jueves, 17 de noviembre de 2011

El Corazón destrozado por Luis López Nieves

Margarita no es el tipo de mujer que le coge pena a los hombres. Durante nuestros quince meses de noviazgo había comenzado a sospecharlo. Pero la certeza –la terrible, insoportable evidencia– la tuve la noche en que fulminó nuestra relación en la misma puerta de su casa. No fue sutil, no paseó por las ramas. Me dijo:

–Gustavo, lo nuestro se acabó. No quiero verte más la cara.

Así dijo. ¿Sintió compasión por mí? Ninguna. Su rostro seguía duro, impenetrable, a pesar de nuestros quince meses de cines, restaurantes, paseos, librerías y amor. A pesar de las muchas noches en que me había prometido: “Gustavo, seré tuya para siempre”. Pero de pronto era como si no me conociera, como si nunca jamás hubiera estado en mis brazos. Con sus bruscas palabras me dejó el corazón hecho pedazos. Y a pesar de mi evidente desesperación, no hizo gesto alguno por ayudarme a recoger los blandos trozos de corazón dispersos por el suelo.

Yo había dado un rápido salto hacia atrás, como la gente que pierde un lente de contacto. Me puse de rodillas y le dije:

–Margarita, mi corazón, ayúdame a recoger los pedazos.

¿Qué hizo la hermosa Margarita? ¿Qué exactamente hizo esta mujer que semanas antes, mientras me abrazaba, me había susurrado al oído: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”?

Me cerró la puerta en la cara. Eso hizo.

Y ahí quedé de rodillas, en el suelo, frente a los pedazos dispersos de mi corazón destrozado. El espectáculo me impresionó de tal manera que aún lo llevo grabado en la memoria: sobre los escalones de mármol blanquísimo yacían los pedazos tintos y aún palpitantes de un corazón que, a pesar del maltrato recibido, todavía no se resignaba a perder el amor de Margarita.

Saqué mi pañuelo almidonado y lo abrí con cuidado sobre el mármol. Recogí cada trozo tibio con esmero, uno por uno. Lo pillaba entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, la más diestra; lo llevaba hasta el montículo que empezaba a crecer en el centro del blanco pañuelo y lo soltaba. Así recogí todos los fragmentos, y al concluir mi labor la miré con orgullo y me dije: “He aquí los pedazos de mi corazón”. Envolví mi obra con el pañuelo, hice un pequeño nudo y me lo eché en el bolsillo del gabán.

No me atrevía a montarme en el carro. Estaba un poco mareado, me faltaba el aire, la cabeza la sentía muy liviana. De ocurrirme, en esas condiciones, un accidente, ¿cómo explicarles a los policías que no estaba borracho ni drogado sino que tenía el corazón hecho pedazos?

Toqué varias veces en la puerta de Margarita, quien había sido la mujer de mi vida hasta unos minutos antes, pero esa bestia –me cuesta usar la palabra, pero no hay otra– esa pájara ya estaba bajo la ducha o encerrada en su cuarto con la música a todo volumen. Ya se había olvidado de mí.

Comprendí lo serio de mi caso: era una verdadera emergencia. Por ello decidí buscar ayuda oficial. Saqué el celular del bolsillo de mi pantalón y marqué el 911.

–Emergencias médicas, diga.

–Necesito ayuda, por favor.

–¿Cuál es la emergencia?

–Tengo el corazón hecho pedazos –dije.

Nada, la imbécil me colgó el teléfono. Volví a marcar.

–Emergencias médicas, diga.

–Mire, es en serio. Necesito ayuda. Tengo el corazón hecho pedazos.

–Pues llame a Notiuno. Si vuelve a llamar, lo arrestamos.


Colgó de nuevo.

¿Qué hacer? Me senté en los fríos escalones de mármol blanco –tan gélidos como su dueña–, reflexioné unos minutos y volví a llamar al 911.

–Emergencias médicas, diga.

–Soy yo de nuevo, el del corazón hecho pedazos. Estoy en la avenida Ponce de León número 900. Manda a la policía porque te seguiré llamando toda la noche, puta.

A los diez minutos llegaron dos patrullas. De la segunda descendió un sargento delgado, de bigote fino, a quien se le notaba de lejos que era un hombre sensible. Quizás, en su tiempo libre, era poeta o compositor de baladas. Les pidió a los demás policías, de aspecto bastante violento, que aguardaran, y caminó sin prisa hasta el mármol en que yo esperaba sentado.

–Buenas noches –dijo. Su semblante era el de un hombre en paz consigo mismo.

–Sargento, gracias por venir.

–¿Cuál es el problema?

–Es que tengo el corazón hecho pedazos y no me atrevo a manejar el carro. Me falta el aire y estoy mareado.

–Señor, ¿no cree que estos asuntos se ventilan mejor con un amigo o sacerdote? El 911 es para emergencias médicas reales.

–Pero es que tengo el corazón hecho pedazos.

–Amigo –dijo el sargento, en tono paciente y comprensivo–, usted no es el primero que sufre una tragedia amorosa. Yo le juré a mi novia que si me abandonaba mi vida sería un continuo ir y venir, un perpetuo vagar sin sentido por el mundo, un purgatorio.

