta tan ciego en su penar...
Pero un frio cruel
que es peor que el odio,
punto muerto de las almas,
tumba horrenda de mi amor,
maldijo para siempre y me robo
toda ilusion...

miércoles, 2 de julio de 2008

LA MUERTE TÉRMICA por Alejandro R. Melo

Estaba acostumbrado a rehuir los conflictos, como si tuviera miedo de la gente o como si los conflictos le fueran insoportables. Día a día se fue haciendo práctica en su vida: cualquier indicio de discusión o problema resonaba en su cabeza como una campanada insoportable, como un abismo del que había que huir con toda premura. Tal vez los afectos habían sido tan profundos, que cualquier posibilidad de ser lastimado, era interpretada por su ser como una catástrofe terrible. En su fantasía soñaba con un mundo ideal, con una isla donde los hombres y las mujeres hubieran vuelto a un estado de inocencia primigenia: nadie dañaba a nadie, nadie mentía, nadie era capaz de gritar o de imponer su voluntad a otro, nadie tenía vergüenza de su cuerpo ni del cuerpo de los otros, el aire era puro y el clima benigno, el mar rodeaba la isla y bañaba las playas como una caricia constante.

Sin embargo, y a pesar de sus sueños, toda su vida se iba tiñendo de un gris insoportable y sus acciones eran cada vez más mecánicas: desayunar, leer el diario, vestirse, ir al trabajo, llenar las planillas, soportar las horas de la oficina y los comentarios insulsos de sus compañeros de trabajo, tomar el subte, meterse en la casa.

Todos los días la misma e igual monotonía. Hasta había desarrollado una estrategia para no enfrentar en forma directa a quienes no le agradaban. No era capaz de decirles a la cara nada, pero los sometía a una progresiva y lenta indiferencia: lo que él llamaba "la muerte térmica".

Sin darse cuenta, esta táctica no era sino un reflejo de lo que él mismo estaba haciendo con su vida. Se estaba suicidando de a poco, sin sangre, sin estridencias, pero sumiéndose en la lejanía del ser. Así año tras año fue adquiriendo el aspecto de hombre gris. Rehuyendo las invitaciones de las personas que todavía lo apreciaban, escondiéndose en su soledad con las mil excusas necesarias para fundar su doctrina: "yo estoy bien así".

Pero sus pensamientos, no le impedían verse cada día al espejo y contemplarse cada vez más viejo, cada vez más encorvado y abandonado.

Aquel día, sin embargo, ocurrió algo diferente. Era sábado y sintió ganas de hacer algo distinto. Fue al patio y vio una rosa encarnada que se abría desafiante. Hacía tiempo que no miraba las flores. Se acercó y el perfume de la flor le embriagó el alma, pero al intentar tocarla, torpemente se pinchó con una de las espinas. No tardó en presentársele una grave infección y debieron llevarlo al hospital. Medio inconsciente por la fiebre comenzó a recibir antibióticos y a ser pinchado y torturado por las enfermeras. El pensaba que ya llegaba su fin, y razonaba que al final de cuentas por fin se libraría de esa vida sin sentido. En eso estaba cuando sintió una mano que le acariciaba la frente. Disfrutó unos instantes de la ternura de la caricia, que de alguna manera lo transportó a su infancia, y finalmente abrió los ojos y allí estaba. Lo estaba acariciando una enfermera, con unos ojos que no traslucían compasión sino cariño. Y pudo mirarse unos instantes en esos ojos profundos...Entonces, comprendió que aún estaba vivo.

