miércoles, 25 de agosto de 2010

Piedra y Camino de Atahualpa Yupanqui

Del cerro vengo bajando,
Camino y piedra,
Traigo enredada en el alma, viday
Una tristeza...

Me acusas de no quererte.
No digas eso...
Tal vez no comprendas nunca, viday
Porque me alejo...

Es mi destino
Piedra y camino...
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino...

Por mas que la dicha busco,
Vivo penando...
Y cuando debo quedarme, viday
Me voy andando...

A veces soy como el rio:
Llego cantando...
Y sin que nadie lo sepa, viday
Me voy llorando...

Es mi destino,
Piedra y camino...
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino...

lunes, 9 de agosto de 2010

CONFESIÓN (Tango) de Enrique Santos Discépolo y Luis César Amadori

Fue a conciencia pura
que perdí tu amor...
¡Nada más que por salvarte!
Hoy me odias
y yo feliz,
me arrincono pa' llorarte...
El recuerdo que tendrás de mí
será horroroso,
me verás siempre golpeándote
como un malvao...
¡Y si supieras, bien,
qué generoso
fue que pagase así
tu buen amor..!

¡Sol de mi vida!...
fui un fracasao
y en mi caída
busqué dejarte a un lao,
porque te quise
tanto...¡tanto!
que al rodar,
para salvarte
solo supe
hacerme odiar.
Hoy, después de un año
atroz, te vi pasar:
¡me mordí pa' no llamarte!...
Ibas linda como un sol...
¡Se paraban pa' mirarte!
Yo no sé si el que tiene así
se lo merece,
sólo sé que la miseria cruel
que te ofrecí,
me justifica
al verte hecha una reina
que vivirás mejor
lejos de mí..!

Jean Guiton: de la vida a la Vida por Francesca Pini

Je n´ai pas le droit de mourir avant l'an 2000 (no puedo morir antes del 2000), me repetía, a menudo, Jean Guitton. Expiró el domingo de Cuaresma en el que el Evangelio proclama la resurrección de Lázaro, signo preciso y luminoso, para él, que hizo de la relación entre tiempo y eternidad el objeto de su reflexión filosófica:

Cuando se llega al final de la propia existencia y se mira en su totalidad, uno se da cuenta de no haber abandonado jamás la eternidad. La vida humana es ya una participación misteriosa en la eternidad divina. Como san Francisco hablaba de la hermana muerte: un estado de pureza grande que reduce a cada uno a su esencia; sostenía también que la muerte no existe, ya que se pasa inmediatamente de un estado a otro, es decir, de la vida a la Vida. Del juicio particular ante Dios le preocupaban sus pecados de omisión.
El Misterio es otro tema fuerte que ocupa su vida, su reflexión. No se puede comprender, pero puede ser vivido. La oración es un acto tanto vertical como horizontal, porque se nutre de todas las instancias, los deseos, los momentos que el hombre vive, y es el extremo paso de la razón, porque con esa la “ratio” se transforma en “oratio”, completándola.

Para él, el drama de la existencia consistía en la coincidencia entre el tiempo que nosotros vivimos y el hecho de experimentar que somos eternos, como en el fondo decía Spinoza (por esto lo admiraba). Y es precisamente la vida cotidiana, tan llena de dificultades, la que permite descubrir la mediación entre lo eterno y el tiempo: mediador por excelencia entre estas dos realidades ha sido precisamente Jesús encarnado, muerto y resucitado.

SOBREVIR EN COLOR

Decía: Sobreviviré a mí mismo de dos modos: en blanco y negro, y en color, a través de mis escritos y mis pinturas. Amaba los colores porque los consideraba una anticipación de la gloria de Dios. En su estudio parisino, el espacio estaba netamente dividido entre centenares de

libros (de él también permanecen unas ochenta obras) y cuadros repartidos por todas partes, en un desorden muy artístico; sobre el caballete, en el medio del cuarto, un lienzo pintado por él representaba a su Pascal. Le encantaba, sobre todo, hacer retratos, porque en la cara reconocía la esencia del hombre. Como, precisamente, aquél de Pascal que le había enseñado que el hombre supera al hombre, que el pensar humano no puede ser medido con el pensamiento humano.

