jueves, 29 de agosto de 2013

LA ESCLAVITUD EN EL RÍO DE LA PLATA Y LA ASAMBLEA DEL AÑO XIII (homenaje a la Asamblea cuando se conmemora el Día Internacional contra la Discriminación Racial) por Alejandro R. Melo

INTRODUCCIÓN Una de las reglas de la interpretación histórica consiste en no juzgar los hechos del pasado con criterio actual. Tal conducta equivale a sacar del contexto socio – cultural los acontecimientos del pasado y someterlos a un análisis “descarnado”, bajo el tamiz de criterios, valores, ideologías, prejuicios y puntos de vistas contemporáneos. Pero con la esclavitud confieso que cuesta mucho mantener la regla, no sólo porque se ha tratado de una forma de discriminación y genocidio, sino porque autores que convivieron con esa institución tuvieron también una mirada crítica de la misma. Lo único que no podemos hacer, es modificar el pasado. La esclavitud, bajo sus distintas modalidades, prácticamente estuvo presente en una multitud de civilizaciones y culturas del pasado, y aún hoy forma parte de la realidad cotidiana de nuestro mundo globalizado, cada vez más pequeño, tal vez ya no en su versión más clásica, sino bajo otras formas de explotación humana, donde la libertad está cercenada. ¿Cómo no recordar los ejemplos actuales de la trata de blancas o los trabajadores esclavos de talleres textiles clandestinos?, por citar algunos ejemplos referidos a nuestro propio país, o los ejemplos del principio de la industrialismo, donde los trabajadores teóricamente libres, eran sometidos a jornadas de trabajo interminables, en condiciones de hacinamiento y por una paga mísera, que a su vez discriminaba más si se trataba de mujeres y niños, considerando sus menores fuerzas en el proceso productivo. Lo cierto es que la esclavitud fue incluso sostenida teóricamente por autores como Aristóteles, quien la consideró una “institución natural”. Los pueblos precolombinos conocieron ciertas formas de esclavitud, a la que sometían normalmente a los guerreros vencidos, los que no pocas veces terminaban engrosando la cuota de sangre que se tributaba a los dioses paganos. La Edad Media, imbuida de los principios cristianos de la igualdad esencial de todos los seres humanos, conoció también otra forma de explotación humana, bajo la institución de la servidumbre. A ella nos referiremos más abajo, ya que gran parte de su legislación y de las soluciones que adoptaba la legislación y la jurisprudencia, fueron aplicadas a la esclavitud en la América española. Luego de la conquista de América por los europeos, el desarrollo de las actividades económicas implicó que rápidamente se necesitara de mano de obra “barata” para sostener el esfuerzo productivo. Si bien en un principio, se recurrió a la mano de obra indígena, apoyados en el miedo y en la existencia precolombina de ciertas tradiciones culturales que aceptaban la esclavitud o la servidumbre, tal el caso Yanaconazgo, cuya existencia legal, si bien marginal, se mantuvo en el territorio argentino hasta la abolición del mismo por la Asamblea del Año XIII, pronto se vio la oportunidad de recurrir a la mano de obra de esclavos africanos, más fuertes y menos considerados por la sociedad como verdaderos seres humanos. Este tipo de esclavitud, se diferenciaba del tipo de esclavitud tradicional, por el cual se sometía en los pueblos de la antigüedad al vencido en la guerra. El único objetivo de esta esclavitud era satisfacer necesidades económicas y sus víctimas no fueron guerreros sino simples habitantes de las sabanas africanas. El cuestionamiento intelectual y espiritual de pensadores como Fray Bartolomé de las Casas llevó pronto a los reyes de España a resguardar desde el punto de vista legislativo la “humanidad” de los nativos de las Indias y a convencer a los españoles que no podían someterlos a la esclavitud. Pero cosa distinta ocurrió sin lugar a dudas con los esclavos negros secuestrados en el África. La necesidad de la mano de obra, y cláusulas introducidas en tratados internacionales, pero sobre todo el prejuicio social generalizado que veía en el negro un ser “sub – humano”, dieron sustento a la legalización de la práctica esclavista. Si bien no hay cifras oficiales, algunas estimaciones hacen llegar al comercio negrero a América a la increíble cifra de 12 millones de personas secuestradas en el África. Por otro lado, todo intento de determinación choca con la circunstancia de que por fuera del comercio legal autorizado por la Corona, la principal fuente de provisión de esclavos negros fue el intenso contrabando que se produjo sobre todo a consecuencia de las restricciones al comercio. El mecanismo de los esclavistas era cruel y despiadado. La práctica incluía el secuestro y la cacería de hombres y mujeres como si fueran animales, o la compra a jefes de tribu. El traslado a costas americanas, se efectuaba en barcos en donde las víctimas eran traídas en forma brutal, sin higiene, mal alimentados y hacinados. Como se mencionó más arriba, este traslado brutal implicaba la muerte de la mayoría de ellos, llegando solo los más fuertes y resistentes. Luego, cuando llegaban a su destino eran clasificados según fueran hombres o mujeres y según sus aptitudes físicas y edades, eran marcados y vendidos en subastas públicas en el mismo puerto o asentamiento o trasladados a otras plazas para su comercialización. No seríamos justos, si no destacamos que durante el siglo XVI, pensadores españoles criticaron duramente el régimen de la esclavitud, por considerar que tanto esta condición como el comercio negrero eran injustos e inicuos. Así, se menciona a Fray Domingo de Soto, Fray Bartolomé de Albornóz y al mismo Fray Bartolomé de las Casas. En el siglo XVII se pueden mencionar la obra del Padre Alonso de Sandoval, y del Padre Pedro Claver. Pero, al lado de estos luchadores contra la esclavitud, no faltaron juristas y pensadores que la justificaron, aduciendo que el régimen esclavista existente en Indias, devenía de justos títulos, sea por compraventa o por nacimiento, o simplemente por la natural superioridad de la raza blanca. Siguiendo a un autor que se ha ocupado medulosamente de este tema, Diego Luis Molinari, cabe distinguir tres períodos en el comercio negrero en la América española: El régimen de licencias, el sistema de asientos y finalmente la libertad de tráfico. El régimen de Licencias, que se extendió hasta 1595, y que eran permisos concedidos por el rey a particulares, en los que se indicaba el plazo y el número de negros a ingresar. El sistema de los Asientos, que duró entre 1595 y 1789, mediante el cual un particular o una compañía se comprometía a introducir una cierta cantidad esclavos en los puertos americanos, abonando los correspondientes derechos a la Corona. El plazo de los asientos variaba entre cinco y nueve años. Los principales propietarios de asientos fueron comerciantes y compañías portuguesas, holandesas, francesas e inglesas, y constituyó un importante impulso para la expansión comercial de esas naciones, a la vez que facilitó el contrabando. Durante el siglo XVIII, se produce una gran explosión del comercio negrero, amparado en distintos tratados que celebró la Corona Española con Portugal, Francia y Gran Bretaña. Luego de accedido al trono Felipe V, y cuando ya estaba preparándose la llamada Guerra de Sucesión Española (que duró 13 años), el nuevo rey tuvo que intentar negociar con el rey de Portugal, Pedro II, a los efectos de mantener libre la espalda y no tener que confrontar con esa nación. El 7 de mayo de 1701, se firmó el tratado de Alfonsa, el cual establecía el reintegro de la Colonia del Sacramento a Portugal y por un convenio complementario del 14 de setiembre de 1701, Felipe V permite a la Compañía Real de Guinea, establecida en Francia, la introducción en Buenos Aires de quinientos a seiscientos negros africanos por año. Desatada ya la Guerra de Sucesión entre España y Francia por un lado, y Austria, Inglaterra y Holanda (y más tarde otros países de Europa) por el otro. Al cabo de 13 años penosos de guerra entre las coronas europeas, resultaron vencidos Felipe V y su aliado (y mentor) Luis XIV de Francia. Esta derrota llevó a una serie de tratados conocidos como “La Paz de Utrecht”, celebrados en 1713, de múltiples consecuencias geopolíticas y económicas en Europa y en el Nuevo Mundo. En uno de ellos, “Su Majestad Católica concede a Su Majestad Británica y a la nación inglesa el pacto del asiento de negros por el término de treinta años consecutivos que empezarán a correr desde el 1° de mayo de 1713.” En ese mismo tratado, se dispone que en Buenos Aires “se señalará una extensión de terreno y se destinará a la compañía del referido asiento…para poder refrescar y guardar en seguridad sus negros hasta que se hayan vendido.” Este tratado preveía la introducción de 144.000 esclavos en las Indias. La South Sea Company recibió el privilegio de introducir esclavos negros en las Indias españolas, en los puertos de su elección. Esta compañía se estableció en la Plaza del Retiro, de Buenos Aires, con sus galpones y depósitos. El nombre de dicha plaza recordaba al Palacio del Buen Retiro de Madrid, donde se había firmado el tratado del asiento. “Entre 1713 y 1730, la South Sea Company introdujo en Buenos Aires un total de 8.600 esclavos de color. Por su parte, la Real Compañía Francesa de Guinea, entró entre 1701 y 1712, más de 3.400 negros. Los ingleses, en histórica avivada, junto con los negros introducían tejidos, destinados a ganar el mercado interior de la Argentina.” El sistema de los asientos fue reemplazado por la libertad de tráfico, otorgada a españoles y extranjeros a partir de 1789. Este cambio normativo, al parecer se produjo por varios motivos, entre ellos, los incumplimientos reiterados de los grandes asientos en los pagos a la Corona y el contrabando. Los orígenes de la normativa esclavista, al no existir un ordenamiento legal completo sobre la esclavitud se han buscado en la legislación medieval sobre servidumbre. En realidad, la normativa relativa a la esclavitud se refirió sobre todo la las autorizaciones de introducción de esclavos y a los asentamientos, la percepción de derechos y negocios, pero no en mejorar la suerte de los infelices esclavos. La prohibición de introducir esclavos en Indias sin autorización del monarca, tuvo objetivos fiscales y políticos. La remisión a la normativa del Fuero Juzgo y a las Leyes de Partida de Alfonso