sábado, 28 de junio de 2008

LA INVITACIÓN por Alejandro R. Melo

Gabriel Díaz fue mi compañero de colegio desde que teníamos nueve años. Luego de terminado el secundario nos separamos por varios años. Cada uno anduvo en lo suyo. Yo estudié economía, él ingeniería. nuestros amigos y vinculaciones fueron entonces distintos. Él se casó y se divorció en dos oportunidades hasta que finalmente encontró su actual pareja. yo me casé y me mantuve con la misma esposa hasta el presente. A fines del año pasado uno de nuestros ex compañeros, de esos que siempre son el alma y motor de los reencuentros, organizó una cena de egresados. Allí volví a ver a Gabriel. Salvo su vientre un tanto prominente y algunos pelos menos en su cabeza, no tuve problema alguno en reconocerlo. Las anécdotas se sucedieron y, como era natural, entre algunas copas de más, nos cambiamos los teléfonos y direcciones de mail. Por esa razón no me extrañó cuando el mes pasado me llamó para invitarme a un asado en su casa. Me perdí en el camino. Menos mal que mi mujer es muy ubicada y tiene alguna idea de las calles y localidades. Finalmente preguntando y con ayuda del teléfono celular, llegamos a destino. Al llegar, luego de los saludos y presentaciones de rigor, nos mostraron la casa. Es una importante casa, con una gran entrada para autos "pasante" y un fondo con pileta, parrilla y quincho incluido. Los pisos nos llamaron la atención, porque son de roble, de esos que ya no se ven. La cocina es enorme, con hermosos muebles de madera, una heladera gigante de dos puertas y controles automáticos, servidores de agua y cubitos, lava-vajilla y pisos de porcelanato. En el living, como presidiendo la escena, está el hogar a leños y sobre la chimenea un televisor de no se cuántas pulgadas de plasma. Las paredes de la casa están llenas de cuadros de firmas importantes. Se nota que a Gabriel le han ido bien las cosas, porque calculo que sólo en cuadros debe tener una fortuna.

La mujer de Gabriel se mostró con una actitud extraña. En realidad no podría definirla exactamente, pero me puso algo incómodo. Pero aunque traté que mi mujer no se diera cuenta, no pudo escaparsele a su gran percepción. La actitud de la mujer de Gabriel era como provocativa, tal vez más allá de intentar ser seductora. Pero con él su conducta me pareció totalmente distinta. Distante pero controladora. Los chicos no parecían hijos de Gabriel. No le daban ni la hora y sólo se comunicaban con su madre a quien recurrían periódicamente a transmitir secretos al oído, sin que ella les aclarara en ningún momento aquello de que "secretos en reunión son mala educación".

Más allá de la comida, poco a poco se puso en evidencia que existía una gran distancia entre mi ex- compañero y su mujer. Tal vez estaban separados pero viviendo bajo un mismo techo, o quizás estuvieran peleados ese día, quien sabe...

El vino hizo estragos en la pareja anfitriona. Mi mujer y yo contemplábamos azorados las conductas e intercambiábamos miradas asombrados. Mientras él parecía por momentos sumergirse en una soñolencia, (era evidente que no soportaba bien la bebida), ella parecía cada vez más "alegre" y desembozada, incluso llegando a lo grosero. La verdad es que terminaron por ponernos incómodos. Somos de otra época, y conservadores por naturaleza. Nunca es lindo ver una mujer beoda, ni contemplar los desplantes agresivos con su cónyuge, ni mucho menos las insinuaciones sexistas con los invitados. Incluso su perro, un Rotwailer muy corpulento, pareció comenzar a ponerse agresivo con nosotros. Los chicos de Gabriel corrían desaforados sin importarles la visita ni pedir disculpas si nos atropellaban en sus juegos. La mujer de Gabriel tenía tres gatos, los cuales sin ningún aviso previo y sin que nadie hiciera nada por alejarlos, saltaron sobre la mesa y comenzaron a comer los restos de carne de los platos, e incluso comenzaron a pelear por un bocado. Todo estaba terminando con una expresión de mal gusto. La media tarde estaba llegando y el ambiente estaba más que desagradable. Nos miramos con mi esposa. Los dos comprendimos que era un buen momento para decir que teníamos que partir. Le dijimos eso a Gabriel y a su mujer. Ella hizo algún comentario sarcástico que me dio en el hígado. Luego de una rápida despedida logramos subirnos al auto. La sensación de alivio fue inmediata. Gabriel salió a despedirnos y luego lo hizo su mujer. Esta se acercó al auto y debimos bajar la ventanilla por cortesía. "Vuelvan cuando quieran, ésta es su casa" -nos dijo sonriente. Nos alejamos como huyendo de una pesadilla.