–¿Por eso es policía?

–Por eso. Y vago todo el día por la ciudad, aunque siempre tratando de ayudar a los que, como usted, sufren tragedias amorosas.

–Pero lo mío es más concreto, ¿no cree? Mire.

Saqué del bolsillo el pañuelo, lo abrí con cuidado y le mostré los pedazos de mi corazón. Al sargento se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Perdón, amigo, estuve ciego –dijo con un sollozo–. Es cierto: usted tiene el corazón hecho pedazos. Llamaremos una ambulancia de inmediato.

En menos de treinta minutos la ambulancia me dejó en la sala de emergencias del hospital. Los paramédicos habían colocado los pedazos de mi corazón en una neverita con hielo. El paramédico jefe, muy competente, quería llevarla en la falda, pero yo insistí en transportar mi propio corazón. Por pena, o tal vez porque en realidad no les importaba, me permitieron cargar la neverita.

En la sala de espera me sentaron al lado de una rubia treintona. El pelo lacio, partido a la mitad, le caía sobre los hombros. Llevaba una blusa rosada ceñida al cuerpo y sonreía con dulzura mientras leía una revista. Se notaba que era una mujer comprensiva.

Estuvimos unos minutos sin hablar. Yo no tenía ganas de hacerlo porque no es fácil terminar con un amor de quince meses. Todavía quería a Margarita, a pesar de que me había destrozado el corazón; cuando se sufre de amor no quedan muchas energías para hablar.

Pero la mujer soltó la revista de pronto, cruzó las piernas y se inclinó hacia mí:

–¿Cuál es tu signo? –preguntó.

–Qué importa –exclamé sorprendido.

–Importa mucho –aclaró–. ¿Qué tienes en esa neverita?

–El corazón, lo tengo hecho pedazos –dije–. ¿Y tú?

–Estoy a punto de volverme loca.

–¿Por qué?

–El bandido de mi novio me dejó. Yo se lo había dicho muchas veces: “Si algún día me dejas, el dolor me volverá loca”. Pero no me hizo caso, no le importó un ajo mi salud mental. Eso fue ayer. Hoy amanecí con mucho dolor. Pronto, en horas o tal vez minutos, es obvio que me volveré loca. Quizá tengan que atarme.

–¿Qué te recomiendan?

–Electrochoque. Terapia cognitiva-conductista. Pastillas. Meditación. Dieta macrobiótica vegetariana. Depende del psiquiatra. ¿Y a ti?

–Todavía no me ha visto el médico.

–Bueno, pero lo tuyo es sencillo. A mí me han roto el corazón muchas veces.

–¿Y cómo te curaste?

–El tiempo lo cura todo. Paciencia.

Cuatro meses después había empezado a acostumbrarme a la idea de vivir sin Margarita. Todavía la quería, pero me quedaba muy poquito amor. En escasas horas, tal vez en minutos, emitiría un último suspiro y la olvidaría para siempre. Pero debo admitir que, en cierto modo, soy rencoroso. Margarita ya me importaba poco, cierto, pero sentía ganas de vengarme, de hacerla sufrir como yo había sufrido. ¿Acaso es fácil vivir con el corazón hecho pedazos? ¿Es poca cosa?

Esa noche, pues, fui a la casa de Margarita. Aún tenía las llaves, las cuales esa engreída ni siquiera se había molestado en pedirme de vuelta. Probablemente había cambiado las cerraduras.

Pero no, era la misma. Pude abrir la puerta de la sala. Nadie. En la esquina de la derecha, como siempre, el cono de luz formado por la lámpara que acostumbra dejar prendida cuando está en el cuarto. Entré a la habitación. Nadie. Pero alguien se duchaba en el baño. Me acosté sobre la cama a esperar, con los brazos bajo la cabeza. Me sentía algo arrogante y supongo que mi semblante era el de un envanecido desdeñoso, carcomido por un terrible deseo de venganza. Ya me sentía casi libre de Margarita. Sólo me quedaban pocos minutos de amor y los dediqué a contemplar la decoración del cuarto. No quedaba nada mío: ni una foto, ni uno solo de mis regalos, como si yo no hubiera existido nunca.

Tras una larga espera, salió al fin del baño. Estaba desnuda y tan perfecta como siempre, pero no me afectó su presencia. Era claro que el amor se me escapaba de prisa. Me miró con gesto lacónico, sin expresión ni sorpresa.

–Olvidé pedirte la llave –dijo–. ¿Viniste a traerla?

–A eso –dije–. Y a otra cosa mucho más importante.

–¿A qué? –dijo sin miedo. No estaba preocupada por mi presencia en la habitación. No se molestó en cubrir su relumbrante cuerpo desnudo. Así de poco me respetaba.

–Vine a decirte que me quedan poquitos segundos de amor por ti.

–¡Todavía te quedan! –soltó una carcajada–. Qué lento eres. De todos modos, ¿a mí qué me importa? Deja la llave y vete.

–Sé que no recuerdas lo que me prometiste. Yo mismo he olvidado mucho en estos meses. Pero hay una promesa tuya que no puedo olvidar. Me pareció linda en aquel entonces.

