martes, 13 de octubre de 2009

El triunfo por Víctor Hugo



Estaba despeinada y con los pies desnudos
al borde del estanque y en medio del juncal...
Creí ver una ninfa, y con acento dulce:
"¿quieres venir al bosque?", le pregunté al pasar.

Lanzome la mirada suprema que fulgura
en la beldad vencida que cede a la pasión;
y yo le dije: "Vamos; es la época en que se ama:
¿quieres seguirme al fondo del naranjal en flor?"

Secó las plantas húmedas en el mullido césped,
fijó en mí las pupilas por la segunda vez,
y luego la traviesa quedose pensativa...
¡Qué canto el de las aves en el momento aquel!

¡Con qué ternura la onda besaba la ribera!
De súbito la joven se dirigió hacia mí,
rïendo con malicia por entre los cabellos
flotantes y esparcidos sobre la faz gentil.

viernes, 25 de septiembre de 2009

LA AÑERA de A.Yupanqui y Nabor Córdoba

Donde está mi corazón
que se fue tras la esperanza.
Tengo miedo que la noche
me deje también sin alma.

¿Dónde está la palomita
que al amanecer lloraba?
Se fue muy lejos dejando
sobre mi pecho sus lágrimas.

Cuando se abandona el pago
y se empieza a repechar.
Tira el caballo adelante
y el alma tira pa’atrás.

Yo tengo una pena antigua,
inútil mostrarla afuera.
Y como es pena que dura
yo la he llamado “la añera”

¿Dónde están las esperanzas,
dónde están las alegrías?
“La añera” es la pena buena
y es mi sola compañía.

La Raqueña

En mi pago de Raco
en el campo de la zanja
cuando se siembran penas
se cosecha la esperanza.

Cuando yo pase cerca
de tu ranchito, raqueña
aunque pase al galope
vidita 'i haceme seña.

Estribillo

En el corral de pirca
zumba mi lazo
asi me zumba el alma
vidita 'i cuando te abrazo.

Yo soy gaucho curtido
mato las penas cantando
igual que las charrascas
en el sunchal de mi campo.

Cuando voy a la loma
se me hace que subo al cielo
a buscar una estrella vidita 'i
para tu pelo.

Caminito Soleado de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel

Música: Carlos Gardel
Letra: Alfredo Le Pera
(canción)

Claro caminito criollo
florido y soleado,
con pañuelo bordeado
vos me viste pasar.
Mientras los pastos amigos
que saben mi anhelo,
como dulce consuelo,
su verde saludo
me hacían llegar.

Cruzando montes y valles,
con alas venía
mi pobre carreta,
con su carga de esperanzas
las ruedas le hacían
al viento gambetas.
Y cuando ya atravesaba
la hondura del valle
de lenta corriente,
una congoja naciente
detuvo su impulso
parando su andar,
porque en ese arroyito
a veces tus ojos
se saben mirar.

Y así que vi su casita
de puro celoso
me sobró el pampero
para contarle chismoso
que traigo en mi apero
mil prendas de amor.
Para su pelo una cinta
que llevo escondida
de lindo color.
Para sus labios mi antojo
y para sus ojos
un claro cristal,
y pa' su blanca garganta
el criollo que canta
tiene este cantar.

Claro caminito criollo
florido y soleado,
yo quiero que se asombre
cuando ella me nombre
al verme llegar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

El último café (tango) de H. Stamponi y Cátulo Castillo

El último café
Música: Héctor Stamponi
Letra: Cátulo Castillo

Llega tu recuerdo en torbellino,
vuelve en el otoño a atardecer
miro la garúa, y mientras miro,
gira la cuchara de café.

Del último café
que tus labios con frío,
pidieron esa vez
con la voz de un suspiro.

Recuerdo tu desdén,
te evoco sin razón,
te escucho sin que estés.
"Lo nuestro terminó",
dijiste en un adiós
de azúcar y de hiel...

¡Lo mismo que el café,
que el amor, que el olvido!
Que el vértigo final
de un rencor sin porqué...

Y allí, con tu impiedad,
me vi morir de pie,
medí tu vanidad
y entonces comprendí mi soledad
sin para qué...

Llovía y te ofrecí, ¡el último café!

Cuando crezcas...por Pablo Neruda

Cuando crezcas, descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a ti mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan.

Escoge antes el morir por Sor Juana Inés de la Cruz

Miró Celia una rosa que en el prado
ostentaba feliz la pompa vana
y con afeites de carmín y grana
bañaba alegre el rostro delicado;
y dijo: "Goza, sin temor del Hado,
el curso breve de tu edad lozana,
pues no podrá la muerte de mañana
quitarte lo que hubieres hoy gozado;

y aunque llega la muerte presurosa
y tu fragante vida se te aleja,
no sientas el morir tan bella y moza:

mira que la experiencia te aconseja
que es fortuna morirte siendo hermosa
y no ver el ultraje de ser vieja."

miércoles, 16 de septiembre de 2009

CHACARERA DEL RANCHO de los Hermanos Abalos

Letra y Música de los Hermanos Ábalos

I
Cuando chacareras comienzo a cantar
¿cuál ha de ser, cuál ha de ser?
La chacarera del rancho señor
claro que sí, claro sí pues.
Cerca de mi rancho colgado un horcón
tengo un violín, tengo un violín
es de algarrobo también de mistol
hecho por mí, hecho por mí.
Algo medio chico es mi rancho tal vez
para los dos, para los dos
ya me estoy haciendo cerquita 'el Salao
uno mejor uno mejor.
Estribillo:
Cuando chacareras comienzo a cantar
¿cuál ha de ser, cuál ha de ser?
La chacarera del rancho señor
claro que sí, claro sí pues.
II
Yo le'i hecho al rancho un alero especial
para bailar, para cantar
para darme el gusto y allí vidalear
de navidad a carnaval.
Un hornito i'barro mortero y fogón
tengo además, tengo además
y a mi negra chura que sabe matear
para qué más, para qué más.
Si alguna huahuita pudiera tener
uy! qué feliz, uy! qué feliz
pero como dicen que Dios proveerá
ya ha de venir, ya ha de venir.

Estribillo:
Cuando chacareras comienzo a cantar
¿cuál ha de ser, cuál ha de ser?
La chacarera del rancho señor
claro que sí, claro sí pues.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El arte de bendecir por Pierre Pradervand

El Simple Arte de Bendecir

Al despertar, bendice tu jornada, porque está ya desbordando una abundancia de bienes que tus bendiciones harán aparecer. Porque bendecir significa reconocer el bien infinito que forma parte integrante de la trama misma del universo. Ese bien lo único que espera es una señal tuya para poder manifestarse.

Al cruzarte con la gente por la calle, el auto, en tu lugar de trabajo, bendice a todos. La paz de tu bendición será la compañera de su camino, y el aura de su discreto perfume será una luz en su itinerario. Bendice a los que te encuentres, derrama tu bendición sobre su salud, su trabajo, su alegría, su relación con Dios, con ellos mismos y con los demás. Bendice a todos en todas las formas imaginables, porque esas bendiciones no sólo esparcen las semillas de la curación, sino que algún día brotarán como otras tantas flores de gozo en los espacios áridos de tu propia vida.

Bendice tu ciudad, tus gobernantes y a todos como los educadores, enfermeras, barrenderos, sacerdotes y prostitutas. Cuando alguien te muestre la menor agresividad, cólera o falta de bondad, responde con una bendición silenciosa. Bendice totalmente, sinceramente, gozosamente, porque esas bendiciones son un escudo que los protege de la ignorancia de sus maldades, y cambia de rumbo la flecha que te han disparado.

Bendecir significa desear y querer incondicionalmente, totalmente y sin reserva alguna el bien ilimitado –para los demás y para los acontecimientos de la vida- haciéndolo aflorar de las fuentes mas profundas y más íntimas de tu ser. Esto significa venerar y considerar con total admiración lo que es siempre un don del Creador, sean cuales fueren las apariencias. Quien sea afectado por tu bendición es un ser privilegiado, consagrado, entero. Bendecir, significa invocar la protección divina sobre alguien o sobre algo, pensar en él con profundo reconocimiento. Significa también llamar a la felicidad para que venga a él.

Bendecir significa reconocer una belleza omnipresente, oculta a los ojos materiales. Es activar la ley universal de la atracción que, desde el fondo del universo, traerá a vuestra vida exactamente lo que necesitas en el momento presente para crecer, avanzar y llenar tu vida de gozo.

Es imposible bendecir y juzgar al mismo tiempo. Mantén en ti ese deseo de bendecir como una incesante resonancia interior y como una perpetua plegaria silenciosa, porque de este modo serás de esas personas que son artesanos de la paz , y un día descubrirás por todas partes el rostro mismo de Dios.

Y por encima de todo, no te olvides de bendecir a esa persona maravillosa, absolutamente bella en su verdadera naturaleza y tan digna de amor, que eres tú mismo.

viernes, 28 de agosto de 2009

Oración al Angel de la Guarda (Himno de la Liturgia de las Horas)


Angel santo de la guarda,
compañero de mi vida,
tú que nunca me abandonas,
ni de noche ni de día.

Aunque espíritu invisible,
sé que te hallas a mi lado,
escuchas mis oraciones
y cuentas todos mis pasos.

En las sombras de la noche,
me defiendes del demonio,
tendiendo sobre mi pecho
tus alas de nácar y oro.

Angel de Dios, que yo escuche
tu mensaje y que lo siga,
que vaya siempre contigo
hacia Dios, que me lo envía.

Testigo de lo invisible,
presencia del cielo amiga,
gracias por tu fiel custodia,
gracias por tu compañía.

En presencia de los ángeles,
suba al cielo nuestro canto:
gloria al Padre, gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo. Amén.