LA RUBIA RENGUITA por Alejandro R. Melo

El almacén estaba situado en una de esas esquinas de Villa Crespo que todavía mostraban el aspecto de fines del siglo XIX. Los ladrillos blanqueados, la fecha de construcción en el frente y todo adentro como detenido en el tiempo. Las cajas de galletitas sueltas, el mostrador con las botellas de leche La Martona, la máquina de cortar fiambre y la caja registradora con su manivela y sus números amarillentos. Como parte de ese paisaje costumbrista, allí estaba atendiendo la renguita. Aunque era un niño, me quedé contemplando mientras me despachaban los 100 gramos de lomito y 150 de queso de máquina, que me había pedido mi mamá. La renguita era una rubia de unos ojos preciosos que llamaban la atención por su profundidad. Su boca era perfecta y sus manos mostraban la delicadeza digna de ser pintadas en un cuadro famoso -por lo menos así la veía yo-.

"¿Algo más?" -preguntó el marido de la renguita- ."No, nada más" -atiné a decir, sin poder sacarle los ojos de encima a la renguita y rogando que ni ella ni el marido se dieran cuenta de que la estaba observando.

"Son mil pesos" -dijo el hombre- y yo desenrollé una "fragata" que tenía en el bolsillo de mi pantalón corto.

Mientras volvía para mi casa, pisando siempre por la misma línea de baldosas amarillentas, para evitar caer en el abismo, iba pensando en la renguita y su marido. "La renguita es linda, ¿pero qué habrá enamorado a ese hombre para atarse de por vida a una persona que nunca podrá caminar bien? ¿Alguna vez la dejará, atraído por otra mujer con la que pueda caminar por la calle normalmente?" Continué dirigiéndome a mi casa, mientras me distraía mirando el agua que corría al lado del cordón de la vereda y me imaginaba que era un río y que las hojitas que habían caído de los árboles eran barcos que lo navegaban. No se por qué, pero siempre me admiró el fluir del agua, como el devenir de la vida misma.

En los meses y años siguientes continué haciendo mandados en el viejo almacén y volviéndome adolescente. Un día no volví a ver a la rubia renguita. Su marido seguía atendiendo el mostrador y de a poco aparecieron chicos, sus hijos que se entretenían mientras su padre despachaba. ¿Su mujer estaría postrada? Seguramente el hombre no aguantó el remordimiento de dejarla y tuvo que hacerse cargo de los chicos y de su mujer inválida. ¿Tendría la renguita alguna enfermedad degenerativa? ¿Cómo podría soportar ese hombre, todavía joven, la enfermedad de su mujer? Era seguro que el pobre hombre tuvo que buscarse una amante o recorrería penosamente los prostíbulos de la zona para calmar su desgracia, mientras la culpa le laceraba el corazón. ¿Cómo engañar a una mujer así de enferma? O quizás lograse justificarse por el gran sacrificio de soportar la penuria de estar al lado de una inválida. De seguro se consideraría encadenado sin remedio a ese destino que, por alguna pasión juvenil, él mismo contribuyó a construir. Así lo vi envejecer y perder mucho de la varonil prestancia que tenía.

Un día, la persiana de metal despintada del almacén no subió más. Sobre su frente colocaron un cartel que decía "Se alquila".



Varios años después, el Sargento Ayudante entró en mi despacho. -"Permiso Señor Comisario, aquí hay un señor que pidió verlo".

No tardé en reconocerlo, porque aunque soy muy malo para recordar nombres, después de muchos años soy capaz de identificar una fisonomía. No había dudas, era el almacenero. Enjuto y con poco pelo blanco, se paró frente a mi escritorio.

-"¿Qué lo trae por aquí, Señor?

- "Un problema con un vecino, Señor Comisario". Hizo una pausa como si tomara valor y y me dijo: -"Señor Comisario, no se si Ud. me recuerda..."

-"Usted. es..."

- "Si, el almacenero de la calle Acevedo." - dijo apenas levantando la vista.

- "Ah, si, Usted ..."

No pude con mi curiosidad y le pregunté: "¿Y cómo está su señora?"

-"No lo se señor Comisario, hace muchos años que no la veo"-

-"Ah, Ud. se separó de ella..."

-"No, no... ella me dejó, a mis tres hijos y a mí... y se fue con otro hombre."