X son inevitables, pero sin embargo, esa falta de normativa específica, llevó a que las situaciones fueran resueltas en forma casuística por los tribunales indianos, adaptando soluciones que estaban previstas para una situación jurídica, si bien similar, no idéntica. En efecto, las diferencias entre servidumbre medieval y la esclavitud reside fundamentalmente en la potestad de compra – venta de personas que caracterizan a ésta última. En la servidumbre personal, la relación entre el señor y el siervo, se basa fundamentalmente en una vinculación jurídica a partir de la propiedad de la tierra. Derechos y obligaciones para ambas partes nacen de esa vinculación. En la esclavitud indiana, si bien el esclavo no estaba desprovisto de todo derecho, la libertad como atributo de la personalidad estaba ausente. No obstante ello, justo es advertirlo, algunos derechos se les reconocía a los esclavos americanos, basados fundamentalmente en consideraciones de Derecho Natural. Así, se le reconoce al esclavo la condición de persona humana –al menos teóricamente-, ya que tiene alma. También tiene derecho a tener una familia y al buen trato de su amo, y la posibilidad de llegar a obtener su libertad. Uno de los rasgos de la normativa de los siglos XVI y XVII respecto a los esclavos, es que indica la necesidad de la instrucción religiosa y el buen trato. Sin embargo, tal como se advirtió, desde el punto de vista jurídico, el esclavo era considerado una “cosa”, pero sui generis, ya que su propietario no podía matarlo, ni mutilarlo ni herirlo, pero podía venderlo, donarlo, alquilarlo, cederlo, hacerlo objeto de embargo. Estos derechos reconocidos teóricamente, no alcanzaban obviamente para evitar algunos malos tratos que terminaron infligiéndose a estos desgraciados, aunque los señores preferían mantenerlos en buena condición para poder comercializarlos en condiciones ventajosas. Recién hacia 1789, la Corona, por Real Cédula del 31 de mayo, estableció un estatuto para la condición de los esclavos negros, en el cual se intenta mejorar la condición de los mismos y el trato debido por sus amos. Poco duró esta normativa, ya que ante las protestas hicieron que en el año 1794 se suspendiera la aplicación de la misma. Una de las características de esta forma de esclavitud era que se trataba de una condición “de por vida”, y que era hereditaria, transmitiéndose por la vía materna, de manera tal que el hijo de la esclava nacía esclavo y pertenecía al dueño de la madre. Podían adquirir esclavos tanto personas físicas como corporaciones. Entre las personas físicas, como no había limitaciones, tanto los podían adquirir los hombres blancos, como los indios e incluso los propios libertos. Entre las corporaciones, se incluía a las órdenes religiosas, las sociedades comerciales, las cofradías, los cabildos e incluso la Real Hacienda. LA ESCLAVITUD EN EL RÍO DE LA PLATA Contra lo que pueda pensarse, existieron esclavos negros en Buenos Aires desde su primera fundación. La capitulación de Don Pedro de Mendoza de 1534, lo obligaba a trasladar 200 esclavos negros hombres y mujeres provenientes de España, Portugal, Guinea y Cabo Verde. La capitulación le prohibía al Adelantado vender esos esclavos en otras regiones no pacificadas, pero Don Pedro, negoció y antes de partir, logró que se lo autorizara a vender esclavos en la región más conveniente. La primera venta pública de esclavos se realizó en Buenos Aires en 1539, cuando el tesorero Don García Venegas, el contador, Don Felipe de Cáceres y el Capitán Alonso Cabrera hicieron poner en almoneda pública a dos esclavos durante nueve días. Se otorgaba el plazo de pago de un año, aquí o en España. Pero quien primero hizo introducir esclavos con fines agrícolas, industriales y extractivas en el interior del país fue fray Francisco de Victoria, Obispo del Tucumán. Éste hombre impío, luego de encabezar una expedición comercial al sur del Brasil, además de mercadería y algunos sacerdotes, logró traer al actual territorio argentino unos 60 esclavos negros. Este Obispo se constituyó, por su parte en el principal contrabandista de esclavos del país. Hacia 1594, cada familia porteña poseía un esclavo negro con la introducción de 64 de ellos. Hacia 1601 los españoles de Chile solicitaron permiso para introducir esclavos por el puerto de Buenos Aires para trabajar en las minas por cuenta del Rey o para satisfacer necesidades de mano de obra. Luego de ello, se logró la conexión directa con el África y los mercaderes esclavistas recalaban directamente en el puerto de Buenos Aires. También eran traídos desde Brasil. La competencia que se hacía desde el Potosí, con la explotación de las minas, puso en alerta a los limeños, que protestaron ante la Corte, y lograron en 1594 se cerrara el puerto de Buenos Aires a la importación de esclavos y otras mercancías provenientes de Brasil, Angola, Guinea, o cualquier otra parte proveniente de Portugal. Poco duró la prohibición. En realidad, los portugueses tenían una larga tradición de explotación negrera, aun antes del descubrimiento de América, ya que habían tomado posesión de puntos estratégicos en la costa africana, y desde allí salían los buques cargados de esclavos para Europa. El comercio de esclavos, denominados “piezas” se pagaba con todo tipo de bienes además del metálico, tales como ganado, caballos, cuero y sebo. De viaje de vuelta, los buques negreros regresaban con oro y plata. Se daba la paradoja que los esclavos destinados a las minas del Potosí, fueron trasladados a las minas encadenados con cadenas, collares y candados elaborados por orfebres ingleses con la misma materia prima que se extraía de esas minas. En 1595 comenzó el sistema de asientos en Buenos Aires. El primero de ellos fue con el portugués Pedro Gomes Reynel, a quien se le autorizó a introducir 600 esclavos en este puerto. Hacia 1629, Felipe IV autorizó a su hermano, el infante Fernando, cardenal y obispo de Toledo, a introducir por el puerto de Buenos Aires 1.500 esclavos negros. Sin embargo, este permiso se extendió posteriormente hasta 1636, autorizándose a introducir 6.000 “piezas”, aunque se sabe que llegaron vivos alrededor de 4.000 esclavos. La Corona española celebra un contrato con traficantes de esclavos genoveses en 1662, y donde se habla de la condición que debían tener los esclavos introducidos: “negros de siete cuartas de altura como mínimo, que no fuesen ciegos, tuertos o tuviesen otros defectos. Los bajos y defectuosos eran computados como una parte variable de ella, de acuerdo al defecto” . La Audiencia de Buenos Aires efectuó varios reclamos para introducir en el Río de la Plata más esclavos, ya que se atribuía a la falta de ellos el abandono que por entonces tenían las estancias bonaerenses. Un momento significativo se da en 1680 cuanto los portugueses fundan Colonia del Sacramento en la Banda Oriental. Allí organizan el contrabando de esclavos hacia Buenos Aires. Como España carecía de bases africanas, -dice Titto-, estaba obligada a entregar la trata de esclavos a empresas o intermediarios extranjeros. Francia, Inglaterra, Holanda y otros países europeos utilizan Colonia para introducir negros del África. Francia no pudo cumplir con la introducción del cupo que pactó con la Corona española, limitándose a introducir sólo un 40% de lo acordado, ello, a pesar de negociar parte de los cargamentos con ingleses y holandeses. A consecuencia de los tratados de España con Inglaterra como resultado de la Paz de Utrecht, a partir de 1713, comenzó la introducción sistemática de los esclavos por Inglaterra. Hubo mucho contrabando y corrupción, porque el soborno a las autoridades estaba a la orden del día, así como la falta de controles y las violaciones a las condiciones autorizadas. Pero el problema que preocupaba más a la Corona, no eran éstos, sino la falta de pago de derechos que implicaba la introducción de esclavos por parte de portugueses, franceses y holandeses. La compañía inglesa dejó de funcionar en 1750, lo que acarreó la necesidad para la Corona de proveer nueva mano de obra negra. Entonces, los Borbones trataron de de liberar paulatinamente el tráfico de esclavos mediante la creación de compañías de comercio, como la de Filipinas (1785), y luego la sanción del Reglamento de Libre Comercio de 1778 y la Real Cédula de 1791, que liberaba el tráfico de esclavos a cambio de la salida de frutos del país. Los esclavos negros introducidos en el Río de la Plata provenían en su mayoría del África, y sólo a partir de 1750 este tráfico fue reemplazado gradualmente por esclavos de raza negra de segunda o tercera generación, introducidos por los esclavistas portugueses desde el Brasil. Normalmente tenían sus orígenes en el Congo y en Angola, ya que se consideraba que estos hombres eran más fuertes y dóciles. En el Río de la Plata, alejado de las grandes explotaciones mineras, la vida del esclavo dedicado a tareas rurales y domésticas, estuvo dotada de ciertas singularidades. No obstante ello, sus funciones cambiaban de acuerdo a la zona o provincia en donde estaban destinados, debido a las singularidades del tipo de explotación. ¿Qué función cumplían los negros en el campo rioplatense? En realidad, todas las funciones posibles en una economía agraria. Se los observa participando tanto en tareas temporales como permanentes, especialmente en la siembra y cosecha de trigo, en el manejo de los rodeos, en la doma de potros. Sin embargo, y curiosamente, la función más típica del negro esclavo en la estancia rioplatense fue la de desempeñarse como capataz, lo que implicaba una situación de autoridad, aun respecto a peones libres. Incluso la vivienda entregada a los esclavos solía ser más sólida y amplia que las de los peones libres, y estaba rodeada de mayor privacidad. Algunos señores permitían que los esclavos negros tuvieran su propio ganado y cultivar alguna parcela para su manutención y la de su familia. Incluso podían algunos vender sus excedentes en el mercado y hasta se les permitió tener marca de ganado propia. Algunos estancieros, corrían con los gastos completos de vestimentas y alimentación. Se los proveía de raciones de tabaco, yerba, papel e incluso a veces de dinero. Por supuesto que todo ello variaba de estancia en estancia y caso por caso. Y no ha de creerse que el uso de esclavos negros era patrimonio exclusivo de los laicos. Por el contrario, se los encuentra trabajando para la Compañía