Himno de la Liturgia de las Horas

jueves, 27 de agosto de 2009

Las últimas miradas por Enrique Anderson Imbert




El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

lunes, 24 de agosto de 2009

PUERTO DE SANTA CRUZ por Horacio Guaraní


Puerto de Santa Cruz tan lejano y querido
Pedacito de frío, sol de mi corazón
Mi pequeña canción como un largo lamento
Palomita en el viento que llevará mi voz, mi voz,
Mi voz perdida en el adiós
adiós de amor, locura del ayer
Ayer de fuego bajo el caserón
El caserón refugio del amor
Amor de amar bajo la nieve gris
Y el gris del mar golpeando el ventanal
El ventanal donde tu boca azul,
Azul, azul tu boca junto al mar


Puerto de Santa Cruz
Pedacito de mi alma
Mi guitarra en el alba
Suele a veces llorar
Las gaviotas del mar
Si preguntan por ella
Dile que en una estrella
La volveré a encontrar
Y el mar, el mar de nuevo me dirá
Dirá tu voz perdida en el adiós
Adiós de amor locura del ayer
Ayer que vuelve con tu risa azul, azul
Azul tu boca junto al mar
Mirar caer la nieve, enloquecer
Enloquecer bajo aquel caserón
La nieve y tu, y tu viejo Santa Cruz
Puerto de Santa Cruz
Puerto de Santa Cruz

GUITARRA TRASNOCHADA (zamba) por Arsenio Aguirre


La noche me está envolviendo
con su lunita color de plata.
De lejos me trae el río
un rumor suave de agüita clara.

¡Qué noche, vieras qué noche!
La cordillera, toda nevada.
La luna se hace pedazos
sobre las cumbres de las montañas.

¡Ay!, guitarra trasnochada,
canta conmigo mis añoranzas.
Bis Contale cuánto la quiero,
a la que espera, mi enamorada.

Semilla, te has hecho árbol;
flores y nidos fueron tus ramas.
El tiempo quiso traerte
hasta mis manos hecha guitarra.

Amiga, mi leal amiga,
que con mi alma lloras o cantas.
La noche se está volviendo
puro recuerdo, pura nostalgia

YO NO CANTO POR VOS por Alfredo Zitarrosa

Yo no canto por vos
le canto a la zamba
y cantando así
cantá para mí, cantá para mí

Yo no canto por vos
le canto a la zamba
y dice al cantar
no te puedo olvidar no te puedo olvidar

ESTRIBILLO
Zambita cantá no la esperes más
tienes que pensar que si no volvió
es porque ya te olvidó
Perfumá esa flor
que se marchitó que se marchitó

Yo tuve un amor
lo dejé esperando
y cuando volví
no lo conocí no lo conocí

Dijo que tal vez
me estuviera amando
me miró y se fué
sin decir por qué sin decir por qué

ESTRIBILLO

viernes, 21 de agosto de 2009

Zamba de la Candelaria por Jaime Dávalos. Música de Eduardo Falú

Nacio esta zamba en la tarde
cerrando ya la oración
cuando la luna lloraba
astillas de plata, la muerte del sol.

La acunaron esos rios
que murmuran al pasar
y el viento de los inviernos
le dio la tristeza que la hace llorar.

Estribillo:
Cuando madure la noche
zumo de mi soledad
Se ha de alegrar el camino
zambita nochera, la candelaria.

Que se duerma la guitarra
hueca de voces que van
sacando a flor de tierra
recuerdos queridos que no volverán.

Zamba de la Candelaria
que cuando amanezca irá,
rejuntando estrellas altas
los ojos que me hacen a mi trasnochar.

CELOS DE MI GUITARRA por José Luis Perales

YO SÉ QUE TIENES CELOS DE MI GUITARRA
YO SÉ QUE LLORAN TUS OJOS
CUANDO ME VES ABRAZARLA... SI
YO SÉ QUE TIENES NIÑA HERIDA EL ALMA.


YO SÉ QUE POR LAS NOCHES CUANDO TE MARCHAS
CRUZAS LLORANDO MI PATIO
COMO UNA LUZ QUE SE APAGA... SI
YO SÉ QUE TIENES NIÑA HERIDA EL ALMA.


YO SÉ MUY BIEN
QUE TE HAS SENTIDO FELIZ
SENTADA JUNTO A MI HOGUERA
DEJANDO TU PRIMAVERA PASAR


Y SÉ TAMBIÉN
LO MUCHO QUE ME HAS QUERIDO
Y ALGUNA VEZ HE SENTIDO
DOLOR.


YO SÉ QUE TIENES CELOS DE MI GUITARRA
YO SÉ QUE TIEMBLAN TUS MANOS
CUANDO ME VES ABRAZARLA... SI
YO SÉ QUE TIENES NIÑA HERIDA EL ALMA.


NO PUEDE SER,
MI ADOLESCENCIA PASÓ
DORMIDA ESTÁ COMO UN NIÑO
ENTRE UNOS LIBROS QUE NUNCA APRENDÍ.


RECUÉRDAME
Y VIVE TUS QUINCE AÑOS
YO TE PROMETO SOÑARLOS,
ADIÓS.

Y TE VAS por José Luis Perales

Yo te di, te di mi sonrisa,
mis horas de amor,
mis días de sol,
mi cielo de abril.

Te di mi calor, mi flor.
Te di mi dolor.
Te di mi verdad, mi yo.
Te di lo que fui.

Te ofrecí, la piel de mis manos,
mi tiempo mejor,
mi humilde rincón,
mis noches sin ti,
mi vida y mi libertad
y un poco de amor.
Lo poco que fui mi amor,
lo poco que fui.

Y tú te vas, que seas feliz.
Te olvidarás de lo que fui
y yo en mi ventana veré la mañana vestirse de gris.

Y tú te vas, que seas feliz.
Te olvidarás de lo que fui
y yo en mi ventana veré la mañana vestirse de gris.

Yo te di, la luz de mis ojos,
mis horas de miel,
mi llanto de hiel,
mi respiración,
la luz de mi amanecer,
mi leña y mi hogar,
el canto de mi gorrión
y un poco de paz.

Y tú te vas, que seas feliz.
Te olvidarás de lo que fui
y yo en mi ventana veré la mañana vestirse de gris.

Y tú te vas, que seas feliz.
Te olvidarás de lo que fui
y yo en mi ventana veré la mañana vestirse de gris.

SI por José Luis Perales

Ya se que no hay amor sin soledad,
que a veces las palabras se terminan,
que a veces es preciso una mentira,
que a veces hay pereza en nuestras manos.

Si, ya se que estás cansada de escuchar
al viento que al pasar por tu ventana
te dice que vendré quizá mañana
y miras de reojo hacia la calle.

Si, si, si
Te quiero con el corazón.
Tu serás para mí, yo tu amor.

Si, ya se que el tiempo es algo que se va,
que no lo para el llanto ni la risa,
que vale más la luz de una caricia
que la esperanza lenta de unos besos.

Si, ya se que estás cansada de esperar.
Ya se que han florecido tus mejillas.
Ya se que estás amándome a escondidas.
ya se que estás mujer, enamorada.

Si, si, si
Te quiero con el corazón.
Tu serás para mí, yo tu amor.

Si, si, si
Te quiero con el corazón.
Tu serás para mí, yo tu amor

QUISIERA DECIR TU NOMBRE por José Luis Perales

Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.

Quisiera contarte
que tengo abierta una herida
que todo el tiempo y la vida
nunca lograron cerrarme.

Quisiera contarte
que tengo llanto en la risa
que estoy muriendo de prisa
entre la tarde y la noche.

Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.

Quisiera contarte
que están mis noches vacías
que solo tengo alegría
cuando recuerdo tu nombre.

Quisiera contarte
que está mi casa vacía
que está acabando mi vida
que está llegando la noche.

Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.

Quisiera contarte
que ha sido largo el camino
que se ha burlado el destino
de mis proyectos de entonces.

Quisiera contarte
que no hay amor en mi vida
que solo tengo alegría
cuando recuerdo tu nombre.

Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre.
Quisiera decir, quisiera decir,
quisiera decir tu nombre

TE QUIERO por José Luis Perales



Cada vez que te beso me sabe a poco.
Cada vez que te tengo me vuelvo loco.
Y cada vez, cuando te miro, cada vez,
encuentro una razón para seguir viviendo.
Y cada vez, cuando te miro, cada vez,
es como descubrir el universo.

Te quiero, te quiero
y eres el centro de mi corazón.
Te quiero, te quiero
como la tierra al sol.

Cada vez que la noche llega a tu pelo
de cada estrella blanca yo siento celos.
Y cada vez, cuando amanece, cada vez,
me siento un poco más, de tu mirada preso.
Y cada vez, entre tus brazos, cada vez,
despierta una canción y nace un beso.

Te quiero, te quiero
y eres el centro de mi corazón.
Te quiero, te quiero
como la tierra al sol.

Te quiero, te quiero
y eres el centro de mi corazón.
Te quiero, te quiero
como la tierra al sol.

lunes, 3 de agosto de 2009

No te rindas por Mario Benedetti

No te rindas, aún estás a tiempo
De alcanzar y comenzar de nuevo,
Aceptar tus sombras,
Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
Continuar el viaje,
Perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo,
Correr los escombros,
Y destapar el cielo.
No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se esconda,
Y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma
Aún hay vida en tus sueños.
Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo
Porque lo has querido y porque te quiero
Porque existe el vino y el amor, es cierto.
Porque no hay heridas que no cure el tiempo.
Abrir las puertas,
Quitar los cerrojos,
Abandonar las murallas que te protegieron,
Vivir la vida y aceptar el reto,
Recuperar la risa,
Ensayar un canto,
Bajar la guardia y extender las manos
Desplegar las alas
E intentar de nuevo,
Celebrar la vida y retomar los cielos.
No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma,
Aún hay vida en tus sueños
Porque cada día es un comienzo nuevo,
Porque esta es la hora y el mejor momento.
Porque no estás solo, porque yo te quiero.

miércoles, 22 de julio de 2009

Las energías del Amor por Teilhard de Chardin


Llegará el día en que después de aprovechar el espacio, los vientos, las mareas y la gravedad; aprovecharemos para Dios las energías del amor. Y ese día por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego.

viernes, 3 de julio de 2009

Elegía a Doña Juana la Loca por Federico García Lorca

A Melchor Fernández Almagro

Princesa enamorada sin ser correspondida.
Clavel rojo en un valle profundo y desolado.
La tumba que te guarda rezuma tu tristeza
a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol.