LA CAJITA DE MÚSICA por Alejandro R. Melo

Lo que te voy a relatar nos aconteció a tu abuela y a mí, así que a menos que los dos estemos muy locos, de alguna manera ocurrió. No quiero decir que haya sido algo excepcional o paranormal, o producto de la brujería o cosa por el estilo. Lo dejo abierto a la imaginación de cada uno.

La cosas es que cuando yo era estudiante de Abogacía, volvía a mi casa bastante tarde, como a las diez de la noche.

Mi papá por entonces ya había muerto –murió cuando yo tenía 21 años- y vivíamos solos en ese enorme departamento tu abuela y yo.

Cierta noche, al regresar de la Facultad, encontré a tu abuela sentada en la antecocina y aterrada: ¡Hay alguien en el living! –me dijo-. Yo la miré extrañado, y ella agregó: -alguien está haciendo sonar la cajita de música!!!

Para que te des una idea, nuestro departamento (vos lo conociste pero eras muy chiquita así que no podés recordarlo) tenía todo un sector que podía cerrarse: el living y el comedor. De manera que se podía habitualmente circular por el resto del departamento sin ingresar a esa zona. La verdad es que tu abuela lo tenía cerrado para mantenerlo limpio –decía- por si venían visitas. Era una heladera porque faltaba el calor de lo humano.

Como era natural, yo al principio no le creí a tu abuela. Te lo estás imaginando, te habrá parecido –le dije tratando de tranquilizarla-.

¡No! ¡No! –dijo ella con cara de espantada- te juro que sonó la cajita de música varias veces.

Mientras le decía que yo iba a entrar en ese sector de la casa –que estaba con llave-, para mi sorpresa también escuché sonar la cajita de música.

¿Te das cuenta? ¡Hay alguien allá adentro! Ahora lo escuchaste! –dijo la abuela cada vez más asustada.

No sin algún miedo, y resuelto a descubrir cuál era el misterio, quité la llave de la puerta del comedor, encendí la luz y, luego de echar una mirada general, -por si había alguien-, me decidí a entrar y me dirigí al living en donde estaba la biblioteca. Allí, sobre un estante, estaba la cajita de música.

La cajita, a la que te hago mención, era una caja de origen japonés, de laca negra con incrustaciones que representaban un dragón y flores. Se la había regalado a mi papá, no se quién, y adentro había un menú que papá se había traído de una cena en un restaurant japonés: estaba escrita a mano y con los caracteres típicos de ese idioma (de más está decir que no se entendía nada), y al lado de esa inscripción de cada plato, su explicación en castellano.

La cosa es que la mentada cajita estaba cerrada y nada hacía presumir que hubiera sido tocada, por lo menos en varios meses. Al abrirla comenzaba a sonar la melodía, que era una canción tradicional japonesa. Cuando cerrabas la tapa, paraba la melodía.

Abrí la cajita y no empezó a sonar: no tenía cuerda!!! La cuerda se daba con una llave que estaba al costado de la caja. No tenía cuerda, ¿te das cuenta? Cerré la cajita y salí del living. Luego apagué la luz y cerré la puerta del comedor con llave y tranquilicé a la abuela.

Pero, al ratito, otra vez comenzó a sonar. Volví a ingresar en esa zona de la casa y el artefacto paraba de sonar. Miré todo: inspeccioné atrás de los sillones, debajo de la mesa, revisé cada uno de los espacios ocultos del living y del comedor rezando no encontrarme con ninguna “sorpresa”. Nada, no había nada, la caja no sonaba y no había nadie en esa zona.

La caja volvió a sonar unas dos veces más, en que volví a repetir la maniobra: yo entraba y la cajita paraba de sonar. Salía y al ratito se la volvía a sentir.

Cansado de la situación, y ya a esta altura bastante alterado y con miedo, tomé la cajita y me la llevé conmigo a la antecocina.

Nunca más sonó. Es más, creo que nunca más le dimos cuerda.

jueves, 26 de junio de 2008

EXVOTO (A las chicas de Flores) por OLIVERIO GIRONDO


Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.

Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás -empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes, se enciendan y se apaguen como luciérnagas.

Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda.

