miércoles, 26 de diciembre de 2007

ORACIÓN DE NAVIDAD por Alejandro R. Melo

Jesús, iba a pedirte por los que están solos en esta noche, por los que tienen frío, por los que la pasan en terapia intensiva, por los que no tienen ni parientes o sus parientes ni siquiera los saludan. Iba a pedirte por los que tienen penas de amor, y por los que ya ni siquiera tienen penas. Por los que están muertos en vida. Por los deprimidos. Iba a pedirte, en fin, por los que no saben de Ti o por los que saben que ésta, es quizás, o seguramente su última Navidad. Pero pensándolo bien, no es necesario que pida por ellos, porque Tú siempre estás con ellos, aunque no te vean. … Más bien te pediré por los que están llenos de gentes y de amigos, por los que tienen de todo y no les falta nada. Por los que ríen y beben. Por los que celebran descontroladamente y hacen regalos costosos. Por los que miran con complacencia a su prójimo que espera un mendrugo de pan en el dintel de su puerta. Te pido por los plenos, por los saciados, por los dichosos y alegres, porque tal vez, Tú no estés en sus corazones esta noche.
Que misterio el de esta Noche Jesús. Tu noche que anuncia el Día Santo de la Redención. Un ser tan pequeñito y desvalido. Tan necesitado de unos brazos de mujer y tan incapaz de valerse por si mismo, y un Dios tan Infinito, tan Grande, tan Misericordioso.
Jesús, esta es tu Noche, la noche en que los ricos y poderosos no te acogieron y tuviste que nacer en un humilde establo. Déjame ser un buey o un cabrito, o un becerro que te caliente con su hocico. Déjame tener la inocencia y la ternura de uno de esos animales o la humildad de los pastores para caer de rodillas y yo también adorarte. Porque así de rodillas ante Ti, es la única forma en que yo me encuentro a mí mismo y tengo la plenitud que nada ni nadie me da. Porque de rodillas contemplando la maravilla de tu ternura y tu compasión, puedo avisorar un resplandor de tu Infinita Misericordia. Gracias, Jesús.

viernes, 21 de diciembre de 2007

AY! PARA NAVIDAD Villancico Argentino


(Villancico Provinciano del
NorOeste Argentino y de Bolivia)


Nochebuena, nochebuena
ay, para Navidad
ay, mi paloma quebradeñitay....
te vendré a buscar.
Te vendré a buscar
casi al aclarar,
charangos y guitarras
palomay, para festejar.
(Tarareo)
Ay, mi paloma quebradeñitay,
te vendré a buscar.

Una estrella se ha perdido
ay, para Navidad
y en la capilla de la quebrada
seguro estará
Seguro estará
para contemplar
esta nuestra alegría
palomay,
de la Navidad.
(Tarareo) .
Y en la capilla de la quebrada
seguro estará.

jueves, 20 de diciembre de 2007

RECUERDOS DEL PORTEZUELO de Atahualpa Yupanqui

En esas mañanitas de la quebrada
yo bajaba la cuesta como si nada
y en un marchao parejo de no cansarse
me iba pidienda riendas mi mula parda
Al pasar por el rancho del Portezuelo
salían a mirarme sus ojos negros
Nunca le dije nada pero ¡qué lindo!
y de feliz yo daba mi copla al viento


"Parezco mucho y soy poco
esperemos y esperemos
pa'cuando salga de pobre
viditay conversaremos"

Los vientos y los años me arriaron lejos
lo que ayer fue esperanza hoy es recuerdo
Me gusta arrinconarme de vez en cuando
a pensar en la moza del Portezuelo

¿ Qué mirarán sus ojos en estos tiempos ?
Mi corazón, paisano, quedó con ellos ...
Nunca le dije nada, pero ¡ qué lindo !
sólo tengo la copla pa'mi consuelo

"Parezco mucho y soy poco
esperemos y esperemos
pa'cuando salga de pobre
viditay conversaremos"


¿ Dónde estará la moza del Portezuelo ?
¿ Están tristes o alegres sus ojos negros ?
Nunca le dije nada, pero ¡ qué lindo !
siento un dulzor amargo cuando me acuerdo

lunes, 17 de diciembre de 2007

LA CABEZA DEL PERRO por Arthur Conan Doyle


Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.

martes, 11 de diciembre de 2007

DIOS VE LA VERDAD PERO NO LA DICE CUANDO QUIERE por León Tolstoi

En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

-Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

-¿Es que temes que me vaya de juerga? -replicó Aksenov, echándose a reír.