Eras una paloma con alma gigantesca
cuyo nido fue sangre del suelo castellano,
derramaste tu fuego sobre un cáliz de nieve
y al querer alentarlo tus alas se troncharon.

Soñabas que tu amor fuera como el infante
que te sigue sumiso recogiendo tu manto.
Y en vez de flores, versos y collares de perlas,
te dio la Muerte rosas marchitas en un ramo.

Tenías en el pecho la formidable aurora
de Isabel de Segura. Melibea. Tu canto,
como alondra que mira quebrarse el horizonte,
se torna de repente monótono y amargo.

Y tu grito estremece los cimientos de Burgos.
Y oprime la salmodia del coro cartujano.
Y choca con los ecos de las lentas campanas
perdiéndose en la sombra tembloroso y rasgado.

Tenías la pasión que da el cielo de España.
La pasión del puñal, de la ojera y el llanto.
¡Oh princesa divina de crepúsculo rojo,
con la rueca de hierro y de acero lo hilado!

Nunca tuviste el nido, ni el madrigal doliente,
ni el laúd juglaresco que solloza lejano.
Tu juglar fue un mancebo con escamas de plata
y un eco de trompeta su acento enamorado.

Y, sin embargo, estabas para el amor formada,
hecha para el suspiro, el mimo y el desmayo,
para llorar tristeza sobre el pecho querido
deshojando una rosa de olor entre los labios.

Para mirar la luna bordada sobre el río
y sentir la nostalgia que en sí lleva el rebaño
y mirar los eternos jardines de la sombra,
¡oh princesa morena que duermes bajo el mármol!

¿Tienes los ojos negros abiertos a la luz?
O se enredan serpientes a tus senos exhaustos...
¿Dónde fueron tus besos lanzados a los vientos?
¿Dónde fue la tristeza de tu amor desgraciado?
En el cofre de plomo, dentro de tu esqueleto,
tendrás el corazón partido en mil pedazos.

Y Granada te guarda como santa reliquia,
¡oh princesa morena que duermes bajo el mármol!
Eloisa y Julieta fueron dos margaritas,
pero tú fuiste un rojo clavel ensangrentado
que vino de la tierra dorada de Castilla
a dormir entre nieve y ciprerales castos.

Granada era tu lecho de muerte, Doña Juana,
los cipreses, tus cirios;
la sierra, tu retablo.
Un retablo de nieve que mitigue tus ansias,
¡con el agua que pasa junto a ti! ¡La del Dauro!

Granada era tu lecho de muerte, Doña Juana,
la de las torres viejas y del jardín callado,
la de la yedra muerta sobre los muros rojos,
la de la niebla azul y el arrayán romántico.

Princesa enamorada y mal correspondida.
Clavel rojo en un valle profundo y desolado.
La tumba que te guarda rezuma tu tristeza
a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol.

miércoles, 1 de julio de 2009

ALFA Y OMEGA por Manuel Machado

(Para que no se enoje mi amigo CAP, aquí una poesía de Manuel Machado)

Cabe la vida entera en un soneto
empezado con lánguido descuido,
y apenas iniciado ha transcurrido
la infancia, imagen del primer cuarteto.

Llega la juventud con el secreto
de la vida, que pasa inadvertido,
y que se va también, que ya se ha ido,
antes de entrar en el primer terceto.

Maduros, a mirar a ayer tornamos
añorantes, y, ansiosos, a mañana,
y así el primer terceto malgastamos.

Y cuando en el terceto último entramos
es para ver con experiencia vana
que se acaba el soneto... Y que nos vamos.

martes, 30 de junio de 2009

dos alforjas vacías por Alberto Vacarezza

Todo cristiano al nacer
trai dos alforjas vacías
y la vida en sus porfías
solita se las enllena
poniendo en una las penas
y en otra las alegrías.
Y la virtú superior del hombre que tiene luces
es no perderse en los cruces
al repartirse las cargas
y tantiar que las amargas no pesen más que las dulces...
Nunca renegués de Dios
aunque dudes de que exista
no hagas lo del anarquista
que a Dios maldecía y luego
que un rayo dejó ciego
a Dios le pedía la vista.
Si algún amigo en la mala
necesita tus favores
no esperes a que mejore
la situación que aqueja,
El que anda en huella pareja
no necesita cuartiadores.
Mas nunca hagas las gauchadas
del comesario Romero
que soltaba los cuatreros
diciéndoles, sin empachos,
vayan a robar muchachos
que precisamos dinero.
Cuando a ser cantor te lleven
el gusto o la obligación
no te vandién de gritón
y ricordá en la largada
que la voz no vale nada
donde falta entonación.

lunes, 29 de junio de 2009

Adiós por Alfonsina Storni

Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!

Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!

¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!

¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
¿de llagas infectas? ¡cúbrete de mal!...
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!

¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más! ...

Los políticos según Bernard Shaw

LOS POLITICOS SON COMO LOS PAÑALES: HAY QUE CAMBIARLOS SEGUIDO, Y POR LAS MISMAS RAZONES.

jueves, 25 de junio de 2009

Carta de San Martín sobre la unión americana


El 13 de marzo de 1819, el Libertador General San Martín, le escribe al Brigadier General Estanislao López, jefe de las fuerzas provinciales alzadas contra el gobierno de Buenos Aires:
"Paisano y muy señor mío. El que escribe no tiene más interés que la felicidad de la patria. ...Unámonos, paisano mío, para batir a los maturrangos que nos amenazan: divididos, seremos esclavos; unidos estoy seguro que los batiremos: hagamos un esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares y concluyamos nuestra obra con honor; la sangre americana que se vierte es muy preciosa y debía emplearse contra los enemigos que quieren subyugarnos; unámonos, repito, paisano mío: el verdadero patriotismo, en mi opinión, consiste en hacer sacrificios; hagámoslos y la patria, sin duda alguna, es libre; de lo contrario seremos amarrados al carro de la esclavitud. Mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas..."

La síntesis para Juan Bautista Alberdi

No conocemos más que una facción, la Patria, más que un sólo color, el de Mayo...; desde la altura de esos datos supremos no sabemos qué son unitarios y federales, colorados y celestes, porteños y provincianos, divisiones mezquinas que vemos desaparecer como el humo delante de las tres grandes unidades del pueblo, de la bandera y de la historia de los argentinos." Juan B. Alberdi

miércoles, 24 de junio de 2009

Hombre de la esquina rosada por Jorge Luis Borges


A Enrique Amorim


A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
­Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
­Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
­De asco no te carneo­dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
­Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
­ ¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
­Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ­me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ­cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ­y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
­Entrá, m'hija­y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
­¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ­se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
­La está mandando un ánima ­dijo el Inglés.
­Un muerto, amigo ­dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado ­alto, sin ver ­y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
­Para morir no se precisa más que estar vivo ­dijo una del montón, y otra, pensativa también:
­Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
­Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
­Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
­¿;Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

Los Motivos del Lobo por Rubén Darío



El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
¡el lobo de Gubbia, el terrible lobo!
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertos y daños.


Fuertes cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.

Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo: «¡Paz, hermano
lobo!» El animal
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: «!Está bien, hermano Francisco!»
«¡Cómo!» exclamó el santo. «¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?»

Y el gran lobo, humilde: «¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces... comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
¡Y no era por hambre, que iban a cazar!»


Francisco responde: "En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace, viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!"

«Esta bien, hermano Francisco de Asís.»
«Ante el Señor, que toda ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.»
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.

Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, bajo la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.

Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: «He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios.» «¡Así sea!»,
Contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió la testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.

Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba a las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.

Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.

Otra vez sintiose el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto en los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio treguas a su furor jamás,
como si estuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.

Cuando volvió al pueblo el divino santo,
todos los buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.

Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.

«En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote» dijo, «¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho.»

Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:

«Hermano Francisco, no te acerques mucho...
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente.
Y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad.»

El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: «Padre nuestro, que estás en los cielos...»

miércoles, 17 de junio de 2009

El Apego según Anthony de Mello

Todo apego y obsesión por algo o por alguien te hace infeliz, convéncete, te hace infeliz. Porque "pretender" un apego sin infelicidad es algo así como buscar agua que no sea húmeda. Jamás alguien ha encontrado la fórmula para conservar los objetos de los propios apegos sin lucha, sin preocupación, sin temor y sin caer, tarde o temprano, derrotado.

Anthony de Mello en "Una llamada al amor".

LA LIBERTAD según Don Quijote

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.

Don Quijote de la Mancha

Tentación por Leopoldo Lugones

Calló por fin el
mar, y así fue el caso:
En un largo suspiro violeta,
Se extenuaba de amor la tarde quieta
Con la ducal decrepitud del raso.

Dios callaba también; una secreta
Inquietud, expresábase en tu paso;
La palidez dorada del Ocaso
Recogía tu lánguida silueta.

El campo en cuyo trebolar maduro
La siembra palpitó como una esposa,
contemplaba con éxtasis impuro

Tu media negra; y una silenciosa
Golondrina rayaba el cielo rosa,
Como un pequeño pensamiento oscuro.

LO FATAL por Rubén Darío

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos...!

lunes, 1 de junio de 2009

La Justicia y el Estado por San Agustín

¿Si suprimimos la justicia, qué son entonces los reinos sino grandes latrocinios? ¿Y qué son pues los latrocinios sino pequeños reinos? La propia banda está formada por hombres; es gobernada por la autoridad de un príncipe, está entretejida por el pacto de la confederación, el botín es dividido por una ley convenida. Si por la admisión de hombres abandonados, crece este mal a un grado tal que tome posesión de lugares, fije asientos, se apodere de ciudades y subyugue a los pueblos, asume más llanamente el nombre de reino, porque ya la realidad le ha sido conferida manifiestamente al mismo, no por la eliminación de la codicia, sino por adición de la impunidad. De hecho, esa fue una respuesta elegante y verdadera que le dio a Alejandro Magno un pirata que había sido capturado. Y es que cuando ese rey le preguntó al hombre qué quería significar al tomar posesión del mar con actos hostiles, éste respondió, "Lo mismo que tú quieres significar cuando tomas posesión de toda la tierra; pero por el hecho de que yo lo hago con una nave pequeña, se me llama ladrón, mientras que a tí, que lo haces con una gran flota, se te llama emperador".