de Jesús en la estancia de San Ignacio de las Temporalidades de Santiago del Estero y también en las estancias de la Compañía en Córdoba, Tucumán y Catamarca, en donde desarrollan todo tipo de funciones, pero se especializan en labores artesanales. En Córdoba, en la Estancia Jesuítica de Santa Catalina, se desempeñaban como obrajeros, capataces, pastores, carpinteros, herreros, albañiles, peones, hortelanos, racioneros, bataneros, zapateros, ladrilleros, canilladores y cocineros. En general, la alimentación en la estancia colonial bonaerense era mejor que la que se les proporcionaba a los esclavos en las haciendas azucareras del sur de Brasil: contaba con una buena dosis de proteínas, ya que la carne era el alimento natural del hombre de la pampa. En la región de Cuyo, los esclavos comían charqui, pan, maíz, pescado y a los enfermos se les suministraba carne de carnero. Los esclavos negros rurales tenían una vestimenta indiferenciada respecto de los hombres libres, con la indumentaria propia del hombre de campo de la época, con calzones, ponchos, sombreros, camisas y a veces chaquetas. Se ha señalado, que incluso la indumentaria fue empleada como una manera de incentivar su lealtad y premiar su productividad. Como sea, el esclavo negro rural montaba a caballo y le era permitido tener facón para sus tareas habituales y su defensa personal. Pero todas estas concesiones no pueden hacer imaginar que la vida del esclavo era fácil en el campo pampeano. Por el contrario, al igual que los peones libres, tenían trabajos muy duros sobre todo en la época de cosecha. En esta época las tareas comenzaban a las cuatro de la mañana. A la media hora debía servirse el primer mate. Luego trabajaban toda la mañana hasta aproximadamente las once, hora en la que podían retirarse a descansar por media hora. Luego del reinicio de las labores, normalmente se servía la comida y después generalmente eran autorizados a dormir una siesta de dos horas. Según la reglamentación del Virrey Cevallos, los días de trilla no había siesta, para aprovechar al máximo las brisas del estío. Para la cosecha se utilizaban hoces y horquillas para la trilla. La tarea finalizaba durante esta época una hora después de la puesta del sol. Advierte Ciro René Lafón, que sin embargo, en las tareas de estancias de cierta notoriedad, los esclavos negros eran preferidos para los trabajos permanentes, mientras que los contratados para las tareas estacionales, como para el rodeo y para la yerra, eran criollos, mestizos o mulatos, “pobladores” de las estancias conocidos como “agregados”. En algunas viejas estancias, que habían sido de los jesuitas, -sigue diciendo éste autor-, como el campo de la Hermandad de la Caridad de Buenos Aires, tenían todo su personal de peones, puesteros, y capataces de origen africano, pero en su orfelinato, sólo recibían huérfanos “de sangre pura”. En el ámbito urbano, el esclavo tenía un trato doméstico, y en general, se reconocía el buen trato que les dispensaban las familias. Un testigo privilegiado de la sociedad colonial fue un oficial integrante de las invasiones inglesas, el cual dejó su testimonio en una descripción publicada en Londres: “Buenos Aires y el Interior” de Alejandro Gillespie: “ Ese trato social que se nos brindaba, nos daba ocasión de observar las maneras y los usos de diferentes familias, y como la naturaleza humana es intrínsecamente la misma a través de las edades y no participa de las modas pasajeras de cada generación sucesiva, puede presumirse que cualquier delineamiento sobre las primeras puede muy propiamente colocarse en tiempo presente y no en pasado. Entre los más amables rasgos del carácter criollo no hay ninguno más conspicuo y ninguno que más altamente diga de su no fingida benevolencia, que su conducta con los esclavos. Con frecuencia testigo del duro tratamiento de aquellos prójimos en las Indias Occidentales, de la indiferencia total a su instrucción religiosa allí prevalente, me sorprendió instantáneamente el contraste entre nuestros plantadores y los de América del Sur. Estos infelices desterrados de su país, así que son comprados en Buenos Aires, el primer cuidado del amo es instruir a su esclavo en el lenguaje nativo del lugar y lo mismo en los principios generales y el credo de su fe. Este ramo sagrado se recomienda a un sacerdote, que informa cuando su discípulo ha adquirido conocimiento suficiente de catecismo y de los deberes sacramentales para tomar sobre si los votos del bautismo. Aunque este proceso en lo mejor debe ser superficial, sin embargo tiene tendencia a inspirar un sentimiento de dependencia del Ser Supremo, obliga a una conducta seria, tranquiliza el temperamento y reconcilia a los que sufren con su suerte. Hasta que se naturalizan de este modo, los negros africanos y su hermanos nacidos en América son estigmatizados por el vulgo, como infieles y bárbaros. Los amos, en cuanto pude observar, eran igualmente atentos a su moral doméstica. Todas las mañanas antes que el ama fuese a misa, congregaba a las negras en círculo sobre el suelo, jóvenes y viejas, dándoles trabajo de aguja o tejido, de acuerdo con sus capacidades. Todos parecían joviales y no dudo que la reprensión también penetraba en su círculo. Antes y después de la comida, así como en la cena, uno de estos últimos se presentaba para pedir la bendición y dar las gracias, lo que se les cumplían con solemnidad...” Como detalle curioso, transcribiremos algunos anuncios de “El Telégrafo”, citados por Lafón : Así el día 4 de marzo de 1804 se avisa: “Don Juan José Ballesteros vende un matrimonio con un hijo que tiene 22 días de edad, y sus padres de 18 y 19 años en 850 pesos fuertes, todos tres, y separados, el padre Negro en 400 pesos, y la Negra con el hijo en 450 pesos fuertes; aquel es cocinero y ésta sabe lavar, planchar, coser regularmente, guisar e hilar, son sumamente fieles y no tienen enfermedad alguna. Igualmente vendo un negrito como de 10 años más o menos, en 250 pesos fuertes, que ha tenido ya viruela y sarampión, y no tiene enfermedad alguna”. El día 14 de marzo de 1802, se publica el siguiente aviso: “Don Alonso de Quesada vende una parda, de estado casada y 25 años de edad, buena para todo servicio, en 350 pesos”. Don Juan Paz anuncia que ofrece a “Patricio, negro sastre de a caballo, de edad de 34 años y marido de Dolores, negra de 26 años, tejedora de lienzos, ponchos y bayetas, se venden en 625 pesos ambos, previniendo que la criada entiende bastante de cocina…” En el Río de la Plata, si bien abundó en el siglo XVIII la justificación económica de la esclavitud para mantener las labores en tierras americanas, hacia fines de ese siglo, la situación iba progresivamente cambiando, transformando al esclavo en un trabajador rural, y a un servidor, en muchos casos querido –aunque mirado con menosprecio-, dentro de las familias urbanas. El “acriollamiento” de los esclavos, mediante el proceso de mestizaje, y el acceso cada vez más amplio a la Justicia, hizo cada vez más claro en las mentes de los pensadores y los juristas, que la esclavitud constituía una injusticia, si bien no desde el punto de vista del derecho positivo, si desde la perspectiva del Derecho Natural. Como mencionamos más arriba, uno de los pocos derechos que la normativa les reconocía a los esclavos era poder recuperar su libertad. A estos hombres se los llamaba “libertos”, pero su condición social y jurídica no era la misma que la de los hombres libres. Estaban obligados a trabajar y vivir con “amos conocidos”, y en el caso de no tener oficio, debían trabajar en las minas si vivían en zonas en donde aquellas se explotaban. A los libertos no se les permitía usar armas ni formar parte del ejército, salvo en los últimos años de la dominación española, debido a la ausencia de tropas originarias de la península. Se les impedía incluso el acceso a las primeras letras y por supuesto tampoco podían tener grados académicos y universitarios ni acceder al sacerdocio, pero si se los admitía en las órdenes menores. Tampoco se les permitía deambular libremente por las noches, y las mujeres tenían prohibido usar joyas y sedas. A pesar de su condición, se mantenían sujetos a castigos corporales en caso de faltas y contravenciones, las cuales no fueron extrañas en los años del Buenos Aires colonial. Esta situación de discriminación y semilibertad, produjo múltiples inconvenientes, entre los cuales corresponde mencionar el auge de la prostitución como un medio para llegar a la cifra estipulada cuando el trabajo no rendía. Hacia 1797 un Alcalde pide al Cabildo de Buenos Aires “que prohíba a negras y a mulatas vender pasteles, empanaditas y otras golosinas en la llamada Plaza Nueva, porque resulta que se quedan hasta muy tarde a la noche haciendo compañía a peones santiagueños y a mal entretenidos”. La condición de liberto se transmitía, a diferencia de la esclavitud, tanto por vía paterna como materna, y continuaba hasta el desvanecimiento del color de la piel, lo que llevaba a los libertos a procurar el mestizaje con mujeres blancas. En 1795 la Corona admitió que ciertos esclavos (pardos y quinterones) fueran dispensados de tal condición pagando una determinada suma. Este proceso se llamó “coartación” y permitía al esclavo alcanzar su libertad mediante una suma de dinero, pagada a veces a plazos. Este tipo de contratos contemplaba, en ocasiones a una tercera persona, que era depositaria parcial del esclavo hasta el momento en que se terminaba de pagar el precio. El esclavo podía alcanzar su libertad de otras diversas formas, entre las que mencionan: La manumisión, que consistía en la liberación espontánea concedida por el amo, ya sea expresa o tácita, consintiendo, a sabiendas, ciertos actos impropios del esclavo, como contraer matrimonio con una mujer libre, instituirlo heredero o darle el carácter de tutor de sus hijos. A veces la manumisión se disponía debido a la ancianidad o enfermedad, ya que causaba grandes problemas para el amo. Para ejercer la manumisión expresa normalmente se requería los servicios de un escribano. Las llamadas manumisiones graciosas, no fueron extrañas. El testamento fue el medio más usado, normalmente por imperativos religiosos antes de la muerte. El objetivo de estos actos de última voluntad era premiar la lealtad de un esclavo, o sus buenos servicios, o la liberación de un hijo tenido con una esclava, o simplemente no cargar a la familia con la