-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.

-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.

Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos; descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.

-¿Por qué me interroga? -inquirió a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.

-Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche -replicó el oficial-: quiero ver tus cosas -añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.

Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov. De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.

-¿De quién es esto? -exclamó.

Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.

-¿Por qué está manchado de sangre? -preguntó el jefe de policía.

Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:

-Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío...

-De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes pernoctaron estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.

Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.

El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika. Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.

Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas. Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.

-¿Qué pasará ahora? -preguntó la mujer.

-Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.

La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.

-No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?

-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran. Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.

Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.

Lo condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.

Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.

En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el Libro de los mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.

Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.

Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.

Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.

-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.

-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.

-De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.

Aksenov preguntó levantando la cabeza:

-¿Has oído hablar allí de los Aksenov?

-¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?

A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.

-Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados -dijo suspirando.

-¿Qué delito has cometido? -preguntó Makar Semionovich.

-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.

Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.

-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! -exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.

Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:

-Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.

Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.

-Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -preguntó.

-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.

-Tal vez sepas quién mató al comerciante.

-Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo -replicó Makar Semionovich, echándose a reír-. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.

Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el balcón de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos... Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.

«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.

Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.

Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.

Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.

-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.

Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.

-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.

Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.

-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.

Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.

-Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó, de nuevo, el jefe.

-No puedo, excelencia -replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich-. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.

A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.

A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.

-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? -exclamó.

Makar Semionovich guardaba silencio.

-¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado -insistió Aksenov, incorporándose.

Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:

-¡Iván Dimitrievich, perdóname!

-¿Qué tengo que perdonarte?

-Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.

Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:

-Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.

-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...

Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:

-Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.

Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en lágrimas.

-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.

Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.

Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.

EL GATO NEGRO por Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

viernes, 7 de diciembre de 2007

A LA DERIVA por Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

sábado, 1 de diciembre de 2007

EL AMOR NUEVO por Amado Nervo

Todo amor nuevo que aparece
nos ilumina la existencia,
nos la perfuma y enflorece.

En la más densa oscuridad
toda mujer es refulgencia
y todo amor es claridad.
Para curar la pertinaz
pena, en las almas escondida,
un nuevo amor es eficaz;
porque se posa en nuestro mal
sin lastimar nunca la herida,
como un destello en un cristal.

Como un ensueño en una cuna,
como se posa en la rüina
la piedad del rayo de la luna.
como un encanto en un hastío,
como en la punta de una espina
una gotita de rocío...

¿Que también sabe hacer sufrir?
¿Que también sabe hacer llorar?
¿Que también sabe hacer morir?

-Es que tú no supiste amar...

LA DECISIÓN DE DURAND Por Alejandro Roberto Melo

Cuando Felipe Durand llegó al colegio, inmediatamente generó las miradas socarronas de los más “vivos” del aula. Bueno, en definitiva, la mayoría de ellos no eran tan vivos como pensaban, porque mientras ellos no llegaron a recibirse en la universidad ni a ser comerciantes o empresarios de éxito, Felipe, con su carácter apocado y sus escasas aptitudes para el deporte, logró lo que la mayoría de la clase no obtuvo: se convirtió con los años en un profesional exitoso, admirado por todo el pueblo. Con el tiempo, hasta fue abandonando la manera de vestir casi ridícula con que de chico lo enfundaba su posesiva madre, y llegó a lucir los mejores trajes que pudo comprar su próspera profesión.