La Ciudad de Dios. Libro IV, Cap. 4

viernes, 15 de mayo de 2009

CANCIÓN ÚLTIMA por Miguel Hernández

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruidosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

lunes, 23 de febrero de 2009

MI LUNA CAUTIVA (Zamba) de José I. "Chango" Rodríguez


De nuevo estoy de vuelta
Después de larga ausencia
Igual que la calandria
Que azota el vendaval
Y traigo mil canciones
Como leñita seca
Recuerdo de fogones
Que invitan a matear
.

Y divisé tu rancho
A orillas del camino
En donde los jazmines
Tejieron un altar
Al pie del calicanto
La luna cuando pasa
Peinó mi serenata
La cresta del sauzal
.

Tu amor es una estrella
Con cuerdas de guitarra
Una luna que me alumbra
En mi oscuridad
Acercate a la reja
Sos la dueña de mi alma
Sos mi luna cautiva
Que me besa y se va
.

Escucha que mis grillos
Están enamorados
Y lloran en la noche
lamentos del sauzal
El tintinear de espuelas
Del río allá en el vado
Y una noche serena
Respira en mi cantar
.
De nuevo estoy de vuelta
Mi tropa está en la huella
Arrieros musiqueros
Me ayudan a llevar
Tuve que hacer un alto
Por un toro mañero
Allá en el calicanto
A orillas del sauzal

Himno al Libertador General San Martín por Segundo M Argañaraz - A Luzzatti

Yerga el Ande su cumbre más alta
dé la mar el metal de su voz
y entre cielos y nieves eternas
se alce el trono del Libertador.

Suenen claras trompetas de gloria
y levanten un himno triunfal
que la luz de la Historia agiganta
la figura del Gran Capitán.

Padre augusto del pueblo argentino,
héroe magno de la libertad
a su sombra la patria se agranda
en virtud, en trabajo y en paz.

¡San Martín! ¡San Martín!
Que tu nombre, honra y prez
de los pueblos del sur
asegura por siempre los rumbos
de la patria que alumbra tu luz.

De las tierras del Plata a Mendoza,
de Santiago a la Lima gentil
fue sembrando en la ruta laureles
a su paso triunfal San Martín.

San Martín el señor en la guerra
por secreto designio de Dios
grande fue cuando el sol lo alumbraba,
el más grande en la puesta del sol.

Zamba del Pañuelo de Cuchi Leguizamón y Manuel J. Castilla

Si miras los largos caminos,
por donde mi triste huella se fue;
verás que manchó sus flores
con sangre viva mi padecer.

Si escuchas mi dulce guitarra,
en ella dormida te soñarás.
Tu sombra será un pañuelo,
sobre la zamba que ya se va. .

Si andando, andando, niña,
un día mis ojos te ven pasar;
el llanto que voy llorando,
en los senderos florecerá.

Mi voz y la tuya, perdidas,
se van al olvido para el ayer.
Mi pena, como un pañuelo,
llora en la zamba su atardecer.

Mi pena y tu lento recuerdo,
porque no me quieres se quieren ya.
Mi pena le da sus penas
y tu recuerdo su soledad.

martes, 17 de febrero de 2009

El indio muerto de Gerardo López

El cielo está enlutado
de opaco poncho de nubes
el día murió a lo lejos
lo están velando arreboles.

Los cerros devuelven ecos
del canto del chilicote
que perdido entre los yuyos
corea responsos tristes.

Ha muerto el indio poeta
silencio le hacen los erkes
y en los arroyos de Anta
lloran los sauces su muerte.

El día se viene lento
lo esperan rosadas nubes
para contarle del luto
que embarga a los hondos valles.

Indio del triste silbo
tu canto lo tiene el monte
de noche lo dará al viento
pa´que lo arree por los aires.

lunes, 16 de febrero de 2009

LAS GOLONDRINAS de Jaime Dávalos


(Música de Eduardo Falú)

A dónde te irás volando por esos cielos
brasita negra que lustra la oscuridad?
Detrás de tu vuelo errante mis ojos gozan
la inmensidad... la inmensidad.

Veleros de la tormenta se van las nubes,
en surcos de luz dorada se pone el sol
y como sílabas negras, las golondrinas
dicen adiós, dicen adiós.

Vuela, vuela, vuela, golondrina,
vuelve del mas allá.
Vuelve desde el fondo de la vida
sobre la luz , cruzando el mar,
cruzando el mar.

Un cielo de barriletes tiene la tarde
el viento en las arboledas cantando va
y desandando los días mi pensamiento
también se va, también se va.

Cuando los días se acorten junto a mi sombra
y en mi alma caiga sangrando el atardecer
yo levantare los ojos pidiendo al cielo
volverte a ver, volverte a ver

Vuela, vuela, vuela, golondrina,
vuelve del mas allá.
Vuelve desde el fondo de la vida
sobre la luz , cruzando el mar,
cruzando el mar.

CHACARERA DE LAS PIEDRAS por Atahualpa Yupanqui

Aquí canta un caminante
que muy mucho ha caminado
y ahora vive tranquilo
y en el Cerro Colorado

Largo mis coplas al viento
por donde quiera que voy
soy árbol lleno de frutos
como plantita 'i mistol

Cuando ensillo mi caballo
me largo por las arenas
y en la mitad del camino
ya me he olvidao de las penas


Caminiaga, Santa Elena
El Churqui, Rayo Cortado.
No hay pago como mi pago
Viva el Cerro Colorado !

A la sombra de unos talas
yo'i sentido de un repente
a una moza que decía:
-Sosiegue que viene gente !

Te voy a dar un remedio
que es muy bueno pa' las penas
grasita de iguana macho
mezclaíta con yerbabuena

Chacarera de las piedras
criollita como ninguna
no te metas en los montes
si no ha salido la luna.

Caminiaga, Santa Elena
El Churqui, Rayo Cortado.
No hay pago como mi pago
Viva el Cerro Colorado !

martes, 10 de febrero de 2009

La Estrella por Rabindranath Tagore

EL río avanza, mansamente, abriendo la noche. Las estrellas, desnudas,
tiemblan en el agua. El río traza una línea de rumor en el silencio.
He abandonado mi barca al capricho de las aguas. Tendido cara al cielo
pienso en ti que duermes, extraviada entre los sueños.
Talvez ahora me sueñes, amor mío de nocturnos, húmedos ojos estrellados.
Pronto mi barca ha de pasar frente a tu casa, amor mío, extendida en tu sueño
como un río. Talvez por mí palpite tu dormida boca entreabierta.
Llega una ráfaga de fruta y de jazmín. Este viento ha pasado por tu casa y en él
toco tu sueño y aspiro tu aroma y beso tu boca, amor mío que talvez ahora
andas conmigo, en un jardín, por tu sueño. Detrás de tu oreja, entre los cabellos,
húmedos del baño todavía, arde un jazmín, en tu sueño.
Dame la mano y mírame a los ojos, en tu sueño, amor mío, y suavemente,
arrástrame al círculo mágico en que ahora, dormida, sonríes.
Ya veo, entre la sombra de la orilla, una lucecita que me mira con amoroso parpadeo.
Es tu casa: para mí la más dulce, la más cercana y lejana de las estrellas, amor mío.