Jean Guitton era un extrovertido que invitaba a la interioridad. Todavía hasta hace unos años, todos los miércoles, un grupo de estudiantes se reunía en su casa: sentados por el suelo, estaban horas y horas escuchándole hablar de Platón, de Teilhard de Chardin, de la confrontación entre fe y ciencia. Pensaba, a menudo, en los jóvenes de mañana, antorchas por encender y no vasos por llenar con nociones sofocantes.
No he envejecido, sino que he vivido más juventudes, le gustaba decir, y esta convicción hacía de él verdaderamente un espíritu joven, a pesar de sus noventa y ocho años.

Era un hombre simpático, siempre pronto a la ironía, capaz de leerte con una mirada; decía saber intuir los destinos de las personas gracias a una inspiración mística: así desde el inicio, sabía que Louis Althusser, su mejor amigo y alumno, lo había traicionado (pero él, en su corazón, no renegó nunca de él).

A sus veinte años Guitton afirmaba que, en el siglo XX, para merecer plenamente el título de filósofo era necesario ser también físico y biólogo. Gran espíritu critico, Jean Guitton, que permaneció viudo, no quiso ser sacerdote para mantener su condición de laico, y poder buscar en la duda las razones para creer (que no es saber, que no es comprender, sino que es adherirse sin conocer). Que no sorprenda su afirmación: Han sido los ateos mis verdaderos maestros. Y afirmaba, como si quisiera asegurar sobre nuestra fragilidad, que en él había dos seres: el creyente y el no creyente, que dialogaban perpetuamente.

Francesca Pini en AvvenireNi .

Tomado de: ACCION CULTURAL CRISTIANA. Sierra de Oncala 7, Bjo. Dcha. 28018 Madrid (España) Correo electrónico: acc@eurosur.org

Acuarela del río (letra y música de Abel Montes)

Un canilla poí una balsa,
una guaina, una flor en el río,
un paisaje de cielo
reflejan las aguas del gran Paraná.
Más allá, un camalote va flotando
hacia la orilla que arbolada de sauces
Nos invita a soñar...

Acuarela del río que pintas de luces
mi dulce reomance.
En el mundo no hay marco más divino
y bello para nuestro amor, son su sol,
Con sus fúlgidos matices
con su brisa perfumada
en mágico arrebol
de un lento atardecer...

Estribillo
A la deriva el bote va
con mi amada por el río.
Meciéndonos con su vaivén
que acompasa nuestro amor.
Y apoyada en mi hombro
me musita al oído
mientras beso sus manos
completan mi dicha
aromas de azahar.
Los consejos de un gran autor sobre el arte de narrarCarta a un joven escritor

Arturo Pérez-Reverte

lanacion.com | Opinión | Lunes 9 de agosto de 2010

domingo, 8 de agosto de 2010

UNA SEÑORA de José Donoso


No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular.

Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.

No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.

Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.

Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.

Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.

Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella?

No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.

Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.

Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.

En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.

Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.

A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.

Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad.

Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:

-¡Imposible!

La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.

Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.

No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.

Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.

Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.

Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.

Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.

Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.

Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.

Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.

Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.

Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.

Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.

A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.