–¿Cuál?

–Me dijiste: “Sin tu amor soy un pájaro sin alas”.

–Pendejadas –dijo ella–. Ahora vete. Pronto vienen a buscarme.

–Antes escucha.

–¿Qué cosa? Hazme el favor y sal de mi casa.

–Espera... escucha... escucha bien...

–¿Qué dices?

–Silencio, ahora... ahora... oye.

–Tonto, qué...

–¡Calla, carajo! Escucha...

De golpe sentí como si una larga aguja me atravesara el pecho desde adentro, una afilada aguja que quería abrirse paso entre mi carne y salir a la libertad. Entonces lo vi. Primero se escuchó un tenue arpegio como de telenovelas: un “tlin tlin” agudo y sostenido. Luego un hilo rojo muy fino, casi invisible, comenzó a salir de mi pecho. Al contacto con el aire, se disolvía.

–¿Lo ves, Margarita? –dije calmado–. ¿Lo oyes...? Los últimos segundos de amor por ti. Salen lentos. Los siento salir. Salen. Ah..., se fueron. Míralos disolverse. Ya no te amo, Margarita. Ya-no-te-amo.

Esa noche envolví a Margarita con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo del gabán, donde había guardado los pedazos de mi corazón destrozado. En mi casa la metí en una caja de zapatos, a la que le hice agujeros pequeños para que respirara. Al día siguiente compré una jaula dorada para pájaros raros, con columpios, campanas y una bañerita. Por tratarse de Margarita, también compré muchos espejos. En el colmado adquirí alpiste, semillas de anís y galletitas. Coloqué la jaula en la pared de la izquierda de mi sala, al lado de la ventana.

Ahora, cuando recibo visitas, la espantosa pájara sin alas es siempre el centro de atención. La gente es cruel. Algunos han dicho que la criatura es un monstruo, un simulacro de pájaro, y que debería morir porque no tiene alas. Lo han dicho al frente mismo de Margarita, en su cara.

Otros visitantes –los amantes de los animales, los ecologistas, los vegetarianos– han llegado al indelicado descaro de preguntarme si fui yo quien le cortó las alas. Pero no me ofendo jamás. Comprendo que estas personas –dichosas, en verdad– nunca han sufrido: nunca han conocido, como yo, la perfecta congoja de aquel que está de rodillas, solo, desconsolado, en medio de blanquísimos escalones de mármol frío... recogiendo uno por uno los tibios pedazos de un corazón destrozado.

lunes, 31 de octubre de 2011

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El Bien Público para Manuel Belgrano

"Era preciso corresponder a la confianza del pueblo, y me contraje al desempeño de esta obligación, asegurando, como aseguro, a la faz del universo, que todas mis ideas cambiaron, y ni una sola concedía a un objeto particular, por más que me interesase. El bien público estaba a todos instantes ante mi vista."

lunes, 29 de agosto de 2011

viernes, 26 de agosto de 2011

A Dios en primavera por Juan Ramón Jiménez


Señor, matadme, si queréis.
(Pero, Señor, ¡no me matéis!)

Señor Dios, por el sol sonoro,
por la mariposa de oro,
por la rosa con el lucero,
los corretines del sendero,
por el pecho del ruiseñor,
por los naranjales en flor,
por la perlería del río,
por el lento pinar umbrío,
por los recientes labios rojos
de ella y por sus grandes ojos...

¡Señor, Señor, no me matéis!
(...Pero matadme, si queréis)

Adolescencia por Juan Ramón Jiménez


En el balcón, un instante
nos quedamos los dos solos.
Desde la dulce mañana
de aquel día, éramos novios.
-El paisaje soñoliento
dormía sus vagos tonos,
bajo el cielo gris y rosa
del crepúsculo de otoño.-
Le dije que iba a besarla;
bajó, serena, los ojos
y me ofreció sus mejillas,
como quien pierde un tesoro.
-Caían las hojas muertas,
en el jardín silencioso,
y en el aire erraba aún
un perfume de heliotropos.-

No se atrevía a mirarme;
le dije que éramos novios,
...y las lágrimas rodaron
de sus ojos melancólicos.