jueves, 5 de febrero de 2009

Iniciación al Miedo por Angel Bonomini



I
En cuanto entré en mi departamento me di cuenta de que alguien había estado allí. Detalles casi imperceptibles lo probaban. Un libro abierto (yo jamás dejo los libros abiertos), una silla fuera de su lugar habitual, un ángulo de la alfombra doblado, denun­ciaban incuestionablemente una presencia extraña. La puerta del armario también estaba abierta y, como conozco mis propios hábitos, me resultaba difícil aceptar la responsabilidad de haberla dejado yo sin cerrar.
Esos datos, sumados a las reiteradas llamadas telefónicas de los últimos días, llamadas hechas sin duda para verificar si me encontraba en casa, daban la certidumbre de que mis pasos eran vigilados. Por otra parte, a todas horas se podía ver desde la ventana a un hombre apostado en la esquina fingiendo esperar a alguien. Corrí un par de centímetros el visillo y, en efecto, ahí estaba el hombre con las manos metidas en los bolsillos de su sobretodo de pelo de camello.
Yo seguía yendo al banco normalmente y allí nadie había ma­nifestado la menor sospecha sobre mi persona. Tuve la seguri­dad de que la vigilancia no provenía de mi lugar de trabajo sino de otra parte. Mi decisión fue inmediata. Ordené una valija con bastante ropa de abrigo y saqué el gabán que guardaba dentro de una bolsa de género con cierre relámpago. El o los intrusos no habían revisado mi ropa todavía, pero eso podía suceder en cualquier momento. Metí en la valija los medicamentos que siempre debo tomar y, sin apagar las luces, salí decidido a bajar los tres pisos por la escalera. Mi automóvil estaba estacionado frente a la puerta. Salí a la carrera, subí al auto y partí. En la es­quina el semáforo estaba en rojo pero a riesgo de chocar con un colectivo crucé la calle a toda velocidad.
Pocas cuadras después me pareció que un auto me seguía. Soy buen conductor y una vez que tomé la Avenida Santa Fe eludí la presunta persecución. Cerca de Retiro estacioné en un lugar prohibido y tomé un taxímetro que me llevó a Plaza Constitu­ción.
En la estación de autobuses compré un boleto para las playas. No saldríamos antes de cuarenta y cinco minutos y le pedí al vendedor de pasajes que me dejara esperar en el ómnibus que permanecía con las luces apagadas. Consintió. A la media hora empezaron a subir los demás pasajeros: dos mujeres jóvenes con dos chicos; un anciano; una pareja; un criollo con bombachas, botas y un enorme sombrero negro, y por fin Belaúnde, que se sentó, como yo, sobre el pasillo, en el asiento más cercano al mío. En seguida me dio conversación. Que hasta dónde iba; que él era viajante de comercio; que se pasaba más de la mitad de su vida en los ómnibus o en los trenes; que en Chascomús podíamos compartir una mesa para comer un churrasco; que se llamaba Samuel Belaúnde, y que por su trabajo había preferido no casarse. Se quitó la campera de cuero que dejó en el asiento contiguo y se envolvió. en una manta. En Florencio Varela dormía como un bendito. Yo velaba. Una de las mujeres que viajaba con los chicos me miró con demasiada insistencia. Fingí no advertirlo.
Belaúnde respondía a datos físicos comparables a los míos. Como yo, tenía unos cuarenta años; como yo, tenía pelo castaño y ojos claros; como yo, mediría un metro ochenta. “Pobre tipo —me dije—, como él, empezaré a andar por el mundo como bo­la sin manija”. Pero no supe con certeza a quién me había refe­rido al decir “pobre tipo”.
Una luz tenue nos envolvía a los viajeros, en tanto que afuera, la noche estaba decididamente oscura y sólo de vez en cuando se vislumbraban las masas de árboles aun más oscuras que la noche.
En Chascomús, Belaúnde se despertó en el preciso momento en que el ómnibus se detenía frente a uno de esos híbridos co­mercios donde sirven café con leche, parrilladas y sandwiches. Como estaba convenido (o decidido por mi compañero de viaje), compartimos la mesa. Se me ocurrió que ese hombre sería muy eficaz en su trabajo porque desconocía el silencio oral. Pedimos —para ser preciso, pidió, y sin consultarme— dos churrascos a punto, papas fritas a caballo y medio litro de vino de la casa. Antes que el mozo nos sirviera le dije a Belaúnde que iría un mi­nuto hasta el ómnibus a buscar unas pastillas que debía tomar y había olvidado llevar a la mesa, todo lo cual era cierto. Pero al sacar el medicamento de mi valija vi la campera de mi compañe­ro. Metí la mano en uno de sus bolsillos y encontré una cartera con documentos; tomé su cédula de identidad y me la guardé. Regresé a la mesa. El hombre no dejaba resquicios de silencio. Vivía en Flores, donde alquilaba un cuarto. La familia era como la suya propia. Le lavaban la ropa. Mejor que en cualquier ho­tel. La dueña de casa era una anciana que le llevaba el desayuno a la cama, como a un hijo.
“Y usted, a qué se dedica”, me preguntó. “Soy profesor en la universidad”, mentí. “A la pucha”, comentó admirativamente. “Y qué enseña”. “Filosofía”, volví a mentir con la intención de desalentar su conversación. “Ah, bueno”, dijo como resignado. “Me hubiera gustado estudiar derecho”, agregó. Por un instan­te, sólo por un instante, mi mentira pareció silenciarIo. Dos mi­nutos después me comentaba su infrecuente capacidad para ju­gar al fútbol, pero, admitía, la suerte no lo había ayudado para llegar a ser profesional.
Volvimos al ómnibus. A los cinco minutos Belaúnde dormía plácidamente. La mujer que me miraba y yo éramos los únicos pasajeros despiertos. Empecé a sentir una creciente inquietud. No era posible que me hubieran seguido hasta el ómnibus, pero esa mujer me miraba como para preocupar a cualquiera. Pensé en bajar en un cruce y tomar allí otro ómnibus hasta la primera playa. No fue necesario; afortunadamente las dos mujeres y los chicos bajaron antes que yo me decidiera a hacerla. Por fin, muy cansado, me quedé dormido envuelto en una manta.
Cuando me desperté había un nuevo pasajero. Estaba senta­do detrás de Belaúnde, de modo que me tenía a menos de un metro de distancia. Era flaco y usaba unos anteojos negros que le ocultaban la mirada. En dos de sus larguísimos dedos llevaba anillos con piedras de colores estridentes. No disimulaba —cosa que podría haber hecho ayudado por sus anteojos—: la direc­ción de su cara indicaba que tenía su mirada fija en mí. Sentí una fría transpiración y me deshice bruscamente de la manta. Me invadió la arbitraria certeza de que ese hombre usaría un ar­ma blanca. Sólo podría eludirlo amparado por un golpe de suer­te. El conductor anunció que habría una última parada para to­mar algo antes de finalizar el viaje. La luz del amanecer daba al mundo y a todos nosotros un tono de perversa irrealidad.
La gente empezó a levantarse de sus asientos. Me adelanté ha­cia la puerta de salida y cuando se detuvo el ómnibus fui el pri­mero en descender; detrás de mí, en fila india, los pasajeros ba­jaron y se dirigieron dócilmente a la cafetería. Pasó a mi lado Belaúnde. “Qué. ¿No viene?”, me dijo. “Sí. Estiro un poco las piernas y voy”. Bajó el hombre de los anteojos. Casi se detuvo a mi lado, giró la cabeza y, luego de un instante de indecisión, entró también él.
Junto al ómnibus, un muchacho con boina y un grueso saco gris echaba agua en el radiador de un Chevrolet. Me acerqué. “¿Habrá un taxímetro por aquí?” “¿Un taxi?”, quiso confir­mar sorprendido. “¿Ya dónde quiere ir?” “A la primera bahía”, dije. “Eso, en un taxi, le saldría seis o siete mil pesos”. “Pago diez”, respondí. “Lo llevo”.
Corrí hasta el ómnibus, tomé mi valija y me metí en el auto. Partimos. Ya estaba más claro pero los pastos seguían cubiertos de escarcha. Al hablar, el vapor que salía de las bocas acentuaba la presencia de un frío intenso. Una leve brisa hacía rodar por la carretera unas briznas semicongeladas que parecían vellones. Miré para atrás. El hombre de los anteojos negros me veía huir, resignado.
El placer de haber burlado a mi seguidor y la tranquilidad que me procuraba el haberme inscripto en el hotel con un documento ajeno —lo cual, pensaba yo, me ponía al resguardo de cual­quier averiguación que se quisiera hacer sobre mi persona­— duró muy poco. Dormí, eso sí, unas cuatro horas al llegar al Bri­sas del mar. Cuando me desperté me di una rápida ducha, me afeité y, bien abrigado, bajé a tomar un desayuno un poco tardío en la terraza del hotel, una especie de jardín de invierno tibio y soleado, a través de cuyas generosas vidrieras podía ver la playa y el mar que a ella llegaba con su serena, monótona reite­ración de olas. Pedí un diario y un café con leche con abundan­tes tostadas. Después de saborear el desayuno me dispuse a leer las noticias del día. Había, además, notas sobre problemas ecológicos (un tema que me apasiona), y en su lectura me enfras­qué durante una buena media hora.
Después, tranquilo y meditando sobre el mal uso que los hombres damos al planeta, me puse a contemplar la inmensidad del mar, y en eso me encontraba mientras me prometía un largo paseo por la playa cuando, de pronto, divisé al muchacho de la recepción conversando con un hombre de pelo blanco que vestía una oscura tricota de tipo marinero. El viejo parecía muy empe­ñado en hablar y señalaba el hotel. Estarían como a cincuenta metros de distancia. El muchacho parecía oír atentamente mientras el hombre mayor, excitado a juzgar por sus ademanes que terminaban en señalar una y otra vez el hotel, no paraba de hablar. Como ante una súbita resolución, se encaminaron rápi­damente hacia la terraza, quiero decir, hacia mí, en forma deci­dida y como si se propusieran comprobar algo.
Comprendí que yo era el tema de su conversación. Que venían a verificar mi presencia. No me fue difícil deducir que el viejo formaría parte de algún grupo dedicado a localizarme. Sin de­moras me adelanté a sus propósitos. En la recepción no había nadie. Tomé las llaves de mi cuarto que habían quedado sobre el mostrador y me detuve escondido en la escalera que conducía a las habitaciones a fin de poder oír cuanto dijeran el muchacho y el viejo. Tal cual. Se detuvieron en la recepción. “Aquí está el libro de registros —dijo el muchacho—. Como usted verá, tene­mos dieciséis pasajeros. Los tres últimos llegaron esta madruga­da. No se crea que esto es una mina de oro en invierno”. “Tiene razón; tres llegaron esta madrugada”, respondió el viejo.