LA MUJER DE OTRO por Abelardo Castillo



Supongo que siempre lo supe; un día yo iba a terminar llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como la imaginaba, una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé por qué digo ahora. Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín, esto sí que no me lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso bajá el paquete con el enano.
-Usted la conoció bastante -me dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras-. Ya sabe cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que no estaba seguro de haberla conocido mucho.
-Eso es cierto -dijo él, pensativo-. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. -Sonrió, sin resentimiento. -Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto fue mucho más tarde, al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora que nos habíamos visto las caras por primera vez. Carolina me lo había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro, incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta noche yo había llegado hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena.
Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle.
-Perdóneme el aspecto -dijo él-. Estoy solo y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que había dicho. Un hombre solo que no espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar qué venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo. No tenía la menor excusa para estar en esa casa a la diez de la noche. La situación era incómoda y absurda, si es que no era algo peor.
-Pase, pase -decidió de pronto-. Me cambio en un minuto;
-No, por favor. -Pensé decirle que mejor me iba; pero me interrumpió mi propia voz. -No tiene por qué cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar vestido como quisiera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina había sido él y que ésta era su casa. De todas maneras, yo no tenía ningún interés en que se cambiara. Tal vez haría bien en callarme lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a buscar, me favorecía estar bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con un sobretodo encima del saco del pijama. Eso, al llegar: ahora, las cosas habían variado sutilmente. Él estaba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una antigua estufa de hierro, confortablemente enfundado en su pijama, y yo me sentía como un embajador de la Luna.
-¿Toma mate? -me preguntó con precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer callado, de darse tiempo.
-Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.
-Usted se preguntará a qué vine.
-No. Nunca me pregunto demasiadas cosas, y siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos. -
Sonrió, con los ojos fijos en el mate. -Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su voz. No pude. La pregunta era una pregunta literal, sin nada detrás.
O con demasiadas cosas, como aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo. Yo conocía y amaba esa cara. La había visto al anochecer, en alguna confitería apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la ventana, sorbiendo una pajita. La había visto de tarde, en mí departamento, mientras ella mordía pensativamente un lápiz, cuando me dibujaba uno de aquellos mapitas o planos de lugares y casas en los que había vivido de chica, casas y lugares que por alguna razón parecían estar más allá de las palabras y de los que siempre sospeché que jamás existieron, o no en las historias que ella contaba. Bueno, sí, yo también había mirado muchas veces esa cara ausente y desprotegida, más desnuda que su cuerpo, pero nunca la había mirado de mañana, mientras Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez debería estar agradecido por eso, sin embargo no me resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más tarde, con la historia del enano.
El acababa de preguntarme a qué había venido.
-No sé. -Hice una pausa. La palabra que necesité agregar era deliberadamente malévola. -Curiosidad - dije.
-Me doy cuenta -murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero causaba toda la impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la una de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas, sin embargo no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos que en su mayor parte carecen de sentido. Hablamos de política, de una noticia que traía el diario de la noche, la noticia de un crimen. Hablamos de la inclemencia del invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no hablamos de Carolina.
En algún momento, él me preguntó si yo quería ver unas fotos.
-Fotos -dije.
No pude dejar de sentir que esa proposición encerraba una amenaza. Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados, sabe Dios qué otro tipo de imágenes.
-Fotos -repitió él-. Fotos de Carolina. Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cualquier cosa.
-Es un poco tarde -dije.
-No son tantas -dijo él, poniéndose de pie-. Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó solo. Yo aproveché la tregua para observar a mi alrededor. Intenté imaginar a Carolina junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un hervidor de leche. Tal vez era algo como eso lo que yo había venido a buscar a esa casa. En una de las paredes vi dos cuadritos muy pequeños. Me levanté para mirarlos de cerca. No me dijeron nada. Eran algo así como mínimas naturalezas muertas. Ínfimas cocinas dentro de otra cocina. Cómo saber si ella los había colgado, cómo saber si habían significado algo el día que los eligió. Cuando él volvió a entrar, traía un pantalón puesto de apuro sobre el pantalón del pijama, y un grueso pulóver, que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de cartón. Se sentó un poco lejos de mí y me alcanzó la primera fotografía:
Carolina sola. Detrás, unos árboles, que podían ser una plaza o un parque. Descartó varias y me alcanzó otra. Carolina sola, arrodillada junto a un perro patas arriba. Miró tres o cuatro más, una de ellas con mucho detenimiento. Las puso debajo del resto, en el fondo de la caja, y me alcanzó otra. Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese hombre no quería herirme.
-Ésta es linda -dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
-Sí -dije sin pensar-. Era difícil verla reírse así. Él me miró con algo parecido al agradecimiento.
-Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es distinto.
-Usted no está en ninguna de las que me mostró -le dije.
-Bueno, yo era el fotógrafo -dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que recuerdo. O todo lo que sucedió esta noche.
Le dije que tenía que irme y él me acompañó hasta la puerta de la entrada, no hasta la verja. Fue en ese momento cuando me contó la historia del enano. Después yo estaba descorriendo el cerrojo de hierro y oí su voz a mi espalda.
-Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
-Sí -le dije-. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día. Le dije que sí.