miércoles, 24 de agosto de 2011

¡CUANDO SOY DÉBIL ES CUANDO SOY FUERTE! por el Padre Gaspar Fernandez,SCJ



Desde el relato de la creación, queda claro quién es el hombre según la Escritura: Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente (Gn. 2, 7). La fragilidad nos hace humildes, ubicados y abiertos a los desafíos y posibilidades que nos da el Creador. Todo es don, todo es gracia. Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea bien que ese poder extraordinario no procede de nosotros sino de Dios (2Cor.4,7) Será la constante de la antropología bíblica.
El hombre ha sido creado frágil y esa es su grandeza. La fragilidad es la experiencia de de que soy limitado, dependiente, de que lo que soy, puedo y tengo lo he recibido, de que puedo desarrollarme pero para eso tengo que transcenderme, buscar fuera de mí lo que puede hacerme más y mejor. La fragilidad en ese caso es una bendición porque es como el resorte que impulsa a la persona a salir de sí para desplegar todas sus posibilidades como en la parábola de los talentos (Mt. 25,14-30). Pero es fundamental que el hombre sea consciente de esas fragilidades que lo impulsan a la superación y dan lugar nuevas posibilidades y fortalezas. ¡Cuando soy débil es cuando soy fuerte! (2 Cor. 12,10)
La fragilidad es una bendición, la maldición es cerrarme sobre mi mismo confiando en que solo lo puedo todo, porque soy como dios, o desconfiando de mi mismo, sin valorar las posibilidades que me ha dado el creador. Entendida así la vida se convierte en una amenaza al desarrollo y a la maduración. Para evitar que la bendición se convierta en maldición, que el hombre se cierre sobre sí mismo, Dios le da al varón una compañera, la mujer, que lo saca fuera de sí para ser con ella una sola carne. La mujer es el don del creador que lo invita a dejar a su padre y a su madre, a autotranscenderse en el amor para dar continuidad a la vida. Y viceversa.
Es una maldición para Adán y Eva querer ser como dioses, lo pueden todo y no necesitan ya del creador. Esa postura los cierra sobre sí mismos, se ocultan por miedo. Caín se muestra resentido y agacha la cabeza ante la preferencia de Dios por los sacrificios de su hermano Abel. Los habitantes de Babel seguros del progreso que significa el descubrimiento del ladrillo y del asfalto quieren construir una gran ciudad para encerrarse, perpe-tuar su nombre y no dispersarse por toda a tierra. Es la contradicción de la orden del Creador: “sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla”(Gn. 1,28). Pedro aparece muchas veces en el Evangelio como un hombre cerrado sobre sí mismo, el amor y la confianza en Jesús lo abre a un mundo inimaginable. La maldición de Judas consistió en permanecer cerrado en la desesperanza provocada por la traición. La tarde de Pascua los apóstoles están encerrados por miedo a los judíos, la presencia de Jesús resucitado que sopla sobre ellos los saca a la calle a dar testimonio y llegarán a todos los rincones del mundo para hacer presente la salvación que brota de la entrega de la vida de Jesús en la Cruz.
Si el hombre hecho de barro, hecho para la bendición, se cierra sobre sí mismo y merece la maldición de Dios, su Creador, todavía hay una salida. Tampoco Dios puede encerrase sobre sí mismo, sobre su dolor, su ira o su venganza. En esto somos semejantes a él: él mismo caería en la maldición si se cerrara sobre sí mismo. Pero es capaz de autotrancenderse en el amor, no quiere ganar a toda costa, acepta perder, no tener razón, se supera en el perdón y abre un camino nuevo, una nueva posibilidad de realización a lo que era un callejón sin salida, destrucción y muerte para su creatura. “Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte: sino que compadecido, tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busca”. (Plegaría Eucarística IV). Ni la mujer, ni el pastor, ni el padre se cerraron sobre su dolor, buscaron hasta encontrar la moneda, la oveja y el hijo; y con ellos la alegría de vivir (Lc.15).
En 2Cor. 4, 6-7 entendemos el motivo por el cual el Creador nos ha hecho de barro: la condición frágil del hombre es una bendición porque su arcilla animada por el soplo de Dios es capaz de reflejar su gloria. Porque es una arcilla digna, hecha a su imagen y semejanza. Arcilla creada por amor y capaz de amar. “Será ceniza, mas tendrá sentido/Polvo serán, más polvo enamorado” (Quevedo: soneto: cerrar podrá mis ojos la postrera). Y esto se hace todavía más evidente en la encarnación: en el rostro de Jesús, el Verbo Encarnado, se refleja la gloria de Dios que brilla también en nuestros corazones de bautizados.
Todo en la vida de Jesús es frágil, vulnerable, carente de fuerza. Fragilidad de niño, nacido en Belén, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre, porque no hay lugar para su humilde familia en la posada. Fragilidad, expuesta a la masacre ordenada por Herodes, y protegida por San José que se ve obligado a huir a Egipto como refugiado. Fragilidad del condenado injustamente que no tiene quien lo defienda, porque todos lo han abandonado. Experiencia de la muerte por parte del Dios de la vida, que manifiesta que no es el poder sino el amor lo que cuenta. Porque es el amor y no el poder lo que es más fuerte que la muerte.
Fragilidad bendecida es el contenido de la predicación de Jesús: las bienaventuranzas, el grano de mostaza, el grano caído en tierra, la levadura, los cinco panes, los dos peces, las monedas de la viuda, el lavatorio de los pies, el don de la vida, el perdón, el servicio, al amor.

martes, 12 de julio de 2011

No crezca mi niño por Facundo Cabral


No crezca mi niño,
No crezca jamás,
Los grandes al mundo,
Le hacen mucho mal.

El hombre ambiciona,
Cada día más,
Y pierde el camino,
Por querer volar.

Coro.
Vuela bajo,
Porque abajo,
Está la verdad.
Esto es algo,
Que los hombres,
No apren jamás.

Por correr el hombre
No puede pensar,
Que ni él mismo sabe
Para donde va.

Siga siendo niño,
Y en paz dormirá,
Sin guerras,
Ni máquinas de calcular.