Cuando terminamos el colegio secundario nos dejamos de ver por varios años. Los años universitarios nos separaron porque si bien los dos elegimos irnos a Buenos Aires, las carreras que estudiamos no tenían nada que ver. Yo, luego de ganarme la vida durante años como empleado de un estudio jurídico, logré finalmente recibirme de abogado, pero para ello necesité el doble del tiempo que normalmente hubiera empleado un estudiante normal.

Él, por el contrario, resultó ser el mejor promedio de su promoción de la Facultad de Veterinaria.

La nostalgia del terruño nos embargó a los dos. Finalmente, cada uno por su lado, emprendió el regreso con el título bajo el brazo, para buscar fortuna en el lugar que nos vio nacer.

En el pueblo es imposible no encontrarse, y como siempre respeté a Felipe, a diferencia de mis compañeros de colegio, enseguida nos contactamos y hasta se puede decir que nos hicimos grandes amigos.

Felipe se casó con una chica del pueblo, que contó, por supuesto, con el beneplácito de su madre.

Tal como dicen, uno en una mujer a veces busca la imagen de la madre o bien su opuesto. Resultó ser que la mujer de mi amigo se parecía, por lo autoritaria, a su suegra. Felipe estaba acostumbrado a que lo tuvieran a mal traer, y a que le impusieran sus decisiones. Es como si nunca hubiera logrado desprenderse del control familiar.

Por costumbre o por inercia, su matrimonio transcurrió como tantos otros: muchas obligaciones, niños, visitas familiares, pocas alegrías y menos satisfacción. Felipe aguantaba los constantes planteos de su cónyuge, a quien no le bastaba nada de lo que él le ofrecía. En definitiva, ella también era una prisionera de esa vida gris.

Como a todos los hombres, a mi amigo también le llegó el momento del balance, porque cerca de los cincuenta, uno ya no tiene tanta paciencia, o ve las cosas de manera distinta. A algunos se les da por el divorcio en cuanto encuentran alguna muchacha más joven que los seduce con su piel suave y su alegría burbujeante, aunque tal vez se esconda detrás de esa sonrisa cómplice alguna intención mezquina. Otros, se conforman con la vida que llevan y terminan infartados o recurriendo a la misma rutina dominguera. Pero también los hay, como Felipe, que sienten que la vida les da otra oportunidad y se suben al tren de la aventura.

Un día, conoció a una mujer recién llegada al pueblo. Enseguida simpatizó con ella. Comenzó a frecuentarla y a encontrar en ella el bálsamo para sus penas existenciales.

Pero en los pueblos, a diferencia de las grandes ciudades, no existe la intimidad, y a poco que alguien tenga una aventura, hablan de la misma hasta las piedras.

Al borde del escándalo, Felipe empezó a pensar en otra solución. ¿Qué haría para desembarazarse de su esposa? Hasta llegó a fantasear con matarla o mejor aún, con una muerte tras una penosa enfermedad. Nada de ello era viable, así que forzado por las circunstancias comprendió que debía tomar una decisión.

Una tarde me vino a buscar a la Fiscalía y me confesó su problema. En realidad, yo ya estaba al tanto del asunto, como era de esperar, ya que las señoras hablaban del pobre Felipe y su “affaire”. Unas lo consideraban un sinvergüenza que engañaba a su esposa, otras contestaban que ella era una perra que le hacía la vida imposible. Mi mujer me vino con el cuento, y yo me hice el que no sabía nada, pero siendo por entonces Felipe un personaje importante en el pueblo, hasta en la propia Fiscalía los empleados murmuraban.

“No tenés más remedio que blanquear la situación” –le dije sin mayores rodeos.

El me expresó su miedo, su impotencia ante el hecho de no saber cómo enfrentar a su mujer después de tantos años de casados. ¿Y sus hijos… qué dirían sus hijos?

Hablamos largamente y me contó de sus fantasías asesinas. No necesité persuadirlo de que eso era una locura. No valía la pena pasar tantos años preso para liberarse de una mujer.

En algo habré ayudado porque al otro día, Felipe tomó sus cosas y se fue a vivir a la casa de su amante.

Fue sin lugar a dudas una de las pocas decisiones que tomó por si mismo, y una de las más trascendentes de la vida. Estaba al tanto de las consecuencias, pero igual decidió apostar al futuro.