El diálogo siguió, pero dejé de oírlo porque subí velozmente por la escalera alfombrada. Entré en el cuarto. Por un momento estuve indeciso. Por fin, me asomé a la ventana y vi desde allí que los hombres regresaban a la playa. Mi suerte no era poca. Salían en la creencia de que yo me encontraba fuera del hotel, lo cual aproveché para meter mi ropa y otras pertenencias en la va­lija y bajar sin perder un instante hasta la recepción, donde me encontré con el mozo que me había servido el desayuno. “Me voy —le dije—. ¿Puede darme la cuenta?”. “Tiene un día y el desayuno, ¿no?” “Sí”, respondí. Pagué y salí. En la puerta del hotel tomé un taxi destartalado que me condujo hasta la esta­ción de autobuses. Los hechos se repetían.
La costa aquí, ya se sabe, está conformada por una sucesión de bahías. Cada una tiene su nombre, su playa, sus hoteles. No me sería difícil, pues, despistar a mis seguidores y al mismo tiempo continuar gozando por unos días de los beneficios del mar.
“Me persiguen —pensé—. Cuando están por alcanzarme, hu­yo y burlo a mis perseguidores. Esto se repite una y otra vez, co­mo una interminable pesadilla”. Me pareció imprudente optar por la playa más próxima a la del Brisas del Mar y acepté complacido un viaje de una hora en el autobús. Al llegar a la lla­mada Santa Teresa decidí albergarme en alguno de sus hoteles, preferentemente alguno que, como el anterior, estuviera situado sobre la playa misma.
Siento un placer peculiar al recibir en la cara esa intensa pre­sencia del aire cargado de substancias tan diferentes de las que se perciben en el campo. No sé si será la sal sumada al yodo, pero uno va adquiriendo una especie de nutrición, de enriquecimiento al respirar ese aire tan distinto del impreciso y perfumado —no desestimable por cierto— aire del campo. A mí, el aire del mar me resulta una verdadera fuente de bienestar, y aunque he leído encontradas versiones acerca de sus virtudes y desventajas para la salud de la piel, poco me importan las teorías que le niegan beneficio.
Durante el viaje en ómnibus consideré la posibilidad de volver a usar el documento de Belaúnde. Por fin decidí que la pruden­cia aconsejaba desistir de esa alternativa. Mi apellido es, por otra parte, tan corriente que garantiza el anonimato, por así de­cir. En cambio “Belaúnde” no es tan difundido y mis seguidores podrían localizarme con sólo consultar los libros de registro de los hoteles ya que habían comprobado en el Brisas del mar que disponía de un documento con ese nombre.
En Santa Teresa me aseguraron que el hotel ideal de la zona era el Cruz del Sur. A él me dirigí y tomé un cuarto con vista al mar. Un cuarto amplio y bien calefaccionado. Ya en el vestíbulo se veían turistas y gran actividad en el personal. Sin duda habría una buena cantidad de pasajeros alojados y si bien es cierto que esa comprobación por un lado me perturbaba, también lo es que la presencia de la gente jamás me ha disgustado. En el mismo vestíbulo, un quiosco de periódicos y libros me permitió abaste­cerme de tres o cuatro novelas policiales.
En mi cuarto me dediqué a la lectura. Pedí que me llevaran un sandwich y una cerveza y leí, dormité, arreglé mi ropa, con­templé el mar desde la ventana mientras, en esa parte de uno que parece ajena y discurre debajo de la atención que ponemos en hacer algunas cosas, seguía tramando proyectos: primero, un viaje al Uruguay, y desde Montevideo al lugar del mundo menos previsible para mis perseguidores.
Hacia las ocho de la noche me puse mi grueso gabán, metí una boina en el bolsillo y bajé. El hotel seguía muy animado con gente de todas las edades. Salí confiadamente a la playa. No sé si se agudizan los sentidos cuando a uno lo persiguen y lo asedian, o si lo que se agudiza es el instinto de conservación, o si simple­mente hay momentos de mayor desaprensión ante el posible pe­ligro. Lo cierto es que salí, como decía, confiadamente, sin te­mor alguno, con la certeza de que allí nadie se interesaba por mí. Caminé hasta la cercana orilla del mar. Cuando salgo tengo la precaución de llevar todo el dinero conmigo, lo cual no siempre resulta cómodo, pero puede ocurrir que tenga que huir imprevis­tamente y no siempre se va a dar la suerte que me acompañó en el Brisas del mar. Estaba planeando que en La Plata me alojaría en el Rocha y me resultaba curioso que mis días tuvieran que de­nominarse con nombres de hoteles. Me encontraba, pues, en el Cruz del Sur. Di por terminado el paseo después de gozar el aire y hasta el agua, porque me acerqué a la orilla y cuando llegó una ola bordeada de espuma hundí mis manos y llevé en ellas una buena cantidad de agua salada para mojarme la cara. Esa noche no me sentía seguido por nadie y estaba cerca del mar. En las otras causas posibles de pesares y placeres —si es que hubiera habido de estos últimos— ya hacía tiempo que no pensaba. Tal vez porque la sospecha de que me persiguieran y luego su consta­tación me tenía dedicado a una huida que requería imaginación, pero sobre todo una irrenunciable atención. De modo que el agua del mar y el cielo intensamente oscuro, y las estrellas, y la bondad del aire salado me hicieron pasar un momento de gran paz, acaso de felicidad.
Caminé hacia el hotel lentamente para prolongar la sensación de bienestar. Ya en el bar pensaba, creo, en qué hotel de Monte­video me convendría instalarme por un par de días, antes del “viaje grande”. No en el Victoria-Plaza, en cualquiera menos en el Victoria.
Mientras bebía mi whisky observaba a los turistas que habían ocupado las pocas mesas bajas contiguas al bar. En una se en­contraba una joven pareja que parecía haber perdido el habla y caído en un estado de mutua contemplación. Tres muchachas ocupaban otra de las mesas y ofrecían una especie de fiesta de colores y de despreocupada alegría. Por último un grupo de gen­te mayor conversaba desordenadamente. De pronto me vi obser­vando el mundo como desde un escondite, o como un animal estremecidamente alerta para evitar ser matado por otro más hábil o más fuerte. Pensé que yo era responsable del peligro que me envolvía. Yo había buscado esa zona de tinieblas que en rea­lidad no era más que una. isla limitada por mi propia piel. Yo era el creador de mi miedo, era cierto, pero poco me importaban en esos momentos las causas y las responsabilidades. Me dije que no era un cobarde y que lo cierto era que si no me gustaba la idea de que me mataran como a un animal, menos me cautivaba la de que estuvieran tratando sigilosamente de cazar a un hombre.
Eso pensaba cuando otra vez y en forma repentina recuperé un verdadero sentimiento de pavor. Una persona, en apariencia una mujer, entró por la puerta giratoria. La vi por el espejo. Tenía un formidable tapado de piel, pantalones, y la cara cu­bierta por uno de esos pasamontañas que dejan solo los ojos y la boca descubiertos. Bien podría ser un hombre, consideré aterra­do. Ya me estaba ocultando favorecido por una columna cuan­do se quitó el pasamontañas, dejó liberado un increíble pelo ro­jizo, y aparecieron sus pequeños ojos brillantes, cada vez más ri­sueños a medida que se acercaba al bar y se iba quitando el tapa­do. Me dije, al verla tan femenina, tan incuestionablemente mu­jer, que solo un estado de tensión como el que yo venía pade­ciendo podía haberme hecho sospechar una impostura. Por otra parte, recapacité, mi apreciación era muy poco aguda: ¿por qué por ser una mujer no podía estar dedicada a mi búsqueda? ¿Acaso la que tanto me había inquietado en el ómnibus no era también una mujer? Se sentó al bar luego de dejar el tapado, los guantes y el pasamontañas sobre un sillón. Pidió un whisky. “Con mucha agua fría, como siempre”, dijo. Y antes que se lo llevaran me preguntó cuándo había llegado al hotel. “Hoy”, contesté mirando sus ojos muy luminosos, sus dientes muy blancos.
Yo había estado en paz y después de abismarme por un ins­tante en el terror recuperaba la calma, pero jamás me había sen­tido más distante de un propósito de aventura amorosa como en ese momento. A medida que conversábamos mis apreciaciones se hacían más inseguras: no sabía si era de una gran belleza o si la belleza era lo que menos importaba en ella. “Vivo en una casa muy grande, a pocos metros de aquí. La alquilo todos los años en esta época. Cuando estoy sola vengo a comer al hotel, no sin antes pasar por el bar”.
Se llamaba Marcia. Comimos juntos. Mientras el camarero abría la botella de vino recordé que había dejado su tapado y su pasamontañas en el bar y me propuse ir a buscarlos. Me detuvo: que no me preocupara, que siempre quedaban al cuidado del barman. Me contó que pasaba muchos meses del año en esa bahía. Le mentí que debía reponerme de un problema de salud y que no volvería a Buenos Aires por varias semanas. Sabía mucho más que yo de literatura policial y sus juicios me revela­ron aspectos que solo jamás habría sido capaz de descubrir. Le importó que yo tuviera una memoria eficaz para los detalles de no pocos de los argumentos que comentamos.
Me invitó a tomar el café en su casa. Oímos música, seguimos charlando y a las doce me despedí. Al salir vi sobre la mesa el tapado de piel y el pasamontañas. En la calle hacía mucho frío. Pasé junto al hotel pero volví a la playa; no me animaba a entrar. Tenía un miedo incontrolable de encontrarme con algún perseguidor. Tampoco me animé a quedarme en la playa. Volví aterrado. Ya en la cama intenté inútilmente leer. Poco después me quedé dormido.
El segundo día del Cruz del Sur amaneció espléndido, plácido, frío, con un mar manso y un cielo altísimo y sin nubes. Desa­yuné en mi cuarto. Me sentía confuso y menos seguro que el día anterior. Observaba la playa desde la ventana y me acercaba cautelosamente a la puerta del cuarto ante el menor ruido que llegara desde el pasillo. Por un momento tuve la convicción de que debía aprontar mi valija y salir precipitadamente de ese hotel.
Mi plan era preciso. Después de cuatro días en las bahías viajaría a La Plata. De allí cruzaría a Colonia en el yate de un italiano, un tal Monelli, que se dedicaba al contrabando y a “cruzar gente”. El domingo veinte podría contar con él. Ya en el Uruguay me sería fácil llegar a Montevideo, donde no tendría dificultades en conseguir una tarjeta de turista. Después, el “viaje largo” a Europa, donde estaría a salvo.