(Prosa)
Diógenes cada vez que pasaba por el mercado
Se reía porque decía que le causaba mucha gracia
Y a la vez le hacía muy feliz
Ver cuántas cosas había en el mercado
Que él no necesitaba.

Es decir que rico no es el que más tiene,
Sino el que menos necesita.

Es decir, el conquistador por cuidar su conquista,
Se convierte en esclavo de lo que conquistó,
Es decir, que jodiendo,
Se jodió.
más

Dios quiera que el hombre,
Pudiera volver,
A ser niño un día
Para comprender.

Que está equivocado,
Si piensa encontrar,
Con una chequera,
La felicidad.

Coro...

lunes, 11 de julio de 2011

No soy de aquí, no soy de allá por Facundo Cabral

En homenaje póstumo a ese gran trovador que ha sido y es Facundo Cabral, ahora estará disfrutando una buena comida y un buen vino a la mesa del Señor a quien tanto amó y tanto comprendió, mucho mejor que acartonados señores, tal vez para recordar lo que dijo Jesús: "No todo aquel que me llama Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos"....Gracias Facundo y hasta la eternidad!!!

Me gusta el mar y la mujer cuando llora
las golondrinas y las malas señoras
saltar balcones y abrir las ventanas
y las muchachas en abril.

Me gusta el vino tanto como las flores
y los amantes, pero no los señores
me encanta ser amigo de los ladrones
y las canciones en francés.

No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad.

Me gusta estar tirado siempre en la arena
y en bicicleta perseguir a Manuela
y todo el tiempo para ver las estrellas
con la María en el trigal.

No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad.

La Patria por Francisco Luis Bernárdez

Dios la fundó sobre la tierra para que hubiera menos hambre y menos frío.
Dios la fundó sobre la tierra para que fuera soportable su castigo.
Desde aquel día es para el hombre desamparado como el árbol del camino.
Porque da frutos como el árbol y como el árbol tiene sombra y tiene nidos.
Manos de amor la hicieron grande como sus cielos, sus montañas y sus ríos.
Como el candor de sus rebaños y la virtud de sus trigales infinitos.
Manos seguras en el día de la victoria y en la noche del vencido.
Tanto en el puño de la espada como en la mano y en el hombro del amigo.
Podemos dar gracias al cielo por la belleza y el honor de su destino.
Y por la dicha interminable de haber nacido en el lugar donde nacimos.

Su nombre suena en el silencio con el sonido luminoso de las armas.
Vive de gloria y de justicia como el perfume de la flor vive de savia.
Es un sonido de monedas caritativas que la tierra desparrama.
Y de trigales que maduran sagradamente para el cuerpo y para el alma.
Nombre de luz para los ciegos, nombre de hogar para los hombres sin morada.
Para el hambriento y el sediento, nombre de pan y al mismo tiempo nombre de agua.
Nombre que suena entre los nombres como entre todas las demás la voz amada.
¿Quién no distingue entre los otros el tintineo de la llave de su casa?
Es el amor hecho armonía y el incansable corazón hecho palabra.
Nobles espadas la escribieron para que ahora la pronuncien las campanas.

El ancho río de la patria viene cantando de una fuente dolorosa.
Pero este mar que lo recibe recuerda el gusto de las lágrimas remotas.
El árbol fiel que nos cobija tiene raíces torturadas en la sombra.
De aquel obscuro sufrimiento viven las flores y los frutos y las hojas.
Nuestro es el día perdurable, nuestro es el sol, nuestra es la luz maravillosa.
Para gozar lo que hoy gozamos fue menester la noche larga y tenebrosa.
Este sosiego pensativo tiene relámpagos de hierro en la memoria.
En los arados impasibles hay un lejano resplandor de espadas rotas.
La patria duerme como un niño, con la cabeza en el regazo de la historia.
Su sueño es dulce y reposado como el que sigue a la virtud y a la victoria.

La patria vive dulcemente de las raíces enterradas en el tiempo.
Somos un ser indisoluble con el pasado, como el alma con el cuerpo.
Como la flor con el perfume, como las llamas y la luz con el incendio.
Como la madre con el hijo que tiene en brazos, como el grito con el eco.
Mucho dolor fue necesario para sembrar lo que cantando recogemos.
Nuestra nobleza está fundada con la firmeza del amor en todo aquello.
Como la roca en la montaña, como la dicha de la casa en los cimientos.
Como la piel en nuestra carne, como la carne dolorosa en nuestros huesos.
Seres borrados por los siglos están velando por nosotros desde lejos.
Cuando florecen los linares, sus ojos claros nos contemplan en silencio.