Su mujer no se iba a contentar así nomás, así que le armó todos los escándalos que pudo y lo desacreditó en el supermercado, en el club social y en cuanto lugar le prestaran oídos. “Nunca te voy a dejar en paz” –le gritó frente a varios vecinos.

Harto de la situación, Felipe decidió mudarse de pueblo e iniciar una nueva vida. Alquiló el consultorio que le había regalado su difunta madre, cargó el auto y partió con su nueva mujer hacia un destino más feliz.

El plan era instalarse en un pueblo donde nadie los conociera. El viaje en si mismo era toda una aventura, ya que como no tenían un lugar decidido aún, se prolongaría como una extensa luna de miel hasta encontrar ese lugar que finalmente los cobijara.

Pero la tragedia no suele soltar la mano de sus ungidos. Por más que uno pretenda poner kilómetros de distancia, la sombra del destino nos sigue día a día.

Cansados de viajar, decidieron hacer noche en un motel. La noche estaba fría aunque poblada de estrellas. Los perros ladraban a la distancia y los grillos entregaban su canto monocorde. El cuarto que tomaron los amantes era simplemente prolijo, sin lujos de ninguna especie pero limpio. Luego de cenar liviano porque estaban muy cansados, saludaron al conserje y se fueron a la habitación. El cuarto estaba frío. Prendieron el calefactor, se lavaron los dientes y se fueron a dormir.

Al día siguiente, la mucama no pudo ingresar a limpiar el cuarto. Supuso al principio que la pareja estaba descansando, pues había llegado ya entrada la noche. Hacia el mediodía, el conserje comenzó a pensar que se habían marchado sin pagar, pero advirtió que estaba el auto en el estacionamiento. Llamaron a la puerta sin respuesta alguna. Preocupado, el conserje buscó la llave adicional y se dirigió al cuarto para comprobar el estado.

En cuanto abrió la puerta, se dio cuenta de la diferencia de temperatura ya que el calor era agobiante.

Allí los encontró. Los dos cuerpos estaban desnudos y abrazados sobre la cama. No reaccionaban. Les tomaron el pulso. No había signos vitales. El conserje llamó a un médico, y cuando comprobó éste que la pareja estaba muerta, decidieron llamar a la policía.

Como en cada caso de muerte dudosa, la policía da cuenta a la Justicia. Le correspondía intervenir a mi Fiscalía, aunque estaba en el límite de su jurisdicción.

Asombrado con la noticia tomé mi auto y me dirigí al lugar. Hablé con el conserje, con el médico que revisó los cuerpos. La policía iba y venía y antes de retirar los cadáveres, se procedió a clausurar el cuarto.

El médico que intervino acertó en su diagnóstico desde el principio, y eso hizo que la policía llamara a los bomberos. La causa de la muerte fue, tal como horas después lo confirmara la autopsia, intoxicación con monóxido de carbono. Ordené una pericia de bomberos, los que emitieron un dictamen concluyente: el conducto de ventilación de gases del calefactor de tiro balanceado estaba obstruido por barro y paja. El experto dedujo de ello, que algún ave estuvo elaborando su nido sobre dicho conducto, hasta que producida la obstrucción total, los gases comenzaron a inundar la habitación.

Si bien había tenido algunos casos en la Fiscalía de muertes por monóxido producida por el uso de braseros, era la primera vez que tenía un caso generado por un calefactor a gas. Convoqué a mi despacho al médico forense y le pedí explicaciones.

Lo conocía hace años y sabía que aunque alternaba su profesión médica con su vida de chacarero, era un profesional serio y confiable y, por otra parte conocía muy bien a Felipe, con quien compartía la comisión directiva del Círculo Médico.