manutención de un esclavo viejo. En otras ocasiones se recurría a la manumisión condicionada, estableciendo que el liberto se mantuviera sirviendo una serie de años a favor del manumitente o de su familia, bajo apercibimiento de ejecutar una cláusula resolutoria. Estas cláusulas resolutorias podían provenir también del ejercicio de un mandato, como la obligación de “mandar decir las misas anuales que se disponen”, caso contrario el albaceas o los herederos podrían obligar al liberto a cumplir y de no hacerlo “se repute la cláusula por de ningún valor volviendo a su antigua esclavitud.” Asimismo, la manumisión podía provenir de un acto que contenía una cláusula suspensiva, condicionando el principio de la libertad del esclavo a que se cumplieran previamente ciertas circunstancias: “hasta mi muerte”, o “hasta la muerte de mía y la de mi esposa”, “hasta la mayoría de edad de mis hijos”, etc. También podía el esclavo comprar su libertad o rescate, abonando al dueño el mismo importe que había pagado al adquirirlo. Parece ser que desde mediados del s. XVIII se hizo costumbre, el derecho del esclavo a comprar la libertad pagando en cuotas o mediante el ahorro periódico. Asimismo, no era raro que negros libertos compraran la libertad de sus hijos. Por haber sido objeto la esclava de abuso deshonesto por parte de su amo. Cabe mencionar que una de las preocupaciones, no tanto desde el punto de vista humano, sino comercial, fue que los propietarios de esclavos no procrearan con sus esclavas, constituyendo verdaderas fábricas de esclavos, lo cual arruinaría el negocio del cobro de derechos por parte de la Corona. El abandono en la infancia, vejez o enfermedad por parte del amo, era otra causal de extinción de la condición de esclavo, ya que la tradición y las normas sobre servidumbre de origen medieval, indicaban que el amo debía proveer lo necesario para auxiliar a su esclavo en situación de desvalido, proveyéndolo de lo necesario mientras durara su incapacidad laboral. También no fue extraño que se dispusiera la liberación de un esclavo por actos meritorios para el rey o para el reino, siendo declarado así expresamente y reintegrándole el precio al dueño por parte del erario público. Las Invasiones Inglesas fueron un claro ejemplo de ello, por la sobresaliente actuación de los esclavos negros durante esas jornadas, a consecuencia de lo cual se dispuso la liberación de algunos de ellos. Lafón, citando al “Diario de un soldado”, menciona que el 12 de noviembre de 1807, “se formó en la Plaza Mayor un tablado para el sorteo de 13 esclavos libres entre 800 que éstos se singularizaron de la defensa de esta Capital del 2 al 5 de julio según han acreditado por medio de certificados de sus jefes y han abonado 250 pesos por esclavo que les tocó la libertad, para sus amos. Asimismo asistieron al sorteo dos generales y el Pleno Cabildo, con dosel, que debajo estaban colocados los retratos de nuestros monarcas. Asistió a este solemne acto los negros formados y tres cuerpos sobre las armas formando cuadro para solemnizar la función.” La decisión del Cabildo de Buenos Aires, tuvo en cuenta que la actuación de los soldados negros fue destacada durante las invasiones inglesas: “es notoria la energía y valor con que los esclavos acometían al enemigo”. Además de recurrir al sorteo al que nos hemos referido más arriba, también dispuso el Cabildo la libertad de “aquellos esclavos que resultaron mutilados e inútiles para el servicio pagando a los amos el precio de su valor”, disponiendo incluso que “…se les contribuya para su subsistencia la pensión mensual de seis pesos…” Al parecer en el Río de la Plata no fue extraño que se produjeran liberaciones por manumisión o por compra o rescate por parte del esclavo, e incluso, por declaración de libertad de vientres, por la cual el amo disponía que el hijo de la esclava no siguiera la condición de la madre. También en algunas oportunidades, los esclavos obtuvieron su libertad mediante la institución del derecho de asilo. En el Río de la Plata, en ocasión de la lucha contra los portugueses por la Colonia del Sacramento, en 1762 y 1770, el Virrey Cevallos decretó el derecho de asilo de los esclavos apresados que eran propiedad de portugueses, adquiriendo así el derecho a ser liberados. Más adelante, y ya instalados los gobiernos patrios, las Provincias Unidas recurrieron al sistema de “guerra del corso”, estableciendo como una de las obligaciones de los capitanes corsarios argentinos, el dar libertad a los esclavos de los buques y lugares que atacaban. LOS PREJUICIOS Y LAS CASTAS Cabe preguntarse, ¿cómo pudieron las coronas europeas, que se hacían llamar a sí mismas “cristianas” y “católicas”, llevar a cabo durante algo más de tres siglos, el comercio negrero, sin que la población y las autoridades eclesiásticas reaccionaran? Obviamente, hubo quien, como se mencionara oportunamente, planteó la injusticia y denunció este estado de cosas. Pero la realidad, es que además de las razones económicas que hacían conveniente la explotación de los negros africanos, se había instalado un gran desprecio por la condición humana de estos seres. España estableció pronto un sistema de “castas”, basado en la supuesta superioridad de la raza blanca. En el siglo XVIII el Licenciado José Lebrón y Cuervo, realiza una detallada descripción de estas castas, pero no ha de creerse que sólo se trató del esfuerzo intelectual: las mismas se vieron reflejadas en las actas del Cabildo de Buenos Aires, y en Pragmáticas y Reales Cédulas. Sólo así, no sólo por la normativa, sino por el prejuicio que se hizo carne en la población española, fue posible mirar hacia otro lado y justificar este comercio vil. La justificación de la supremacía española en América, se basó en un sistema de castas sostenido en tres grupos principales: los blancos, los indios y los negros. De esos grupos se derivaban los demás: mulato, mestizo, zambo, tercerón cuatralbo, zambaigo, tresalbo, mulato prieto, zambo prieto, y cuarterón. Encima estaban, obviamente los españoles peninsulares, considerados de sangre pura. Luego venían los españoles americanos, conocidos como “criollos” que eran descendientes legítimos de padre y madre española, pero a quienes se le concedían menores derechos que a los primeros. La mezcla de razas era una mácula. Es decir, esos hombres y mujeres eran considerados de sangre impura o “manchados”. La sangre india manchaba por tres generaciones, pero la sangre negra manchaba “por toda la eternidad”. La unión de español con india daba lugar al mestizo, de español con mestiza al castizo. La mezcla de español con castiza, nuevamente producía un español (pero su origen siempre era tenido en cuenta). La cruza de español con una negra, daba lugar a un mulato, con una mulata, al morisco. Con morisca al albino, Con albina, negro torna atrás. Indio con mestiza era denominado coyote. Negro con india, lobo. Lobo con india, zambaigo. Indio con zambaiga, albazarrado. Indio con albazarrada, chamizo. Indio con chamiza, cambujo. Indio con cambuja, negro torna atrás con pelo liso. Otra clasificación más simple distinguía: Mulato: (proviene de la asimilación con el yeguarizo híbrido mula, cruza de burro y yegua), y que era la cruza entre blanco y negra o negro y blanca. Tercerón: cruza entre blanco y mulata o blanca y mulato. Cuarterón: cruza entre blanco y tercerona o blanca y tercerón. Quinterón: cruza entre blanco y cuarterona o entre blanca y cuarterón. Zambo: cruza de negro con india o de indio con negra. Zambo prieto: era aquel que tenía un color negro más intenso dentro de los zambos. Salto atrás: cuando un hijo era más negro que sus padres. Sin embargo, las divisiones no eran tan significativas como en las castas indúes, porque en realidad, no había una justificación religiosa, sino sólo un prejuicio social (y la conveniencia de que este sistema se mantuviera de esa forma). La clase alta, medía su posición por la blancura de su piel y por la antigüedad de su adhesión a la fe Católica. Tan sólo en último término, en la riqueza. Los negros libertos, en cuanto podían, trataban de salir de esa condición y es seguro que el mestizaje fue uno de los medios de elevación en el medio social. Tal vez a ese intenso proceso de mestizaje, junto con las guerras por la independencia y civiles, así como a las epidemias, se deba el misterio de la ausencia de raza negra en la Argentina actual. Contra la creencia generalizada, instalada luego de la gran inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la mayoría de la población argentina de la época colonial tenía un color de tez “café con leche oscuro”, como lo señalan los genealogistas Diego Herrera y Carlos Jáuregui Rueda. Esta situación de gran discriminación, conspira contra la labor de los historiadores y etnógrafos, ya que se trataba de ocultar ante los censos y labores de relevamiento toda vinculación con un origen o parentesco negro, razón por la cual no se tiene un número exacto de los habitantes negros de la Buenos Aires de principios del siglo XIX. A ciencia cierta, se sabe que en 1807 había en Buenos Aires unos 6.650 negros y mulatos, 347 indígenas y 15.078 blancos. Esto eleva el porcentaje de afros censados del 26,2% de la población. Sin embargo se debe consignar que el 13% de la población no pudo ser ubicada. En 1810, año del nacimiento de la Patria, en Buenos Aires había unos 9.615 negros y mulatos, pero tan solo 150 indígenas y 22.793 blancos. Ese año entonces el porcentaje de esclavos o descendientes de los mismos ascendía al 29,53% de la población censada. En ciudades del interior, el porcentaje de negros y mulatos llegó a ser muy superior, como por ejemplo en Tucumán, que llegó a ser del 64%, del 54% en Catamarca y el 46% en Salta, lo cual era más o menos el promedio del resto de las provincias. Explica Schávezon, que por ser un puerto de entrada del comercio negrero, Buenos Aires llegó a tener una cantidad temporal de habitantes negros muy superior a los de la propia raza blanca, equivalente a tres africanos por cada blanco, criollo o indígena juntos. Estamos hablando de fines del siglo XVI, en donde la ciudad no llegaba a los 500 habitantes, pero se introducían promedio 1.000 esclavos al año, llegando incluso a subir esa cifra en algunos años a los 1.400 esclavos. Una de las formas de liberarse del estigma de la esclavitud, no tanto de la institución, sino de la discriminación social, fue el