Dios la fundó sobre la tierra para que hubiera menos llanto y menos luto.
Dios la fundó para que fuera como un inmenso corazón en este mundo.
Mano sin tasa para el pobre, puerta sin llave, pan sin fin, sol sin crepúsculo.
Dulce regazo para el triste, calor de hogar para el errante y el desnudo.
La caridad es quien inspira su vocación de manantial y de refugio.
En las tinieblas de la historia la Cruz del Sur le dicta el rumbo más seguro.
Ninguna fuerza de la tierra podrá torcer este designio y este rumbo.
Por algo hay cielo en la bandera y un gesto noble y fraternal en el escudo.
¡Gracias, Señor, por este pueblo de manos limpias, frentes altas y ojos puros!
¡Gracias, Señor, por esta tierra de bendición y porque somos hijos suyos!

miércoles, 6 de julio de 2011

El gesto de la muerte por Jean Cocteau

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

jueves, 30 de junio de 2011

Los errores judiciales y la tortura por San Agustín

Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad

¿Y qué diremos de los juicios que forman los hombres a otros hombres, juicios que no pueden faltar en las ciudades más tranquilas? Cuán miserables son y dignos de compasión, pues los que juzgan son los que no puede ver las conciencias de aquellos a quienes juzgan. Por ello muchas veces son forzados, a costa de los tormentos de testigos inocentes, a buscar la verdad de la causa que toca a otro.
Cuando sufre y padece uno por su causa y, por saber si es culpa de le atormentan, siendo inocente, sufre una pena cierta por una culpa incierta, no porque esté claro y averiguado que haya cometido tal delito, sino porque se ignora si lo ha cometido. De esto se sigue, por regla general, que la ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente.
Y lo que es más intolerable y lastimoso, y más digno de ser llorado, si fuese posible, con perennes lágrimas es que atormentando el juez al delatado, por no matar con ignorancia a inocente, viene a suceder por la miseria de la ignorancia que mata atormentado e inocente, a quien primero dio tormento por no matarle inocente Porque si éste tal, conforme a la sabiduría e inteligencia de los filósofos, escogiere huir antes de esta vida que sufrir tales tormentos, confesará que cometió lo que no cometió. Condenado éste y muerto, aun no sabe el juez se quitó la vida a un culpado o a un inocente; a quien, por no matarle por ignorancia a inocente, había atormentado; y así dio tormento por descubrir la verdad a uno libre de delito, y no sabiéndola, le dio la muerte.
En semejantes densas tinieblas como estas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los estrados por juez un hombre sabio, o no se sentará? Seguramente se sentará, porque le obliga a ello y le trae compelido a este ministerio la política humana, y el desampararla lo tiene por acción impía y detestable. Y no tiene por acción abominable el atormentar en causas ajenas a los testigos inocentes; el que los acusados, vencidos por la fuerza del dolor, y confesando lo que no han hecho, sean castigados, siendo también inocentes y sin culpa, habiéndoseles ya atormentado primero siendo inculpables; y que, aun cuando no los condenen a muerte, por lo general, o mueran en los mismos tormentos, o vengan a morir de resultas de ellos. ¿Acaso no se observa que algunas veces, aun a los mismos que acusan, deseosos seguramente de hacer bien a la sociedad humana, porque las culpas no queden sin el debido castigo, y porque mintie1ron los testigos, y el reo se conservó valeroso en los tormentos, e inconfeso, no pudiendo probar los delitos que le acumularon, aunque se los imputaron con verdad, el juez que ignora esta circunstancia los condena?
Tantos y tan grandes males como éstos, no los tienen por pecados, por cuanto no lo hace el juez sabio con voluntad de hacer daño, sino por la necesidad fatal de no saber la verdad, y porque le impulsa la humana política dándole el ministerio peculiar de administrar la justicia. Esta es, pues, la que por lo menos llamamos miseria del hombre, cuando no sea malicia del sabio. ¿Cómo es posible que atormente a, los inocentes y castigue a los inculpados por la necesidad de no saber y precisión de juzgar, no contentándose con ser irresponsable, sino teniéndose por bienaventurado? Con cuánta más consideración y humildad, reflexionando en sí mismo, reconocerá en esta necesidad la miseria, y la aborrecerá por sí misma. Y si conoce la piedad, exclamará a Dios, diciéndole: «Líbrame, Señor, de mis necesidades.»

viernes, 13 de mayo de 2011

AÑORANZAS, chacarera de Julio Argentino Jeréz

Cuando salí de Santiago
todo el camino lloré
lloré sin saber porque
pero si les aseguro
que mi corazón es duro
pero aquel día aflojé

Dejé aquel suelo querido
y el rancho donde nací
donde tan feliz viví
alegremente cantando
en cambio vivo llorando
igualito que el crespín

Los años ni la distancia
jamás pudieron lograr
de mi memoria apartar
y hacer que te eche al olvido
ay mi Santiago querido
yo añoro tu quebrachal

Estribillo
Mañana cuando me muera
si alguien se acuerda de mí
llévenme donde nací
si quieren darme la gloria
y toquen a mi memoria
la doble que canto aquí

En mis horas de tristeza
siempre me pongo a pensar
como pueden olvidar
algunos de mis paisanos
rancho padre madre hermanos
con tanta facilidad

Santiagueño no ha de ser
el que obre de esa manera
despreciar la chacarera
por otra danza importada
eso es verla mancillada
a nuestra raza campera

La otra noche a mis almohadas
mojadas las encontré
mas ignoro si soñé
o es que despierto lloraba
o en lontananza miraba
el rancho aquel que dejé

Tal vez en el campo santo
no haya lugar para mí
paisano le via pedir
que cuando llegue el momento
tírenme en campo abierto
pero allí donde nací

ALMA CHALLUERA chacarera de Cristóforo Juárez y Carlos Carabajal

Me voy camino del río
para sentarme en la arena
y gozar de la frescura
de la mañana serena

Quiero ver a los pescados
brillando el sol mañanero
palpitantes las agallas
y oler el viento challuero

Los dorados relucientes
son rastros de las auroras
que en la arena de la playa
su corazón atesora

Sangre y espuma en la arena
corazón del mismo río
escamas de plata y oro
blasones del amor mío

Me voy camino del río
cantando la chacarera
y llevo dentro mi pecho
todas mis ansias challueras

Quiero ver a las challueras
con la falda en la rodilla
cuando espantan las mojarras
chimpando cerca la orilla.