“Mirá –me dijo- mientras encendía un cigarrillo, este asunto del monóxido es así: toda combustión incompleta genera la producción de monóxido de carbono, que es un gas sin olor, que sin embargo tiene la propiedad de combinarse con la hemoglobina desplazando al oxígeno de la sangre. En las intoxicaciones más leves produce dolores de cabeza, náuseas y su efecto es acumulativo en el organismo. A veces se lo ha confundido con una intoxicación por drogas. Cuando la intoxicación llega a los límites puede generar la incapacidad definitiva o la muerte. La víctima puede darse cuenta, despertar en algún momento, pero sus miembros no le responden, quiere pedir ayuda pero no puede, hasta que finalmente se queda como dormida. “

Revisé una y otra vez el informe de los bomberos. Comencé a darme cuenta que podía haber una responsabilidad del propietario del motel, porque si bien la estufa era de tiro balanceado, probablemente no existía suficiente ventilación en el cuarto. Pero lo que más me intrigaba, era ese asunto de que un pájaro hiciera su nido en el “sombrerete” de la estufa.

Me fui nuevamente al lugar de la tragedia, le pedí al perito de bomberos que me acompañara y me comentó que no era tan extraño el accidente, ya que muchas veces, sobre todo en verano, cuando las estufas no se usan, los pájaros encuentran un buen lugar para hacer sus nidos en la ventilación. En cuanto a la aireación del cuarto, era la adecuada según me dijo, de acuerdo a las normas técnicas, aunque seguramente, por el frío que hacía esa noche, habían obstruido la rejilla de entrada de aire con una toalla.

Ya me volvía para mi pueblo, convencido de que a mi amigo Felipe simplemente lo había perseguido la fatalidad, cuando un paisano que hacía el mantenimiento del motel se me acercó y me dijo: “Doctor, ¡qué terrible lo que pasó!, aquí están todos sorprendidos, nunca había ocurrido nada así en este hotel. La verdad es que al dueño no le hace buena propaganda, sobre todo porque por aquí todo se comenta y se sabe. Fíjese la cantidad de curiosos que se juntaron cuando retiraron a la mujer y al hombre…hasta vinieron gentes que estaban de paso en el pueblo, incluso una mujer de campera negra que yo nunca había visto, y que me pareció que se reía mientras los cargaban en la ambulancia…¡Ya no hay respeto ni por los muertos, don!”

