miércoles, 2 de julio de 2008

LA MUERTE TÉRMICA por Alejandro R. Melo

Estaba acostumbrado a rehuir los conflictos, como si tuviera miedo de la gente o como si los conflictos le fueran insoportables. Día a día se fue haciendo práctica en su vida: cualquier indicio de discusión o problema resonaba en su cabeza como una campanada insoportable, como un abismo del que había que huir con toda premura. Tal vez los afectos habían sido tan profundos, que cualquier posibilidad de ser lastimado, era interpretada por su ser como una catástrofe terrible. En su fantasía soñaba con un mundo ideal, con una isla donde los hombres y las mujeres hubieran vuelto a un estado de inocencia primigenia: nadie dañaba a nadie, nadie mentía, nadie era capaz de gritar o de imponer su voluntad a otro, nadie tenía vergüenza de su cuerpo ni del cuerpo de los otros, el aire era puro y el clima benigno, el mar rodeaba la isla y bañaba las playas como una caricia constante.

Sin embargo, y a pesar de sus sueños, toda su vida se iba tiñendo de un gris insoportable y sus acciones eran cada vez más mecánicas: desayunar, leer el diario, vestirse, ir al trabajo, llenar las planillas, soportar las horas de la oficina y los comentarios insulsos de sus compañeros de trabajo, tomar el subte, meterse en la casa.

Todos los días la misma e igual monotonía. Hasta había desarrollado una estrategia para no enfrentar en forma directa a quienes no le agradaban. No era capaz de decirles a la cara nada, pero los sometía a una progresiva y lenta indiferencia: lo que él llamaba "la muerte térmica".

Sin darse cuenta, esta táctica no era sino un reflejo de lo que él mismo estaba haciendo con su vida. Se estaba suicidando de a poco, sin sangre, sin estridencias, pero sumiéndose en la lejanía del ser. Así año tras año fue adquiriendo el aspecto de hombre gris. Rehuyendo las invitaciones de las personas que todavía lo apreciaban, escondiéndose en su soledad con las mil excusas necesarias para fundar su doctrina: "yo estoy bien así".

Pero sus pensamientos, no le impedían verse cada día al espejo y contemplarse cada vez más viejo, cada vez más encorvado y abandonado.

Aquel día, sin embargo, ocurrió algo diferente. Era sábado y sintió ganas de hacer algo distinto. Fue al patio y vio una rosa encarnada que se abría desafiante. Hacía tiempo que no miraba las flores. Se acercó y el perfume de la flor le embriagó el alma, pero al intentar tocarla, torpemente se pinchó con una de las espinas. No tardó en presentársele una grave infección y debieron llevarlo al hospital. Medio inconsciente por la fiebre comenzó a recibir antibióticos y a ser pinchado y torturado por las enfermeras. El pensaba que ya llegaba su fin, y razonaba que al final de cuentas por fin se libraría de esa vida sin sentido. En eso estaba cuando sintió una mano que le acariciaba la frente. Disfrutó unos instantes de la ternura de la caricia, que de alguna manera lo transportó a su infancia, y finalmente abrió los ojos y allí estaba. Lo estaba acariciando una enfermera, con unos ojos que no traslucían compasión sino cariño. Y pudo mirarse unos instantes en esos ojos profundos...Entonces, comprendió que aún estaba vivo.

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