Bajé. Estaba inquieto. Hasta la mirada del quiosquero, a quien saludé tal vez demasiado efusivamente, como si lo conociera de años, me pareció sospechosa. Junto a la recepción había un toilette. Entré y en el espejo vi mi rostro emaciado, descompues­to de miedo. Alguien llegó detrás de mí y me quedé inmóvil, con los ojos cerrados, tomado de las canillas del lavabo y esperando un ataque por la espalda. Un muchacho, de pronto, me pre­guntó si no me sentía bien. Le dije que sí, que me había golpea­do un pie pero que ya estaba mejor; le agradecí y salí simulando renquear. Estaba aterrado; no me gustaba la idea de que me ma­taran por la espalda, y menos con un arma blanca, pero sentí mi miedo como una afrentosa vergüenza.
Ya en la playa caminé apresuradamente para alejarme del ho­tel. Anduve un largo rato bajo el peso del gabán. Me había ale­jado como medio kilómetro cuando advertí que nada me daba más miedo que la soledad del espacio abierto. Vi con pavor el hotel lejano. Hubiera querido correr hasta llegar a mi cuarto, pero también la idea de estar solo, encerrado, me aterraba. ¿En el bar? ¿En la casa de Marcia? ¿Cerca del quiosquero? ¿En el comedor? Todo era igual. Mi terror consistía en estar conmigo mismo. Me encaminé hacia el hotel sin aliento, sin consuelo. Tenía miedo de las gaviotas que volaban sobre mi cabeza.
No fui al hotel. Fui a la casa de Marcia. Ella misma me recibió. Me disculpé. Quería invitarla a comer. Claro que sí; estaría a las nueve en el bar. Hacía mucho frío. Estaba cansado, humillado, avergonzado. Caminé hacia el Cruz del Sur como quien va hacia el cadalso. Yo no tenía la costumbre de la trasgresión, entonces, el haber trasgredido, digamos, por primera vez, me producía una experiencia también nueva del castigo, y así cada día descubría una legión de perseguidores que se ocultaban detrás de cada sombra, detrás de cada mata, de cada inocente montícu­lo que la arena acababa de ordenar en esa zona poblada de pinos y fresnos.
Entré en mi cuarto y oí un extraño ruido en el baño. Sin en­cender la luz me tiré boca abajo en la cama como cuando era chico, y casi sin el sentimiento del miedo me decidí a llorar hasta que me mataran los perseguidores ocultos.
Después, resignadamente abrí la puerta del baño. Un pe­queño chorro de agua caía en forma irregular sobre la porcelana blanca. Nada envilece más que el miedo; nada provoca más el sentimiento de autocompasión.
A las nueve y cuarto llegó Marcia al bar. Dejó, como siempre, su tapado y su pasamontañas sobre un sillón cercano. Me dijo que la habían llamado de Buenos Aires y que al día siguiente par­tiría. Debíamos vernos allá. “Por supuesto”, mentí sin convic­ción. Tal vez o seguramente, jamás volvería a Buenos Aires. Mi ciudad me estaba vedada para siempre. Sentí que acaso otra vez se me negaba la posibilidad del amor. En cierto plano de mi ser, quizás en el mismo en que se radica la detestable autocompa­sión, entendí que no volver a ver a esa mujer era para mí una nueva confirmación de la vacuidad de mi vida.
Al cabo de un rato, sin pensar nada, sentí simplemente el placer de su compañía. Puedo asegurar que también ella parecía encontrarse a gusto a mi lado. Bebíamos en ese estado de serena participación que no requiere palabras, y durante ese silencio Marcia y yo bordeamos, me inclino a creerlo, esa casi siempre lejana zona de la felicidad.
Un hombre alto, de pelo muy negro y piel muy blanca, se acercó al bar. Al pasar a nuestro lado nos miró más que con insistencia con notorio atrevimiento. Mi amiga se sonrió y, tras manifestar con un inequívoco gesto su azoramiento, “Ha de ser un extranjero —comentó—; nosotros no miramos a la gente con tal desparpajo”. Lo que para ella había sido algo trivial y un poco ridículo, para mí fue una conmoción. El hombre se apoyó en el mostrador a menos de tres metros de donde estábamos. A partir de ese momento la serenidad se convirtió en el desasosiego que durante la tarde me había trastornado. Con un sobrehumano esfuerzo conseguí dominarme. El hombre de pelo negro pidió algo de beber; estaba inmóvil con la mirada fija en el espejo frontal con cuyo auxilio nos observaba sin darnos tregua.
Fuimos a comer. Yo tenía un insoportable calor pero no podía quitarme el gabán. Los numerosos espejos denunciaban la vigi­lancia del recién llegado. Nos sentamos en la única mesa desocu­pada que se encontraba cerca de la puerta. Si el hombre nos si­gue, calculé rápidamente, tendrá que sentarse a no menos de quince metros de nosotros. Eso ocurrió. Pocos minutos después, mientras ordenábamos nuestra comida, entró en el comedor. Marcia me hablaba de un viaje con sus padres, durante su infan­cia. En cuanto un mozo se acercó al perseguidor y le entregó el menú, interrumpí abruptamente a mi amiga y le pedí que me disculpara.
Fui al bar, recogí las prendas de Marcia, entré en el toilette y salí con el rostro cubierto por el pasamontañas y su tapado de piel sobre los hombros. La puerta giratoria pareció un inamo­vible muro de plomo. Caminé rápidamente hacia la casa de Mar­cia. La noche cerrada y el frío que mantenían la calle desierta fueron mis aliados. Al llegar a la casa, después de atravesar el jardín, en el umbral, dejé el tapado y el pasamontañas. Escribí las siguientes palabras en una tarjeta de mi médico que encontré en la billetera: “Tuve que huir. Gracias por su amistad”. No firmé. Taché el nombre ajeno que figuraba en la tarjeta y que, ya dije, pertenecía a mi médico.
A las once partió el autobús con destino a la siguiente bahía. Era un viaje de una hora. Decidí que al llegar , como estaba planeado para unos días después, tomaría un auto de alquiler que estu­viera dispuesto a llevarme a La Plata. Lo conseguí. Le pedí que no condujera a mucha velocidad.
De a poco, el aire de mar se fue convirtiendo en un aire confu­samente perfumado. Al rato, un penetrante olor a zorrino entró por los ventiletes del automóvil. Es un olor que siempre me ha gustado. Prueba que uno está en medio del campo.
Esta madrugada llegué a La Plata. Me desayuné en un café don­de dos hombres silenciosos y grises jugaban al billar. Allí esperé que abrieran los demás comercios. Tenía que comprar una valija y algo de ropa. También debía ir a una farmacia: necesitaba me­dicamentos, un cepillo de dientes, lo necesario para afeitarme. A las diez de la mañana llegué al hotel. Es el Rocha. Me gusta porque tiene una digna vejez. Se parece al Carrasco de Montevideo, aunque es más modesto. Los pasillos y los cuartos están al­fombrados, los baños son amplios, relucientes, y tienen inmen­sas toallas blancas. Ha de gustarme también porque evoca cier­tas cosas de mi infancia y, como todos, tengo nostalgia de esa época de la vida. De esta ciudad me gusta además que las calles tengan números en lugar de nombres, y los tilos, y el bosque, y el museo. Pero no saldré a caminar. Almorcé en el cuarto y pasé toda la tarde con el auxilio de unas novelas policiales que compré esta mañana. Ahora he pedido un whisky porque son las ocho y media de la noche. He olvidado el miedo. Me siento, podría asegurar, como si repentinamente y para siempre hubiera dejado de estar escandalizado por ese sentimiento.
En cuanto me traigan el whisky dejaré de escribir y seguiré le­yendo. También durante la mañana compré la libreta en la que escribo estas líneas. Golpean la puerta. “Adelante”, digo.
II
Pero no era el camarero. Era yo. Debo decir que su sorpresa fue evidente pero sólo se notó en su mirada. Tal vez confluyeron en él simultáneamente demasiadas presunciones, dudas, comprobaciones y otro tipo de sutiles entreveros entre la inteligencia, imaginación y otros planos que obran dentro de los hombres para que se sobresaltara, o para que manifestase algún modo de conmoción.
Quien hubiera visto la escena y no conociera la situación habría pensado que mi llegada era natural, esperada. Lo único que podría haberse interpretado como algo extraño era el hecho de que se quedara tendido en la cama, sin inmutarse. Por fin me invitó a que me sentara en el sillón que señaló con un pausado gesto. Creo haber percibido que se sentía feliz de volver a verme. A mí no me faltaban razones para que me estremeciera ese encuentro.
Golpearon la puerta. Entonces, esta vez con un gesto terminante, me indicó que entrara en el baño. “Adelante”, dijo después. El camarero dejó una bandeja. “Traiga una botella; ese whisky déjelo, pero traiga una botella, y una jarra con agua bien fría, como siempre”, agregó remedándome irónicamente “Perdón —dijo el camarero— creí haber entendido...” “Una botella”, interrumpió con amabilidad Jiménez. Salí del baño y bebí un sorbo. Lo necesitaba. Le pasé el vaso. Por supuesto, no me había quitado los guantes. Le pregunté si tenía armas y me contestó que no. “En cambio, usted viene a matarme”, dijo. “Mi misión es recuperar el dinero y no dejar testigos”, le con­testé. Hubo un momento de silencio. Después le pregunté dónde estaban los dólares y cuántos eran. “Unos cuatrocientos mil. Están bajo el forro de mi gabán, cuidadosamente distribuidos y asegurados en fajos regulares con costuras que los mantienen en su sitio”, dijo sonriendo. “No pesan demasiado”, agregó.
Nuevamente golpearon la puerta y yo volví a entrar en el ba­ño. El camarero dejó la botella y una jarra. “Deberemos seguir tomando del mismo vaso —comentó Jiménez—; será bueno pa­ra usted que no encuentren dos vasos usados”. Me senté en el sillón.
Era cierto que yo tenía que obtener el dinero. También era cierto que el plan consistía en eliminar a Jiménez. Durante días venía tratando de que se creara una situación ideal para que eso fuera posible sin mayores riesgos. Planteadas así las cosas, lo ra­zonable hubiera sido que estuviéramos en un estado de dramáti­ca tensión. Sin embargo, aunque ya supiera dónde estaba el di­nero, aunque en mi cartera tuviera el revólver con silenciador que debía servirme para concretar el trabajo, aunque no hubiese la menor posibilidad de que me vincularan con ese asesinato que debía producirse, tanto Jiménez como yo estábamos no en la más dramática sino en la más ridícula de las situaciones. Él, des­calzo, con pantalones azules y una camisa blanca, recostado en una cama. Yo, con guantes, bebiendo de su vaso, sentada en un sillón. Por otra parte, aunque Jiménez no lo sabía, yo tenía un cuarto en el Rocha, dos pisos debajo del suyo, de modo que pa­recía, por lo menos para mí, una visita entre vecinos un tanto peculiares más que el final de una fría e implacable persecución que debía concluir con un homicidio y la recuperación de cuatrocientos mil dólares.