EL HOMBRE DEL CUARTO DE AL LADO por Alejandro R. Melo

Nacimos en una de esas casonas típicas de Buenos Aires, en donde las habitaciones se alinean una a una detrás de otra, y dan a una galería con un patio damero lleno de masetas con helechos y un paredón con madreselvas.
No podía ser más patético nuestro albor, aunque en ese momento mis hermanos y yo no cobrábamos conciencia de ello. Es lógico, de niños lo único que nos importaba era correr detrás de una pelota o armar un juego de escondidas o mancha o, en los momentos más excitantes, jugar al “ring-raje” mientras nos divertíamos observando las puteadas que lanzaba la vecina de la cuadra a quien le tocaba en suerte la chanza.
Pero pasar por delante del cuarto del hombre de al lado, eso era otra cosa. Ermitaño de los suburbios porteños, salía para ir a trabajar cada mañana a la carbonería de don Manolo, y volvía cada tarde para encerrarse en su claustro. No saludaba a nadie, no hablaba con nadie. Su existencia en la casa era tan silenciosa como tétrica. Era un hombrón grandote y pesado, con unas manos rudas y las uñas oscuras, los brazos peludos. Vestía pobremente y tenía siempre una barba de uno o dos días. Sus ojos eran oscuros y escudriñadores y tenía cejas muy pobladas y negras. Tratábamos de no hacer ruido cuando pasábamos delante de la puerta de su cuarto y sólo sabíamos de él cuando escuchábamos la cadena del baño que estaba al final del pasillo. Algunas noches, se escuchaban ruidos en el cuarto contiguo, lo cual bastaba para imaginarnos los demonios, monstruos y fantasmas que habitaban seguramente con el hombre de al lado y mantenernos con los ojos abiertos o rezando el rosario para protegernos hasta que el sueño nos vencía.
Por entonces tejíamos las mil historias con mis hermanos sobre su existencia, asegurando los mayores que sin dudas se trataba del tan temido “hombre de la bolsa” con que nos amenazaba mamá para que nos fuéramos a dormir la siesta. Mezcla de monstruo y asesino serial de niños y gatos, cruzar una simple mirada con él, significaba tener una pesadilla o quedar congelado del terror.
Bien tarde se le escuchaba hacerse una pava para el mate en la cocina común, y ése era el momento en el que todos nos metíamos a la pieza y resonaba la cortina de maderitas.
Sus días nos parecían todos iguales, invierno y verano, siempre apegado al mismo horario. Nunca lo visitaban amigos ni se le conocía mujer alguna. Sin embargo, a mi me parecía que estaba esperando a alguien o a algo. No se qué. Pero algo había en su actitud que me hacía pensar que detrás de esa espantosa rutina que no sabía ni de sábados ni domingos, podía tener una secreta reunión con su destino.
Nunca nos atrevíamos a preguntarle a mamá por el hombre de al lado. O mejor dicho, las pocas veces en que alguno de nosotros osaba insinuar alguna pregunta sobre el misterioso vecino, mi madre nos miraba con esos ojos que parecen lanzar fuego y eso era suficiente para que olvidáramos el asunto y nos calláramos la boca.
Fue un domingo, en el que logramos escabullirnos a la hora de la siesta, que nos confabulamos para develar el misterio del hombre de al lado.
Curiosamente, esa tarde la puerta de la pieza estaba entreabierta. Ninguno se atrevió a cruzar el umbral, convencidos como estábamos que aquel sitio era el mismísimo portal del infierno en donde encontraríamos los vestigios de los más espeluznantes crímenes. La penumbra apenas iluminaba el cuarto dentro del cual pudo divisarse algún manto rojo. “Seguro que es la capa del demonio!!!”- afirmó muy seguro uno de mis hermanos. Un retrato sobre un mueble, la jarra de agua y un espejo herrumbroso. Más allá la cama de bronce y lo que se adivinaba ser una radio.
Esa tarde me di el susto de mi vida, porque mis hermanos salieron huyendo y yo cuando me di cuenta y di media vuelta para seguirlos, me encontré cara a cara con el hombre de al lado.
Quedé paralizado, me temblaban las rodillas. El me miró fijamente –y esos instantes a mí me parecieron eternos-, y luego, sin decir palabra, pasó a mi lado se metió en la pieza y cerró la puerta. Descubrí al ratito que me había hecho pis en los pantalones cortos.
Pasó el tiempo de aquel episodio, y siempre tratamos de evitarlo. Yo a veces soñaba con él, era toda una verdadera pesadilla. El hombre de al lado me perseguía con un cuchillo de carnicero y aunque nunca me alcanzaba, me despertaba transpirando o con lágrimas en los ojos.
Otra vez, en esos días cercanos a fin de año en el que los chicos salíamos a tirar petardos y explotar los “rompeportones” y “ametralladoras” contra la puerta de alguna casa vecina, nos encontrábamos armando una de esas maquinaciones en el patio de la casa. Mala idea. Ni bien explotó el primer petardo, cuyo estruendo parecía mayor por estar en un lugar cerrado por paredes, mi mamá nos retó: “¡Están molestando al hombre de al lado!. ¡Chicos de porquería, habrase visto tanta desfachatez!” Mis amigos salieron corriendo de la casa y mis hermanos y yo, con la cola entre las patas, nos metimos a la pieza a hacer los deberes de la escuela.
Un día, a la vuelta de clase, encontramos a mamá muy consternada. No entendíamos bien lo que le pasaba: la Asistencia Pública se había llevado al hombre de al lado. Nunca más volvió. Parece que murió en la ambulancia camino al hospital.
¡Por fin nos sentiríamos liberados! Sin embargo, no entendíamos bien por qué razón mi madre estaba tan triste. “¿Te pasa algo mamita?” – se animó a preguntarle mi hermana. “Nada, hijita, nada” –dijo mi mamá mientras se le escapaba una lágrima.
Solo años después nos enteramos que el hombre de al lado era papá.