ejercicio de la milicia. Como comentamos, no son pocos los esclavos que tuvieron un desempeño distinguido en las armas durante el período colonial, y después de 1810. El uso del uniforme les permitía acceder al “honor”, ser reconocidos, lavar con su sangre la mácula de la esclavitud. Desde 1590 los esclavos de Buenos Aires formaron parte de las fuerzas coloniales de infantería, pero conformando unidades consideradas “de apoyo”, eran considerados los regimientos de castas.. Hay constancia que en 1664, la Guarnición de Buenos Aires integraba en forma “oficial” a negros y mulatos. En 1778, el quinto de las fuerzas de defensa de Buenos Aires estaba integrado por los varones de las castas. Hacia 1807, luego de la primera invasión inglesa, el Cabildo integró un cuerpo integrado exclusivamente por esclavos, para los cuales se dispuso que quienes se distinguieran en acción, el premio sería la libertad, ello, sin perjuicio del derecho a compensación económica de sus amos. Bajo inspiración de Liniers, en junio de 1807, el cuerpo de Pardos de Infantería estaba integrado por nueve compañías, cinco de pardos, dos de negros, dos de indios. El cuerpo de Pardos de Artillería, se formaba con cuatro compañías de pardos, dos de negros y dos de indios. Del total de las fuerzas de la defensa de Buenos Aires, se consigna que 876 eran esclavos que formaban parte de los regimientos de castas. No obstante reconocer el valeroso desempeño de los esclavos y libertos en la defensa de Buenos Aires, secretamente el Cabildo estaba preocupado por desarmar los cuerpos de esclavos, temiendo una sublevación. Tampoco fue ajena la discriminación de la que hablamos a la hora de repartir las pensiones a los inválidos, viudas y huérfanos de los caídos en combate: mientras a los españoles y criollos blancos se les otorgaba 12 pesos, los negros, pardos y morenos, sólo recibían la mitad. La política también fue alcanzada por la discriminación del color de la piel. Se comentaba en Buenos Aires que con ocasión de la selección de los candidatos a formar el Primer Triunvirato, Bernardo de Monteagudo, -distinguido periodista, escritor y patriota-, resultó excluido porque se sospechaba sobre la pureza de su raza blanca. Curiosamente, parece que quien insistió en este argumento fue Bernardino Rivadavia, de quien se sabe era descendiente de africanos. No obstante la deuda de gratitud que debemos a los miles de soldados morenos que participaron de las acciones que le dieron la libertad a nuestra Patria, durante mucho tiempo, los historiadores trataron de minimizar la participación de éstos en los sucesos de la independencia. Tan sólo algunos ejemplos para mostrar la lealtad, tal el caso de la historia de Falucho, el “negro de San Martín”. Incluso se ocultó durante mucho tiempo el color de la piel oscura de Juan Bautista Cabral, soldado cuya muerte evitó la pérdida de la vida de quien llegaría a ser el Libertador de Sud América, hecho que por todos es sabido, ocurrió en ocasión del Combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813. Un día antes, la Asamblea General Constituyente, reunida en Buenos Aires, había legislado la Libertad de Vientres. Relata Norberto Galasso, que “Juan Bautista Cabral sería hijo natural de don José Jacinto Cabral y Soto y de la morena Carmen Robledo. Ella, luego, casó con el moreno Francisco, que llevaba el el apellido Cabral, por ser servidor de esa antigua familia. Quizás, por esta razón algunas fuentes lo dan como hijo de la esclava Carmen y del esclavo Francisco, esclavo él también, pues su nacimiento es anterior a ley de libertad de vientres, y de raza negra.” La discriminación obviamente no terminó ni con la libertad de vientres, ni con la igualdad teórica o declamada, y ni siquiera después de la sanción de la Constitución de 1853. Las prevenciones continuaron, porque la raza negra y sus descendientes siguieron formando parte de las clases más bajas de la sociedad. Las levas de tropas tuvieron a los negros integrando todos los ejércitos de la Patria en todos los conflictos en los que se vio involucrada. Cuando cayó Rosas, las tropas que ingresaron en Buenos Aires se ensañaron especialmente con los hombres de raza negra, a los cuales se los identificaba con el Restaurador. La epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires a mediados del siglo XIX los contó entre las principales víctimas. Hacia principios del siglo XX, los últimos representantes de los afroargentinos eran parte de la marginalidad a la que los había sometido la sociedad. EL ESCENARIO PREVIO A LA ASAMBLEA DEL AÑO XIII Sin lugar a dudas, una de las medidas más trascendentes de la Asamblea del Año 1813, fue haber decretado la “libertad de vientres”. Como veremos, no se trataba de un acto aislado, ni siquiera original, sino que estaba impulsado no sólo por los aires de las nuevas ideologías libertarias que impulsaron la Revolución Francesa, sino por las luchas entre monarquistas y liberales de la propia península hispánica. Lo cierto, es que la medida adquirió alcances verdaderamente revolucionarios, pegando en el centro del control económico del poder español en América, y permitiendo desmantelar, aunque sea parcialmente, un sistema injusto, que agraviaba a la propia naturaleza humana. La misma Asamblea que derogaba la existencia de títulos de nobleza o prerrogativas de sangre o nacimiento, no podía, si era coherente, mantener incólume el sistema de la esclavitud. Sin embargo, la medida tenía que ser progresiva, porque un decreto de libertad inmediata hubiera aparejado el descontento de buena parte de la población, cuyos servidumbre era mayoritariamente esclava, además de afectar en forma directa gran parte del sistema económico, generando revueltas y paralización de actividades, tanto en las industrias incipientes de velas, textiles y cueros y otros productos, como en la actividad del campo, la cual, como vimos, dependía en gran medida de los hombres de color. Hacia 1802, el Procurador de Pobres de Buenos Aires, sostenía: “el derecho de esclavitud es un derecho sumamente odioso, que los hombres por la servidumbre perdiendo su libertad natural y civil, se hacen unos miembros muertos en la República sujetos enteramente en sus acciones al señor”. No era fácil sustituir un sistema productivo basado en mano de obra barata, sobre todo si ese sistema se encontraba “legitimado” en la sociedad por el prejuicio generalizado de la inferioridad de la raza negra, y el establecimiento, como vimos, de un sistema de castas fundado en la blancura de la piel y en una pretendida pureza de sangre. En la España convulsionada por el dominio napoleónico, el establecimiento de juntas fue precedido de revueltas en las que participaron activamente buena parte de los estratos más bajos de la sociedad. Las actas de constitución de las juntas y las proclamas en las que justificaron su nacimiento, aluden en forma reiterada al desorden que se deseaba evitar y que se traducía en una “terrible anarquía”. La ira popular, si bien usaba como excusa la presencia de los franceses, se dirigía en su mayoría contra los propios españoles de clases más acomodadas. En América, la situación con las clases más bajas había sido similar. En 1809, al conocerse en Cuba la noticia de la capitulación de Madrid ante Napoleón, se produjo un alzamiento popular, sobre todo encabezado por esclavos y siervos que habían escuchado los comentarios de sus amos. El 21 y 22 de marzo de 1809, grupos formados por el pueblo bajo, “plebe compuesta de esclavos y gentes sin hogar”, comenzaron a perseguir a los extranjeros en las calles de La Habana, llamándolos “franceses” y “Napoleón”. Se unieron muchos negros y empleados domésticos y de la Factoría de Tabacos. Comentaba el Administrador de Correos de La Habana, que “no conformes con acosarlos y humillarlos,” “la turba de negrillos” les lanzaban piedras y entraban en casas de los comerciantes franceses y las saqueaban. El griterío se desplazó a los barrios extramuros, atacando la turba los barracones de un francés. “La turba se había incrementado con porciones de negros carretilleros, aguadores y otros esclavos escapados de sus amos, gritando viva Fernando VII y mueran los franceses”. Los ataques siguieron sobre los españoles conocidos como colaboradores de los franceses. De manera tal, que para 1813, incluso para la Primera Junta en 1810, había suficiente evidencia de que debía regularse el uso de la fuerza, y una acción descomedida que incitara a las clases más bajas de la sociedad, podía convertir a Buenos Aires en una verdadera anarquía. Las medidas a adoptarse debían tener la suficiente prudencia para no generar caos y cambiar el eje del poder: los criollos deseaban estar al mando de la situación, y ese poder no lo querían compartir con los sectores más bajos de la sociedad y mucho menos con grupos de esclavos transformados en grupos de poder, tal como había sucedido en Haití. Como dijimos más arriba, la libertad de vientres no era una medida desconocida para 1813. Era un recurso habitual para otorgar la libertad, pero en forma individual, generalmente por testamento o por escritura, en donde el amo, decretaba la libertad de los descendientes de un servidor (en muchos casos, porque se trataba de hijos propios nacidos de una esclava). Sin embargo, no se había decretado en el Río de la Plata en forma masiva bajo el impulso de una norma. El antecedente más cercano, y de carácter revolucionario y normativo, se había producido en Chile, que decretó la libertad de vientres el 15 de octubre de 1811, bajo la inspiración de Manuel de Salas Corbalán, quien era un destacado pensador chileno, hijo de una familia aristocrática, que en su juventud había viajado a Europa. Allí abrazó al calor de las lecturas los idearios de la ideología liberal, sobre todo inspirada en los grandes pensadores de la ilustración española y en especial por el pensamiento de Francisco de Miranda, el sueño de luchar por la educación y la libertad de los hombres. Años después, y también en gran parte por su inspiración, Chile decretó la libertad de los esclavos (1822). También, y de forma no menor, estaba la necesidad de los patriotas de contar con tropas frescas para enfrentar el poder del ejército español, para lo cual la leva obligatoria de los libertos, fue fundamental para conformar los cuerpos de los ejércitos libertadores. Pensadores como Mariluz Urquijo, han señalado que “…la emancipación coincidió