Jiménez conseguía siempre dejarme perpleja. Ese hombre hostigado por el miedo que intencionada y arteramente le habíamos despertado y fomentado era, por ejemplo, capaz de demorar el cuidado de su amenazada vida para agradecer mi amistad escribiendo una tarjeta. No comprendía mi presencia en su cuarto de hotel; sabía, sí, que yo estaba en ese lugar para ma­tarlo pero, por sobre todas las cosas, estaba feliz de verme y no lo ocultaba. De esa situación paradojal solo quedaba indemne e iluminada su sorprendente humanidad. Por lo que a mí respecta, ante su actitud me sentía conmovida y no precisamente cómoda aunque tal vez también confusamente feliz.
Le conté todo. Como él bien sabía, en el asalto al banco habían participado sólo tres personas: Mauro, que dirigía la operación; Jiménez, como entregador, y Bazterrica, quien resultó muerto en el asalto mismo por el balazo de un policía vestido de civil. Mauro logró huir. Jiménez había regresado a su escritorio del banco sin que nadie sospechara su intervención.
El dinero tomado de la única caja que pudo abrirse en el sub­suelo del edificio había quedado en manos de la policía o de Jiménez. En todo caso, las noticias periodísticas daban por de­saparecido el dinero, pero eso podía ser cierto o una estratagema policial para desorientar a los asaltantes con el propósito de lo­calizarlos. Para Mauro no existían más que dos sospechosos: la policía y Jiménez.
Unos días después del asalto Jiménez le había asegurado a Mauro que cuando mataron a Bazterrica la policía se había apo­derado del bolso con el dinero. “Pero a Mauro —dije— le quedó la duda de que hubiera sido usted, que conoce hasta los menores recovecos del banco, quien se hubiese quedado con el bolso”.
“Sí —confirmó Jiménez—, escondí el bolso en una hornacina donde hace unos años se guardaba una manguera de incendio y después, día a día, fui sacando el dinero. El bolso ha de estar to­davía en la hornacina” .
Seguí mi relato. “Por esa duda Mauro nos contrató a mí y a un rufián a quien le conseguimos unos documentos falsos a nombre de Samuel Belaúnde. Usted le robó uno de esos documentos y con él se inscribió en el Brisas del mar y aquí en el Rocha” .
Cuando nombré a Belaúnde advertí que Jiménez se sobresal­taba. Pero se recompuso inmediatamente y con cierto desconsuelo dijo: “Para qué habré leído tantas novelas policiales”.
“El tal Belaúnde —proseguí—, quien en estos momentos debe estar preguntándose dónde estoy porque para seguirlo a usted no pude esperarlo, era el hombre de sobretodo claro que apostamos en la esquina de su casa durante noches enteras. Y cuando usted huyó dejando las luces de su departamento encendidas (siempre consideramos que no las apagaría si decidía huir de noche), Belaúnde y yo lo seguimos en un automóvil. Primero hasta Retiro, después hasta Constitución. Belaúnde dejó el sobretodo en nuestro auto y tomó un pasaje en su mismo ómnibus. Yo, por mi parte, tenía por obligación seguir al ómnibus hasta que usted lo abandonara y luego seguir tras sus talones, cosa que hice. Así llegué al Brisas del mar donde permanecí oculta. Después lo seguí hasta el Cruz del Sur. Allí, en esa bahía, alquilé la casa que usted conoció y volví a reunirme con Be­laúnde. No podíamos deshacemos de usted en un pequeño pueblo sin arriesgamos demasiado”.
Encendimos otro cigarrillo y volvimos a servimos de beber. Jiménez hizo todos los gestos con cierto desgano y como alguien que recibía acusaciones justas pero formuladas sin demasiada severidad.
“Usted, me imagino —continué—, durmió o leyó todo el día en el Cruz del Sur. En cambio yo, después de alquilar la casa —cosa que concreté en la mañana—, fui al bar del hotel cada dos o tres horas. Dejaba el tapado en el mismo sillón (jamás se me ocurrió que usted lo usaría para huir), lo dejaba, digo, para identificarme, para aparecer como una frecuentadora del bar. Usted sabe, en los hoteles, los empleados reconocen a cualquiera con pocas visitas al bar. Nadie cuidaba mi tapado, pero después de mi tercera visita se sabía que era mi tapado. Cuando nos en­contramos en el bar, mientras seguramente Belaúnde —que tiene una capacidad de sueño increíble— estaría durmiendo en la casa alquilada, entre otras cosas porque no podía dejarse ver por usted, yo ya era una “parroquiana” conocida por los mozos del bar.
“Él y yo, quiero decir, Belaúnde y yo éramos los autores de las llamadas telefónicas a su casa. Varias veces por día, cuando sabíamos que estaba usted, marcábamos su número y cuando usted respondía cortábamos la comunicación. Lo asediábamos. Teníamos claro que si usted estaba en poder del dinero era preci­so despertar su miedo, y que si huía, tendríamos garantizado que usted estaba en poder del fruto del asalto.
“Nada fue demasiado difícil. Entramos en su casa y dejamos evidencias de haberlo hecho. Rápidamente obró en usted el miedo. De haber seguido yendo al banco, donde nadie jamás pu­so en duda su honestidad, hubiera sido un hombre con bastante dinero y hasta el mismo Mauro habría terminado por creer en su inocencia. Solo los necios creen que no hay crímenes perfectos. Todos los que jamás fueron descubiertos lo son”.
“El suyo será perfecto —dijo Jiménez—; después de matarme huirá de aquí con mi gabán como yo huí con su tapado. No dejará de ser casi literaria la simetría”.
“No sea tonto —le dije con marcado disgusto—; sirva whisky y deme otro cigarrillo”.
Jiménez no desconocía que lo más atractivo del género policial es que permite al lector inventar una serie de soluciones no necesariamente menos agudas que la que propone el autor. “Esta situación —dijo Jiménez— vista como lo que es, un hecho policial, ofrece múltiples finales. Ya hemos hablado de esto en el Cruz del Sur. Le propongo que analicemos los posibles desenlaces que tenemos”.
Yo nunca he matado a nadie. Una cosa es tratar de recuperar un dinero robado del cual obtendría una tercera parte y otra tener que matar a alguien para obtener ese dinero. La tesis de Mauro era muy simple. Cuando la policía detuviera a Jiménez éste acabaría por confesar quién había sido su cómplice, de modo que sólo con su muerte se garantizaría el secreto.
La “diversión”, por así llamarla, que representaba el análisis de dos buenos lectores de novelas policiales servía, entre otras cosas, para demorar el horror de un final en el que Jiménez y yo debíamos jugar papeles extremos.
Acepté la proposición. Los posibles finales eran varios.
Que yo lo matara y saliera del Rocha con su gabán sobre mis hombros. De esa solución surgían nuevas posibilidades. Dividir el dinero con Mauro y Belaúnde de acuerdo con lo convenido. Podía suceder también que una vez entregado el dinero, Mauro y Belaúnde se aliaran para despojarme de mi parte del botín. También podía ocurrir que Mauro nos eliminara a Belaúnde y mí. Lo cierto es que después de haber eliminado a Jiménez, yo sería una enemiga endeble: no es lo mismo ser acusado de robar que de robar y matar. No había que desestimar que después de eliminar a Jiménez, yo huyera con todo el dinero y burlara a Mauro y a Belaúnde.
Cabía la posibilidad de negociar con Jiménez y dividirnos dinero. Para mí era una buena solución porque sin haber matado a nadie me quedaría con una cantidad mayor de dinero. En ese caso tal vez yo también tendría que huir a Europa.
Jiménez inevitablemente tenía que morir o desaparecer en Europa. Yo podía darle una parte del dinero para su huida y argüir ante Mauro haber encontrado el gabán con, por ejemplo, doscientos mil dólares, pero que Jiménez no había regresado al Rocha y le había perdido la pista. En ese caso Jiménez tomaría una parte del dinero para huir. Esa posibilidad no era del todo descartable porque no tendría ante Mauro, ni ante mí, el peso de haber matado a Jiménez. Tampoco era imposible, porque Mauro desconocía la cantidad exacta obtenida en el asalto.
“Acaso —propuse— usted podría aprovecharse de un des­cuido mío, arrebatarme mi arma y matarme”. “No sería necesa­rio arrebatarle nada —dijo Jiménez—, porque como usted verá le mentí; yo también tengo un arma con silenciador —y al decir esas palabras sacó el revólver que ocultaba bajo sus almoha­das—. Pero no se alarme, Marcia, no la usaría jamás contra na­die —y al decir eso arrojó el revólver hacia el pie de la cama de modo que quedara cerca de mis manos—. Lo que sí podríamos considerar —agregó no sin un dejo de sorna— es la posibilidad de que yo me suicidara luego de escribir una confesión de haber participado en el asalto con Mauro y Bazterrica. Eso le evitaría a usted su tarea y le permitiría quedarse con todo el dinero porque podría haberme perdido la pista antes de mi llegada al Rocha”.
La libreta fue encontrada en la cómoda de un cuarto del Rocha en agosto de 19... Sin duda los textos de Jiménez y de Marcia responden fundamentalmente a su compartida manía de la lite­ratura policial. Hoy se encuentra en el escritorio del dueño del hotel y sus páginas han empezado a amarillear. Hay un breve agregado con letra distinta de la de los protagonistas; dice así:
“No apareció ningún cadáver en el cuarto. Cuando me entre­garon esta libreta hallada en el que ocupó Jiménez, comprendí que mi deber era entregarla a la policía; sin embargo, decidí no hacerlo. Tanto Marcia como el hombre me parecieron, más que delincuentes, dos personas acorraladas.
“Revisé los periódicos. Leandro Jiménez llegó al Rocha a los treinta y seis días de haberse producido el atraco al banco. Todo lo contado en estas páginas parece ser rigurosamente cierto. Jiménez robó al banco y después a sus cómplices, con lo cual duplicó su riesgo. Tengo la personal impresión de que con esas trasgresiones violó y volvió a violar su naturaleza. Más tarde se encontró en la encrucijada del miedo y se le abrió otra salida. Aspiro a que haya optado por ella. En cierto modo me he hecho cómplice de mi propia presunción. Preferí, entre todas, la hipótesis de que hubieran huido juntos. No por aliarme a un fácil final feliz que nadie sabrá si lo ha sido, sino por evitar el éxito del miedo, ese abominable percance del corazón”.