LA LEYENDA DEL COQUENA por Juan Carlos Dávalos



Cazando vicuñas anduve en los cerros.
Heridas de bala se escaparon dos.
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena se enoja - me dijo un pastor.
- ¿Por qué no pillarlas a la usanza vieja,
cercando la hoyada con hilo punzó?
¿Para qué matarlas, si sólo codicias
para tus vestidos el fino vellón?
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena las venga, te lo digo yo.
¿No viste en las mansas pupilas oscuras
brillar la serena mirada del dios?
-¿Tú viste a Coquena?
-Yo nunca lo vide,
pero sí mi agüelo - repuso el pastor;-
una vez oíle silbar solamente,
y en unos tolares, como a la oración.
Coquena es enano; de vicuña lleva
sombrero, escarpines, casaca y calzón;
gasta diminutas ojotas de duende,
y diz que es de cholo la cara del dios.
De todo ganado que pace en los cerros,
Coquena es oculto, celoso pastor;
si ves a lo lejos moverse las tropas,
es porque invisible las arrea el dios.
Y es él quien se roba de noche las llamas
cuando con exceso las carga el patrón.
En unos sayales, encima del cerro,
guardando sus cabras andaba el pastor;
zumbaba en los iros el gárrulo viento,
rajaba las piedras la fuerza del sol.
De allende las cumbres de nieves eternas,
venir los nublados miraba el pastor;
después la neblina cubrió todo el valle,
subió por las faldas y el cerro tapó...
Huyó por los filos el hato disperso,
y a gritos, en vano, lo llama el pastor.
La noche le toma sentado en cuclillas,
y un sueño profundo sus ojos cerró.
Cuando el alba tiñe - limpiando los cielos-
de rosa las abras, despierta el pastor.
Junto a él, a trueque del hato perdido,
Coquena, de oro le puso un zurrón.
No más en los cerros guardando sus cabras,
las gentes del valle vieron al pastor;
Coquena dispuso que fuese muy rico.
Tal premia a los buenos pastores el dios.

viernes, 20 de junio de 2008

La unión con Dios por Miguel de Unamuno

Querría, Dios, querer lo que no quiero;
fundirme en Ti, perdiendo mi persona,
este terrible yo por el que muero
y que mi mundo en derredor encona.

Si tu mano derecha me abandona,
¿qué será de mi suerte? Prisionero
quedaré de mí mismo; no perdona
la nada al hombre, su hijo, y nada espero.

"¡Se haga tu voluntad, Padre!"-repito-
al levantar y al acostarse el día,
buscando conformarme a tu mandato,

pero dentro de mí resuena el grito
del eterno Luzbel, del que quería
ser, ser de veras, ¡fiero desacato!

viernes, 23 de mayo de 2008

DESCUBRIMIENTO DE LA PATRIA por Leopoldo Marechal

- I -

Dije yo en la ciudad de la Yegua Tordilla:
“La Patria es un dolor que aún no tiene bautismo”.
Los apisonadores de adoquines
me clavaron sus ojos de ultramar;
y luego devoraron su pan y su cebolla
y en seguida volvieron al ritmo del pisón.

- II -

¿Con que derecho definía yo a la Patria,
bajo un cielo en pañales
y un sol que todavía no ha entrado en la leyenda?
Los apisonadores de adoquines
escupieron la palma de sus manos:
en sus ojos de allende se borraba una costa
y en sus pies forasteros ya moría una danza.
“Ellos vienen del mar y no escuchan”, me dije.
“Llegan como el otoño, repletos de semilla,
vestidos de hoja muerta.”
Yo venía del sur en caballos e idilios:
“La Patria es un dolor que aun no sabe su nombre”.

- III -

Una lanza española y un cordaje francés
riman este poema de mi sangre.
Yo ambién soy un hj del otoño
Que llegó del oriente sobre la tez del agua.
¿Qué harían en el sur y en su empresa de toros
un cordaaje perdido y una lanza en destierro?
Con la virtud erecta de la lanza
yo aprendí a gobernar los rebaños furiosos;
con el desvelo puro del cordaje
yo descubrí la Patria y su inocencia.

- IV -

La Patria era una niña de voz y pies desnudos.
Yo la vi talonear los caballos frisones
en tiempo de labranza,
o dirigir los carros graciosos del estío,
con las piernas al sol y el idioma en el aire.
(Los hombres de mi estirpe no la vieron:
sus ojos de aaritmética buscaban
el tamaño y el peso de la fruta.)