Quiero ver a flor del agua
nadando al bagre moreno
y sentirme dentro el agua
a mis dolores ajenos

La Amorosa, zamba de Oscar Valles y música de los Hnos. Diaz

Arden mis labios por ti
muriendome de amor
por que eres mi dueña
santiagueña de mi corazón

Temblando vuelves a mi
dejandome tu adios
tus manos pequeñas
santiagueña de mi corazón

Dormiran mis ojos sobre tu pelo
como en las abras el sol
amorosa flor de mi tierra
miel santiagueña dulce como el mistol

Mis sueños te sueñan
santiagueña de mi corazón

Lloran mis ojos por ti
lagrimas de pasión
si tu me desdeñas
santiagueña de mi corazón

Rezo tu nombre al partir
llamandome tu voz
carita risueña
santiagueña de mi corazón

miércoles, 9 de marzo de 2011

miércoles, 23 de febrero de 2011

El encanto. Cuento anónimo chino, dinastía Tang -siglos VII - X

Ch´ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor Chang Yi quería mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos escucharon la promesa, y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre no lo advirtió. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija y el señor Chang Yi , olvidando su antigua promesa, consintió.
Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor imposible.

Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó:

-¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?

-Soy yo, soy Ch´ienniang.

Sorprendido y feliz, Wang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También ella había temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.

Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.

-Eres una buena hija -dijo él- ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.

Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar con los niños.

Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.

-No sabemos cómo encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.

Al divisar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:

-¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.

-No comprendo -dijo Wang Chu- ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.

Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang.

La encontraron sentada en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.

Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación.

La que estaba a bordo iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.

Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.

lunes, 21 de febrero de 2011

Alfonsina y el mar. Música : Ariel Ramírez. Letra : Félix Luna



Por la blanda arena que lame el mar
tu pequeña huella no vuelve más,
un sendero sólo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda.
Un sendero sólo de penas mudas llegó
hasta la espu ma.

Sabe Dios qué angustia te acompañó,
qué dolores viejos calló tu voz,
para recostarte arrullada en el canto de las
caracolas marinas.
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
las caracolas.

Te vas, Alfonsina, con tu soledad.
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
y una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevan do,
y te vas hacia allá como en sueños,
dormida, Alfonsina, vestida de mar.

Cinco sirenitas te llevarán
por caminos de algas y de coral,
y fosforescentes caballos marinos harán
una ronda a tu lado,
y los habitantes del agua van a jugar
pronto a tu lado.

Bájame la lámpara un poco más,
déjame que duerma, nodriza, en paz,
y si llama él no le digas que estoy, dile que
Alfonsina no vuelve.
Y si llama él no le digas nunca que estoy,
di que me he ido.

Te vas, Alfonsina ...

Chacarera de un Triste de Los Hermanos Simón

Para que quiero vivir
Con el corazón deshecho
Para que quiero la vida
Después de lo que me has hecho.

Yo te di mi corazón
El tuyo vos me entregaste
Con engaños hacia el mío
Prenda lo despedazaste.

¡Ay! por qué fuiste tan cruel
Si tu franqueza esperaba
Por qué jugaste conmigo
Si te idolatraba

Yo del mundo olvidé
Desengaños y amarguras
Pero lo que vos me hiciste
Prenda, en mi alma perdura.

Cantando me pasaré
muy triste esta chacarera
Pueda ser de que me alegre
en el instante en que muera.

Seguí guitarra seguí
Seguí como yo llorando
Compañera hasta la muerte
Seguí mi alma consolando.

No hay remedio ya lo sé
Para que voy a buscarlo
Tan desecho tengo el alma
Que inútil sería lograrlo.

Seguí guitarra seguí
Prenda por lo que me hiciste
Rasgueando toda la noche
La chacarera de un triste.

Agitando Pañuelos por los Hermanos Abalos

Te vi, no olvidaré

un carnaval, guitarra, bombo y violín
agitando pañuelos te vi

cadencia al bailar airoso perfil.

Agitando pañuelos te vi
cadencia al bailar airoso perfil.

Me fui, diciendo adiós
y en ese adiós quedó enredado un querer
agitando pañuelos me fui
que lindo añorar tu zamba de ayer. ¦- BIS


Yo me iré, tu vendrás
yo te llevaré mi rancho se alegrará

agitando pañuelos me iré

y en mí vivirá aquel carnaval
agitando pañuelos me iré

cantando esta zamba repiqueteadita.