con un franco retroceso del régimen esclavista[…] el humanitarismo iluminista censuraba la servidumbre del hombre por el hombre”. Destaca este autor, además, que en la sociedad rioplatense, el esclavo no cumplía una función económica especial, la mano de obra esclava podía ser una solución inmediata pero no apta para el futuro. Hasta las mismas instituciones y periódicos reflejaban una conciencia anti esclavista con anterioridad a 1810. Como medida previa, en 1812 el gobierno revolucionario prohibió el tráfico de buques negreros, disponiendo en el artículo tercero que los barcos negreros que arribaran al puerto de Buenos Aires serían confiscados, los esclavos declarados libres y ocupados en tareas útiles para el gobierno. LA ASAMBLEA DECLARA LA LIBERTAD DE VIENTRES El niño nacido de madre esclava era considerado esclavo, ello, en virtud de que conforme a la legislación española, de acuerdo a la Partida IV, “el parto sigue al vientre”. Señeramente, la libertad de vientres fue la primera medida que adoptó la Asamblea, ni bien se hubo instalado. Como un símbolo, como una indicación de la impronta revolucionaria que iba mucho más allá de la intención de sustituir el poder del monarca por otra elite ilustrada. En esta medida legislativa, por más que algunos puedan ver en ella algo más simbólico que efectivo, se encuentra la identificación del nuevo espíritu republicano. El romper cadenas, el dar a cada hombre su condición de ciudadano, aunque en la práctica la medida se encontrara con muchos obstáculos y prevenciones, se puede decir, se revela el verdadero espíritu que transformó a Mayo, de un mero golpe de mano, en una verdadera revolución que nos llevaría a la libertad. La analogía de la condición de la sociedad rioplatense con la esclavitud surge sin ninguna duda en las páginas encendidas de “El Redactor de la Asamblea”. Así, en su primer número puede leerse: “Si hubieramos de calcular los designios de la naturaleza por el resultado práctico de los sucesos humanos, seria preciso suponer que la esclavitud era el dogma mas análogo a nuestro destino, y que él debia ser la única base de la primeras combinaciones de un legislador. Pero aunque el quadro del universo no ofrece por todas partes, sino un grupo de esclavos envilecidos por la servidumbre, ó acostumbrados yá á la tiranía: y aunque los esfuerzos de las almas libres, al fin, al fin, solo han servido de trofeos al despotismo, presentando en la historia de los pueblos una constante alternativa de gloria y degradacion; sin embargo, la libertad existe en los decretos de la naturaleza, y por su origen es independiente de todas las vicisitudes de los siglos. Ni los peligros que han sufrido hasta hoy la libertad, ni el progresivo envilecimiento de las repúblicas antiguas y modernas, ni la universal conjuracion del mas fuerte contra el mas debil, prueban otra cosa que las leyes á que está sujeto el gran sistéma de la naturaleza. Condenado el hombre á no encontrar la felicidad, si no al traves de los peligros é infortunios, es forzoso que pase por la alternativa del bien y del mal, siendo á las veces víctima de su propia debilidad, ó de las pasiones de sus semejantes. Así es que lejos de mirar con sorpresa el despotismo sentado sobre el sobre el trono de sus crímenes, admire mas la duracion procelosa de la libertad, porque en ella veo la imagen de la virtud triunfante, y en aquel encuentro el quadro natural de la degradacion de los mortales. Á menos que se olviden estos principios, nadie extrañara que los esfuerzos del nuevo mundo por su independencia hayan sido combatidos, no solo por sus antiguos opresores, sino tambien por gran parte de los mismos oprimidos. Era necesario que los anales de nuestra revolucion no desmintiesen las verdades que justifica la historia de todos los pueblos; y aun era consiguiente que el fuego de la libertad encendiese primero las pasiones antes de inflamar el espiritu público...” Estas páginas, son sin duda alguna una fiel demostración del pensamiento de la época, en donde “las luces” intentaban iluminar el retorno a las leyes naturales, a la intrínseca dignidad de la individualidad humana, pero más aun encender con su predica el espíritu de toda la sociedad. Por eso, no muestran ningún pudor al exclamar que la medida es digna de memoria para las generaciones futuras. Al hacer referencia a la sesión del día 2 de febrero de 1813, dice el Redactor: “El día 31 de enero de 1813 durará en la memoria de la posteridad, mientras hayan almas virtuosas que aprecien las emociones de la gratitud, y recuerden los acontecimientos preventivos de su suerte. Ni el peso enorme de los tiempos, ni el trastorno de las revoluciones periodicas del globo borrarán de la historia esta época venturosa; y sea cual fuese el destino de las generaciones venideras, ellas recordarán este digno exemplo, ó para sacudir el yugo que las oprima, ó para cantar himnos á la libertad en el templo de la fama. entonces verán con religiosa admiracion los primeros conatos de un zelo filantrópico, y arrastrados por la autoridad del tiempo admirarán con entusiasmo, antes de aplaudir con reflexion. Apenas recuerden el periodo feliz en que nos hallamos, verán que suspendiendo el curso de la revolucion aparece constituida una autoridad, que consagra sus desvelos al orden, á la justicia, á la igualdad, y al bien comun de sus semejantes. Este es el sello que distingue el exórdio de sus augustas deliberaciones, y para justificar esta verdad, basta entrar en el exámen de aquellas. Después de instalada la Asamblea, y expedidos los decretos preliminares que reclamaba el decoro público de su solemne apertura, nada pudo disputar la preferencia que daba su zelo á el digno objeto de la sesion del 2, en que acordó la libertad de los que naciesen en el seno de la esclavitud desde el 31 de enero inclusive adelante. Parece que la providencia consultando la inmortalidad de las acciones que honran á la especie humana, inspiró á la Asamblea este filantrópico designio en los primeros instantes de su existencia moral, para que no pudiese transmitirse su memoria, sin ofrecer un exemplo de equidad y justicia. Este barbaro derecho del mas fuerte que há tenido en consternacion á la naturaleza, desde que el hombre declaró la guerra á su misma especie, desaparecerá en lo sucesivo de nuestro hemisferio, y sin ofender el derecho de propiedad, si es que este resulta de una convencion forzada; se extinguirá sucesivamente hasta que regenerada essa miserable raza iguale á todas las clases del estado, haga ver que la naturaleza nunca ha formado esclavos sino hombres, pero que la educacion ha dividido la tierra en opresores y oprimidos. Mas nada hubiese adelantado la Asamblea con expedir este decreto, si desde luego no hubiese meditado las reglas que debían conciliar el interés de la justicia con el de la opinion. Á este efecto ha formado un reglamento que debe publicarse sin demora, para que no queden frustrados los saludables fines que ha tenido la Asamblea es una deliberacion tan digna de los pueblos libres que representa.” La norma dice textualmente: “Siendo tan desdoroso, como ultrajante á la humanidad, el que en los mismos pueblos, que con tanto teson y esfuerzo caminan hácia su libertad, permanezcan por mas tiempo en la esclavitud los niños que nacen en todo el territorio de las provincias unidas del Rio de la Plata, sean considerados y tenidos por libres, todos los que en dicho territorio hubiesen nacido desde el 31 de enero de 1813 inclusive en adelante, dia consagrado a la libertad por la feliz instalacion de la Asamblea general, baxo las reglas y disposiciones que al efecto decretará la Asamblea general constituyente. Lo tendrá asi entendido el Supremo Poder Executivo para su debida observancia. Buenos-Ayres febrero 2 de 1813.= Carlos Alvear, Presidente. Hipolito Vieytes, Diputado Secretario.” La Asamblea se quedó a mitad de camino en la abolición de la esclavitud, no obstante un intento de proclamar la libertad de los esclavos que fueran introducidos, lo cual debía producirse a partir del día 4 de febrero de 1813, ya que esta última resolución fue dejada sin efecto por exigencias de la corte portuguesa, para evitar la fuga masiva de esclavos hacia la frontera de las Provincias Unidas. La idea de declarar la abolición de la esclavitud fue dejada de lado cuando no se aprobó el proyecto de Constitución Nacional que elaboraron los miembros de la comisión redactora a los que encomendó la tarea la propia Asamblea. El proyecto de Constitución de la Comisión Oficial de la Asamblea, contemplaba en el Capítulo VI Art. 1 que: “Son ciudadanos los hombres libres que, nacidos y residentes en el territorio de la república, se hallen inscriptos en el rejistro cívico. Ningún hombre nace esclavo en el territorio de la república, desde la aceptación de la constitución. Los esclavos que de nuevo entrasen de otro territorio estranjero adquieren libertad por el solo hecho de pisar las tierras de la república.” Por su parte, el Proyecto de Constitución de la Sociedad Patriótica de 1813, que competía con el proyecto oficial, tenía sin embargo otros contenidos. Establecía en el Cap. 2° art. 5. :” Los dros. del hombre son la Vida, la honra, la livertad, seguridad, la igualdad, y la propiedad.” Y el art. 7. del mismo capítulo decía: “La libertad es la facultad de obrar cada uno a su arbitrio sin violar las leyes ni dañar a los dros. de otro.” Por su parte, el art. 207 del Capítulo 23° (De la Seguridad Individual), establecía: “Todo hombre tiene libertad para permanecer en el territorio del Estado o abandonarlo quando no guste su residencia.” Pero en el proyecto de la Sociedad Patriótica, la ciudadanía y sus derechos era “calificada”. Así, si bien el art. 17 del Capítulo 4° proclama que todo hombre libre y nacido y residente en el territorio de las Provincias Unidas, es Ciudadano Americano desde que llega a la edad de veinte años, en el art. 22° de este mismo capítulo se excluía de la ciudadanía a los que no saben leer y escribir, y en el Cap. 5°, al referirse a los modos de perder y suspender la ciudadanía, se establece que se pierde ...art. 29 “Por el domestico asalariado”, y art. 30. “Por no tener propiedad u oficio lucrativo.” Es decir, los libertos y aún los hombres libres que sirvieran en el servicio doméstico estarían excluidos de la ciudadanía, y obviamente las clases más bajas de la sociedad que no tenían acceso a la educación