- V -

La Patria era un retozo de niñez
en el Sur aventado, en la llanura
tamborileante de ganaderías.
Yo la vi junto al fuego de las hierras:
estampaba su risa en los novillos;
o junto al universo de los esquiladores,
cosechando el vellón en las ovejas
y la copla en las dulces guitarras de septiembre.
(No la vieron los hombres de mi clan:
sus ojos verticales se perdían
en las cotizaciones del Mercado de Lanas)

- VI -

Yo vi la Paria en el amanecer
que abrían los reseros con la llave
mugiente de las tropas.
La vi en el mediodía tostado como un pan,
entre los domadores que soltaban y ataban
el nudo de la furia en sus potrillos.
La vi junto a los pozos del agua o del amor,
¡niña y trazando el orbe de sus juegos!
Y la vi en el regazo de las noches australes,
dormida y con los pechos no brotados aún.

- VII -

Por eso desbordé yo mi copa de tierra
y un cachorro del viento pareció mi lenguaje.
Por eso no he logrado todavía
sacarme de los hombros este collar de frutas,
ni poner en olvido aquel piafante
cinturón de caballos
ni esta delicia en armas que recogí en Maipú.

- VIII -

Guardosos de semilla, vestidos de hoja muerta,
los hombres de mi clan ignoraron la Patria.
Con el temblor sin sueño del cordaje
la descubrí yo solo allá en Maipú.
Y, de pronto, en el mismo corazón de mi júbilo,
sentí yo la piedad que se alarmaba
y el miedo que nacía.
“La Patria es un temor que ha despertado”,
me dije yo en el Sur y en su empesa de toros.
“Niña, y pintando el orbe de su infancia,
en su mano derecha reposa la del ángel
y en su izquierda la mano tentadora del viento.”

- XI -

Tal fue la enunciación, el derecho y la pena
que traje a la Ciudad de la Yegua Tordilla.
Y así les hablé yo a los inventores
de la ciudad plantada junto al río
y a sus ensimismados arquitectos
o a sus frutales hombres de negocio.
“La Patria es un dolor en elumbral,
un pimpollo terrible y un miedo que nos busca:
no dormirán los ojos que la miresn,
no dormirán ya ell sueño de los bueyes”.
(Los apisonadores de adoquines
masticaban su pan y su cebolla.)

- X -

Y así les hablé yo a los albañiles:
“La Patria es un peligro que florece:
niña y tentada por su hermoso viento,
necesario es vestirla con metales de guerra
y calzarla de acero para el baile
del laurel y la muerte”.
(Los albañiles, desde sus andamios
hacían descender caautelosas plomadas.)

- XI -

Y dije todavía en la Ciudad,
bajo el caliente sol de los herreros:
“No sólo hay que forjar el riñón de la Patria,
sus costillas de barro, su frente de hormigón:
es urgente poblar su costado de Arriba,
soplarle en la nariz el ciclón de los dioses
la Patria debe ser una provincia
de la tierra y el cielo”.

- XII -

Me clavaron sus ojos en ausencia
los amontonadores de ladrillos.
Los abismados hombres de negocio
Medían en pulgadas la madera del norte.
Nadie oyó mis palabras, y era justo:
Yo venía del Sur en caballos y églogas.

-XIII -

Y descubrí en mi alma: “Todavía no es tiempo:
No es el año ni el siglo ni la edad.
La niñez de la Patria jugará todavía
mas allá de tu muerte y la de todos
los herreros que truenan junto al río.”

- XIV -

La Patria no ha de ser para nosotros
una madre de pechos reventones;
ni tampoco una hermana paralela en el tiempo
de la flor y la fruta;
ni siquiera una novia que nos pide la sangre
de un clavel o una herida.

- XV -

Yo la vi talonear los caballos australes,
niña y pintando el orbe de sus juegos.
La Patria no ha de ser para nosotros
nada más que una hija y un miedo inevitable,
y un dolor que se lleva en el costado
sin palabra ni grito.

- XVI -

Por eso, nunca más
hablaré de la Patria.