Volví, no te encontré
toda mi voz le dio a la copla un cantar
agitando pañuelos volví
sintiendo en mi pecho también agitar. ¦- BIS

Bailé, hasta el final
engualichao bailé hasta el amanecer
agitando pañuelos bailé
que lindo bailar tu zamba de ayer. ¦- BIS

Yo me iré, tu vendrás...

Después de Oncativo por Angel Bonomini

Al cumplirse cincuenta días de la batalla de Oncativo, en el atardecer del 16 de abril de 1830, la descarga simultánea de cinco fusiles quemó la vida de un soldado del vencido ejército de Facundo.

Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro, quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.

Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.

El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.

Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.

Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch –en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros– ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa noche para reunirse con Paz.

En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba, lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.

Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado. Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la muerte.

No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se le estaba prolongando inútilmente la agonía.

Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la orden: “Fusílelo de espaldas”.

El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho que dejara la lectura y cebara unos mates.

Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo cuchillo por atrás de la clavícula.

Las últimas páginas del cuaderno decían así:

“Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.

“El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.

“Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.

“De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles, el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de batalla.

“Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen vivos los prisioneros’, dijo riendo.

“Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo: ‘Disculpe, señor; he sido torpe’.

“Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.

“Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.

“Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al fuego.

“Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como consuelo.

“Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse, como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con sus manos.

“A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.

“Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla, como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.

“A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos, los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.

“Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.

“El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.

“Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba asuntos de caballos.

“Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir. Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese momento Vega se pasó las horas escribiendo.

“Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color azulado de tan negro.

“Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos, peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero. Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad.

“En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños, descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban. Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.

“En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo excluyera de toda sospecha.

“Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al viejo’.

“Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.

“El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento, Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.

“Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno –yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado por confesión, sino esto que acabo de escribir.”

Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió. Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho que le había releído la historia que le cebara unos mates.

Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al cuello.

Fuente: Diario Página 12.

lunes, 14 de febrero de 2011

El sur, por Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

jueves, 27 de enero de 2011

Arte Poética por Jorge Luis Borges

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

miércoles, 26 de enero de 2011

Viceversa por Mario Benedetti

Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte
tengo ganas de hallarte
preocupación de hallarte
certidumbre de hallarte
pobres dudas de hallarte

tengo urgencia de oírte
alegría de oírte
buena suerte de oírte
y temores de oírte

o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.

viernes, 21 de enero de 2011

Odio desde la otra vida cuento de Roberto Arlt

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
-Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?

El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:

-Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.

Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:

-Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.

Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:

-Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.

Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:

-Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.

Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:

-Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.

Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que lo había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.

El árabe prosiguió:

-Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: "Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así". Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?

Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:

-Usted y Lucía se odian desde la otra vida.

-...

-Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.

Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda lo aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.

-Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.

Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:

-¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.

Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro "assani", presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.

Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.

Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y lo invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:

-Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.

Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:

-Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró:

-Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.

Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.

Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.

Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!

Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y tajante-, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.

Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.

Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.

Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente lo protegían.

No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.

De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no lo conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:

-Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.

Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:

-Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.

Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.

-Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?

Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:

-Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...

Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.

Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros lo tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos lo obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que lo había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:

-Lucía, Lucía, soy inocente.

Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.

El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:

-Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.

-Soy inocente -exclamó Fernando-. Lo encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.

Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a "Lucía". Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. "Lucía", rodeada de sus eunucos, lo observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. "Lucía" lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:

-Afcha, échalo a los perros.

El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...

El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:

-¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.

Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:

-Todo esto es extraño e increíblemente verídico.

Tell Aviv continuó:

-Si tú quieres puedes matar a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.

-No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.

Tell Aviv insistió.

-No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.

Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:

-Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.

Y levantándose, salió.

Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí lo encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:

-Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...

martes, 4 de enero de 2011

La Cuartelera. Zamba Anónima (recopilación Eduardo Falú)


Somos los artilleros
que a la par del cañón
echan rodilla en tierra,
los que a la guerra van con valor.

Es que ha sonao el clarín
y allá voy a luchar
peligra nuestra bandera,
mano extranjera la quiere arriar.

Cuando detrás de los cerros alumbra el sol,
la zamba cuartelera a mi bandera verá flamear.

Salta en mi cuna, sí,
de Güemes hijo soy
por mi patria argentina
con gusto siempre la sangre doy.

El 5to. ya va a partir
y el cañón va a tronar.
No quiero dejarte sola, mi negra
porque me has de olvidar.

Cuando detrás de los cerros alumbra el sol,
la zamba cuartelera a mi bandera verá flamear.

Zamba de la toldería de Buenaventura Luna - Óscar Valles - Fernando Portal


Tristeza que se levanta
del fondo ‘e las tradiciones,
del toldo traigo esta zamba
como un retumbo en malones.

Con una nostalgia fuerte
de ranchería incendiada,
de lanzas, de boleadoras
y de mujeres robadas

Yo di mi sangre a la tierra
como el gaucho en los fortines
por eso mi zamba tiene
sonoridad de clarines.

Estruendo de los malones,
ardor de las correrías,
tostada de amores indios,
cobriza es la tierra mía.

Amansada de distancia
de largo tiempo sufrido
mi zamba viene avanzando
del toldo donde ha nacido.