elemental. EL REGIMEN DEL PATRONATO La voluntad declamada por reconocer la igualdad de todos los hombres plasmada en el decreto de Libertad de vientres, no fue sin embargo idéntico a reconocer un estátus de hombre libre al “liberto”, sino que la prevención, la cultura de la discriminación, la economía y la presunta prudencia política, llevaron a establecer un régimen denominado “Patronato”. Luego de sancionada la Libertad de Vientres, se dictó el “Reglamento para la Educación y Ejercicio de los Libertos”, el que normaba la aplicación de este estátus particular, generando un vínculo especial entre el amo y el hijo de la esclava. De ser amo, pasaba a transformarse en “patrono”. Los patronos debían denunciar los nacimientos de los vientres de sus esclavas a la Policía o al Cabildo. Las madres esclavas tenían el derecho de conservar consigo a sus hijos durante los dos primeros años de vida, pero los niños libertos debían permanecer bajo la tutela del patrono hasta cumplir los 20 años para los varones y 15 las mujeres. El sistema no era mucho mejor que el régimen esclavista, ya que el liberto podía ser transferido a un nuevo patrono, podía ser alquilado e incluso el patrono podía hacer uso de castigos físicos. Sin embargo esta condición cesaba y la libertad plena final llegaba para el liberto, sin otra limitación que el prejuicio que ciertos sectores de la sociedad continuó teniendo hacia los hombres de piel oscura. LAS LEVAS DE LA PATRIA Dijimos más arriba que una de las principales razones por las cuales el gobierno patrio buscaba generar libertos, era la integración de los ejércitos republicanos. El 31 de mayo de 1813, la Asamblea dicta una resolución por medio de la cual se dispone recomponer el Batallón de Infantería Nº 7, el cual había sido diezmado luego del desastre de Huaqui. Así se crea, con la incorporación de esclavos comprados a los vecinos de Buenos Aires, el Batallón de Libertos o Batallón Nº 7, el cual se puso al mando del Teniente Coronel Toribio de Luzuriaga. Este batallón, según se consigna en la página oficial del Ejército Argentino, contaba con una plana mayor, cuatro compañías de infantería o fusileros, una de granaderos y una de cazadores. Comenta Marta B. Goldberg que “San Martín contó casi desde el principio con la creciente participación de las castas en sus tropas. Cuando a fines de 1813 recibió órdenes de hacerse cargo del Ejército del Norte, sus tropas se componían de 1200 hombres, de los cuales 800 eran negros libertos, que servían en la infantería. Estos batallones acompañaron a San Martín en su campaña libertadora. Cuando condujo su ejército a través de los Andes hacia Chile, en 1816, la mitad de su fuerza de ataque estaba compuesta por libertos reclutados en Buenos Aires y en las provincias de Cuyo, organizados en batallones de infantería y artillería.” Continúa su magnífico relato la autora que citamos, diciendo que: “Entre 1816 y 1823 libraron y ganaron batallas en Chile, Perú y Ecuador. Son abundantes los testimonios de que los afrosoldados estuvieron presentes en todas las acciones que se libraron en el interior, en Paraguay, la Banda Oriental, el Alto Perú, Chile y muy posteriormente en las de la Triple Alianza contra el Paraguay.” Es decir, que la Nación Argentina tiene una deuda de gratitud -aun no saldada- con el sacrificio que estos hombres de color, la mayoría de los cuales ha sido olvidado, y que ofrendaron su vida para la libertad y la independencia de la Patria. CONCLUSIONES Puede decirse, que sin lugar a dudas, que si bien la Asamblea del Año XIII no declaró la libertad de los esclavos, y sin embargo mantuvo muchas de las instituciones esclavistas, las que sólo fueron definitivamente abolidas con la Constitución Nacional de 1853, asentó con la “libertad de vientres” un durísimo golpe al sistema injusto que privaba a los hombres de su libertad natural, y con ello transformó el sistema productivo en el Río de la Plata, permitió la incorporación de nuevos ciudadanos a la incipiente república y dotó de importantes fuerzas militares a los ejércitos libertadores. La impronta republicana y democrática de estas reformas, resultaron fundantes de la nueva nacionalidad, la cual, para distinguirse del antiguo régimen realista, no podía sino reconocer la igual esencial de todo hombre nacido de mujer.

martes, 20 de agosto de 2013

El retrato profético por Giovanni Papini (Palabras y sangre, 1912).

Siempre he tenido pasión por los retratos, y, para satisfacerla, he procurado conocer a cuantos pintores he podido. Desde hace casi quince años frecuento los estudios y poso, en pie o sentado, ante mis amigos. En los primeros tiempos, cuando era todavía más pobre de lo que soy ahora, hacía lo imposible para llegar pronto a tutearme con los pintores jóvenes y pobres e inducirlos a hacerme el retrato, y la mayoría de las veces conseguía que me lo regalaran, una vez estaba terminado. Cuando tuve algún billete de diez o de ciento a mi disposición, la cosa se hizo más fácil, y creo que me he hecho retratar no menos de tres o cuatro veces al año y siempre por pintores diferentes. Mi casa es una especie de odiosa galería, en la que por lo menos tres cuartos están llenos de caras mías de todas las edades, a partir de los dieciocho años, que me miran desde los fondos claros o negros de las telas, asomadas a los bastidores dorados de los marcos de estuco. Tengo un corredor un poco oscuro que está lleno de ellas a ambos lados. Confieso que por la noche me molesta tener que pasar por él: aquellos rostros, todos desiguales y que, sin embargo, se parecen, me turban, me dan casi miedo. Me parece haber dado un poco de mi alma a cada uno de mis dobles de tela y color y de haberme quedado con un alma empobrecida y estupefacta. Hay a mi alrededor perfiles a la sanguina apenas esbozados, bajo vidrio; pasteles en anchos marcos blancos; dibujos coloridos y grandes telas pintadas al óleo. Y yo me vuelvo a ver allí, en todas las posturas y en todas las medidas: jovencillo un poco estúpido, de perfil; cara elegiaca de poeta sobre un fondo desvaído de rocas azules; ceño satánico de polemista con la cara ansiosa y los ojos alterados dentro de un cielo todo negro; panzudo, buen hombre, con las mejillas bastante rojas y los bigotes rubios; joven pálido y cansado, con la cabeza apoyada románticamente en una mano; máscara enflaquecida y espectral, sin cuello ni busto, como una aparición a la boca de una caverna. Y soy siempre yo, y siempre distinto, y solamente yo: con bigotes y sin bigotes, con lentes y sin lentes, enfermizo o con buena salud, feroz o abatido. Y por todas partes hay pares de ojos grises, o celestes, o verdosos, que me miran y contemplan fijamente mis ojos y parece que me pidiesen algo, como si yo tuviera la culpa de su inmovilidad. Me acuerdo de algunas noches en las que he creído perder para siempre aquella apariencia de razón que me ha permitido, hasta ahora, salvar mi libertad. Y, sin embargo, mi pasión duraba, y si por casualidad conocía de cerca a un nuevo pintor, no me daba paz hasta que me había hecho el retrato. No obstante, más de una vez eran los mismos pintores quienes me rogaban que posara para ellos, ya fuera porque tuvieran necesidad de modelo, o conocieran mi debilidad, o los atrajera mi larga cara, blanca y atormentada. Uno de éstos fue un ruso de nombre alemán que conocí en Florencia hace seis o siete años. Ya la segunda vez que le hablé me rogó que fuera a su estudio. Me dijo que necesitaba mi rostro para pintar un alma: éstas fueron sus palabras exactas. Fui a su estudio y me quedé incluso a cenar; pero lo que entonces hacía no me dio una gran idea de su talento. Eran paisajes descoloridos e indecisos sobre tablitas de madera: cipreses delgadillos sobre cielos sucios y sin aire; jorobas de montañas sin estilo y sin carácter; crepúsculos color yema de huevo con desgraciadas nubes de chocolate. -No es esto lo que quiero hacer -me repetía-; éstas son porquerías; lo sé yo sin que me lo digan. Vuelva; haré su retrato; siento muchísimo su alma. Ya verá cómo hago una cosa bonita, una cosa maravillosa. Prometí volver, pero no volví. Perdí de vista a Hartling durante más de un año. Cuando lo encontré, una mañana de invierno, por casualidad, tuve que volver a hacerle la promesa. No había abandonado la idea y deseaba más que nunca retratar mi rostro. -Le diré sin ceremonias -me dijo- que muchas cosas han cambiado: tengo absoluta necesidad de trabajar y ganar. Todos mis asuntos de Rusia van muy mal: hace dos meses que no recibo un céntimo. Estoy arruinado. Ni siquiera tengo bastante dinero para ir tirando. Lo he empeñado todo, lo he vendido todo. Me veo obligado a vivir de mi trabajo. Sin embargo, para reponerme, tengo necesidad de hacer una buena pintura, un retrato extraordinario que dé el golpe, del que se hable. Su cabeza me inspira muchísimo y me traerá suerte. No creía mucho en sus esperanzas; sin embargo, acepté con la intención de mantener mi compromiso. Pocas semanas después fui a verlo y empezamos en seguida el retrato. Estaba en otra casa y el estudio había cambiado. Ya no estaban las viejas pinturas estúpidas que había visto. Hartling se había transformado. Había encontrado por sí mismo el impresionismo. Hacía ahora paisajes inmensos, solitarios, todos embebidos de luz, con campos y montañas que parecían hechos de sol y de piedras preciosas. Los colores, todos los colores puros, fuertes, descarados, se derramaban de las nuevas telas. Bajo la pérgola de un jardín, bajo las hojas transparentes de un verde casi dorado, dos horribles rostros de hombres afeitados y rubios miraban insistentemente con cuatro ojos de mosaico rodeados de negro. Aquellas dos caras de manchas violetas, amarillas y verdes eran vivísimas e inverosímiles. Hartling me miraba sonriendo y espiaba en mi cara el efecto de aquella transformación. Le dije que verdaderamente estaba muy sorprendido y que nunca hubiera esperado un cambio tan veloz, o, mejor, superación. -Verá cosas mejores -me respondió-. Esto de aquí no es nada. No perdamos tiempo; trabajemos. Una tela en blanco estaba ya tensada en el bastidor y colocada sobre el caballete. Una silla de madera blanca estaba dispuesta para mí sobre una caja de cuadros, a la izquierda del caballete. Hartling encendió un cigarrillo y empezó a pintar. Me miraba fijamente medio minuto, a veces con desprecio, otras con una sonrisa entre irónica y satánica, y luego trabajaba afanosamente durante un minuto o dos, sin mirarme, sin levantar los ojos del cuadro. Cuando había terminado, retrocedía hasta la pared y contemplaba su trabajo, doblando la cabeza a derecha e izquierda. Luego avanzaba a grandes zancadas hacia mí, y volvía a mirarme, y retrocedía otra vez, y de nuevo avanzaba, y hacía los pasos tan largos que las rodillas casi se doblaban hacia atrás. Hartling no era un hombre que diera miedo: todo lo contrario. Era alto, delgado, blanco, con una cara absolutamente corriente y una barbita a la francesa, rubia y blanda, que hacía pensar más en un maestro de lenguas que en un pintor; vestía con rebuscamiento, como un jovencito que busca mujer, y no tenía de particular más que las mejillas, siempre un poco húmedas y emblanquecidas de polvos. Y, sin embargo, aquel su ir hacia adelante y hacia atrás, aquellas sonrisas irónicas, aquellos ligeros gruñidos de alegría insatisfecha, me ponían nervioso. Incluso el rumor sordo de sus pantuflas, que golpeaban la estera, tenía un no sé qué de desagradable. Después de una hora y media de sesión, cubrió el cuadro y no quiso que mirara lo que había hecho. Volví a la mañana siguiente y también a la otra. Con los mismos gestos y el mismo misterio, la obra continuó. La cuarta mañana me tuvo sentado poquísimo tiempo. -Tengo necesidad de los ojos -me dijo-. Mire como si tuviera delante un enemigo al que está a punto de derrotar a fuerza de sarcasmos. Procuré obedecerlo, y al cabo de un cuarto de hora me anunció: -Está hecho. Venga a verlo. Salté de la silla y corrí ante el retrato. La tela no estaba toda cubierta de color. En el centro se distinguía, mirando un poco de lejos, una cara que con certeza no era la mía. Sobre una frente casi verde sobresalían dos mechones de cabellos rojizos; una mancha negra, a la izquierda, debía de representar un ojo; el otro ojo estaba hecho con pequeñas manchas verdes y violetas entre una mancha mayor blanca y una sombra negra debajo. La nariz se parecía bastante, pero la boca estaba hecha con dos borrones arqueados de sangre y una hilera de dientes enormes. Debajo del mentón, un cuello blanco sucio y una corbata color granate que yo nunca me había puesto. El vestido se perdía en una confusión de negro de hollín. Alrededor de la cabeza, grandes bandas fantásticas de verde, de rojo vino y de violeta aguado. -¿Qué tal? -dijo Hartling, sonriendo con placer-. ¿No le parece mi pintura más original? Es que no me he preocupado de pintar su cara, sino de detener un momento de su espíritu para toda la eternidad. Pedí tiempo para verla mejor. Finalmente, cuando la hube mirado por todas partes y desde todas las distancias, me convencí de que no había visto nunca una traición tan grotesca. Allí dentro no había nada de mí. Y esto no me hubiera importado mucho, pero el conjunto no era, en absoluto, armonioso ni profundo. La extrañeza terminaba en la negación de sí mismo, volvía al grabado imbécil, al arabesco incongruente, a la mancha fortuita, a la nada. No pude evitar insinuar mis impresiones a Hartling. Él intentó explicarme con cierta indulgencia el significado de los colores, los misterios de las pinceladas, la razón de las disonancias y la necesidad de los borrones manifiestos. -Es preciso vivir dentro de él, estar cerca, volverlo a ver -me dijo como conclusión-. Esta obra es de tal manera original, que ni yo mismo sé cómo la he podido hacer. Me fui prometiendo volver, pero firmemente decidido a no comprar el retrato. Estuve más de una semana sin ir a ver a Hartling. Pero un día un amigo me contó que Hartling, locamente enamorado de su obra, había invitado a todos sus amigos y a algunos críticos a ver el retrato. Como muchos de los que conocían a Hartling me conocían también a mí, esta noticia no me satisfizo nada. Volví a casa del pintor. Encontré en el estudio a dos señoras alemanas y a un judío húngaro que contemplaban con gran atención la llamada cara mía. Tuve que callarme. Hartling estaba explicando su teoría del retrato espiritual. Las señoras alemanas lo admiraban y el hebreo tomaba apuntes en su cuaderno. Hartling me preguntó si ahora me gustaba más. Procuré poner un poco de orden con la mirada en aquella mezclada porquería de colores, pero sólo conseguí encontrar dos o tres frases de admiración convencional, que Hartling comprendió en su verdadero sentido. -Ya veo que mi retrato no le gusta -me dijo-. Lo siento mucho, porque creo que es mi obra maestra y me temo que nunca haré nada mejor. Pero no quiero obligarlo a tenerlo y le devuelvo la promesa de comprarlo. Simulé resistirme, pero estaba contentísimo de haberme librado del compromiso. No quería llevarme a casa una basura semejante y, además, pagarla. A los tres meses supe que Hartiing había expuesto mi retrato en Venecia y, según los periódicos, produjo cierta impresión. Había puesto en el catálogo mi nombre y apellido, y todos los que me conocían o sabían algo de mí comenzaron a hacer los más burlones comentarios del mundo. No podía tolerar una afrenta semejante. Que aquel terrible embrollo de colores apareciese a los ojos de todos con mi nombre; que aquel monstruo no dibujado y mal colorido pretendiese representar mi persona y, de rechazo, mi alma, eran para mí atroces ofensas. Pensé que la única salvación era comprar el retrato. Precisamente en aquel momento tenía muy poco dinero, apenas el suficiente para ir hasta Venecia. Hartiing había pedido por su cuadro un precio muy bajo -quinientas liras-, señal de que tenía absoluta necesidad de vender. Pero yo no tenía quinientas liras. Sin perder tiempo elegí unos cuantos libros viejos y llevé a vender los que ya no me interesaban. Empeñé una gran cadena de oro que no llevaba nunca y pedí prestados cien francos a un tío mío. En cuanto llegué a Venecia corrí a ver al secretario de la Exposición y pagué el retrato. Pero no fue posible tenerlo en seguida. De todas maneras, estaba ya seguro de que después de la clausura no rodaría más por el mundo enseñando mi ridicula efigie. Cuando el retrato me llegó de Venecia, lo puse, sin sacarlo de la caja, en un desván y no pensé más en él. Supe que Hartiing había vuelto a Rusia y que se encontraba muy mal. Al cabo de unos años -cinco o seis- tuve que cambiar de casa, y apareció la caja, todavía cerrada. Una vez en la casa nueva me entraron ganas de abrirla para ver si merecía la pena conservar el retrato, como una curiosidad, o bien destruirlo. Durante aquel tiempo muchas apariciones dolorosas habían ocupado mi vida y yo no había pensado más en Hartiing ni en su retrato. Me sentía envejecido y otro hombre, y sonreí al recordar la furia que me hizo correr a Venecia para rescatar aquella deformidad calumniosa. Abrí la caja y puse el retrato un poco en la sombra, en el suelo, apoyado en la pared, bajo un gran espejo. ¡Cuál no fue mi asombro al darme cuenta de que el retrato, ahora, se me parecía! En la penumbra de la habitación, mi rostro se destacaba como una aparición imprevista, todo maravillado y pensativo, como si quisiera reconocer el mundo. Las manchas de los ojos, vistas así, de lejos, tenían una expresión singular, aquella misma expresión de maldad y de nostalgia que latía ahora en mis ojos reflejados en el espejo de encima. Y mi boca roja, con los dientes blancos, reía de verdad, es más, sonreía, sonreía como sonreía yo en aquel momento, con la misma y exacta mueca de los labios, mueca un poco de repugnancia y un poco de rabia, que yo veía delante de mí, encima del cuadro. Incluso los mechones de cabello tenían la misma forma y la misma fuerza, y me vi obligado a llevarme las manos a la frente para hacer desaparecer aquellas llamas de diablo refractario. El aire de mi rostro era aquél; el espíritu que manaba de las facciones era el mismo: la semejanza era, dentro de los límites del arte, perfecta. Aquel retrato, que seis años antes era una inmunda caricatura, se había convertido en mi retrato exacto y profundo. Hartiing había visto mi yo futuro de seis años después y lo había pintado. Había adivinado mis sufrimientos, mis enojos, mis melancolías; había anticipado, con el pincel, las arrugas de mi boca y las alteraciones de mis rasgos. No había sido capaz de fijar mi rostro de entonces, pero había presentido mi rostro de ahora. Apenas repuesto de la sorpresa, me dije que Hartling era un extraño genio y yo un imbécil mezquino. Aquel mismo día colgué el retrato en mi cuarto, delante de la cama, y corrí a ver a un amigo común para pedir noticias de Hartling. Nuestro amigo no sabía nada de él, pero escribió a un hombre que vivía en Alemania y que estaba, sin duda, en relación con el gran pintor. La respuesta llegó pronto, con las noticias y la dirección de Hartling. Estaba en Berlín y prosperaba. Me propuse ir a encontrarlo apenas pudiera. La ocasión llegó pronto: un premio inesperado me permitió, pocos meses después, trasladarme a Berlín. El día mismo de mi llegada corrí a ver a Hartling. Encontré, con gran maravilla por mi parte, una casa señorial, un estudio de lujo y una gran cantidad de retratos que parecían oleografías refinadas o fotografías coloridas con mucha paciencia. Hartling apareció con su barbita rubia, un poco más gordo y un poco más viejo, pero elegantísimo. Me saludó fríamente y no pareció muy entusiasmado de mi visita. Apenas si tuve el valor de hablarle de mi retrato y del maravilloso descubrimiento que había hecho. -¿De verdad? -me dijo, mirándome con dos ojos sin alma-. ¿Lo dice de verdad? Yo estoy seguro de que debe de ser una gran porquería. Entonces no sabía pintar y no entendía nada. El arte, mi querido amigo, debe rivalizar con la Naturaleza. Es preciso reproducir escrupulosamente la realidad a fuerza de paciencia y, todo lo más, embellecerla con gusto. Es preciso gusto y elegancia; sobre todo, elegancia. Mire: he sufrido hambre cuando estaba en Italia; mucha hambre. Ahora he aprendido: mis retratos se buscan y se venden. No menos de diez mil marcos cada uno, querido amigo, y mis clientes se cuentan entre las primeras damas de Prusia. Ahora sé dibujar con garbo y colorear con delicadeza, ya no padezco hambre y como muy bien. A propósito: ¿quiere quedarse a comer conmigo? Me salvé fácilmente de la invitación y, con dos burdos cumplidos, salí. Apenas fuera de la puerta, comencé a correr. El terror de tal nuevo encuentro solamente era comparable con el del redescubrimiento del retrato profético. Desde aquel día he dicho que no a todo pintor que ha pedido retratarme. FIN