jueves, 18 de enero de 2018

La espada de Damocles y el laberinto. Reflexión de Alejandro R. Melo


Lo encontré en un viejo cuaderno, algunas reflexiones escritas el 6/11/2006 (era una época muy difícil de mi vida y mi familia). Ahora las comparto, no para que me den su aprobación o para que me tiren piedras. Simplemente para aquellos a los que puedan serle útiles:

Acabo de leer un artículo sobre el origen de la leyenda de la espada de Damocles. Bueno, no me queda muy en claro si fue leyenda o realidad.
Lo sustancial de la historia es que un rey llamado Dionisio II de Siracusa (Sicilia), en el siglo IV antes de Cristo, tenía un cortesano llamado Damocles.
Este Damocles era un adulador del rey y queriendo congraciarse con él, se la pasaba difundiendo en todos lados el gran poder y riqueza de que gozaba su soberano (un vulgar “chupamedias”, diríamos hoy).
La verdad es que Dionisio ya estaba un poco cansado de la charlatanería de Damocles, así que decidió escarmentarlo.
Le propuso intercambiarse con él por un día, así podría disfrutar de su suerte. Esa misma tarde Damocles gozó de un gran banquete y de la atención de las cortesanas. Sólo al final miró hacia arriba. Ahí es cuando cayó en la cuenta que sobre el trono que él ocupaba temporalmente, colgaba una afilada espada atada por un único pelo de caballo. La espada estaba ubicada directamente sobre su cabeza. Enseguida, al comprender el peligro, se le fueron las ganas de comer y pidió al rey abandonar el puesto, diciendo que ya no quería ser tan afortunado.
De esta manera, pudo comprender lo efímero e inestable de la prosperidad y el lujo de la monarquía.
Como sea, la vida nos pone cada tanto en situaciones límite, a partir de las cuales se olvidan todos los aspectos banales de nuestra existencia. Se nos quita el apetito y perdemos el deseo sexual. Todo nos pone en alerta para combatir el peligro al que estamos expuestos.
La vida es tan vana, tan impredecible y fugaz, que unos años, unas décadas, pasan como una hoja que se lleva el viento del otoño.
El tema, es saber si esta realidad de inestabilidad existencial tiene que paralizarnos o descubrir cómo enfrentar dichas circunstancias, pensando en superarlas, o sucumbir en el intento. Huir o pelear, ese es el dilema real de la vida emocional.
Pareciera que que como dijo alguna vez el poeta, la única manera de salir de un laberinto es por arriba.
Ahora bien, ¿qué significa “arriba”?
Todavía tengo que descubrirlo, pero a tientas, como quien se abre paso en medio de la oscuridad puedo imaginar algunas respuestas.
La primera respuesta al peligro sin dudas debería ser tranquilizar la mente, y pensar que sin nosotros mismos, como individuos, no hay solución posible a los problemas -como si el instinto se racionalizara-.
A partir de allí, supongo qué hay que tratar de tomar distancia del problema -por complejo y doloroso que sea- poniéndolo en perspectiva.
¿Cómo? Pensando si en el contexto de nuestra existencia es tan importante como para dejar la vida por él. Pensando qué visión tendríamos del problema en un año, o simplemente en unos meses. O qué significaría este problema en el transcurrir de nuestra vida. No solamente de nuestra vida actual, sino nuestro pasado y nuestro futuro. Si es necesario, ponerlo en la dimensión humana y pensarlo en función de la historia de la humanidad. Si ello no alcanzara, elevarnos en el pensamiento a Dios, y procurar entender qué significaría el problema que hoy nos angustia en el contexto de la eternidad.
Tal vez esto parezca muy exterior, muy divagante, porque nuestros problemas son nuestros y no del vecino; ni siquiera de quienes nos quieren. El dolor nos duele a nosotros, no a quienes se “conduelen” con él.
Como dice el dicho: nacemos y morimos solos.
Los demás, más cercanos o más lejanos, son sólo nuestros compañeros de ruta.
Pero hay algo tan íntimo que nada ni nadie puede quitarnos: nuestra intimidad con Dios, que todo lo penetra. Que es omnipresente y omnisciente. Dios, que es infinitamente misericordioso.
Esa seguramente es la culminación de nuestra evolución. La única forma absoluta de salir del laberinto.

martes, 16 de enero de 2018

La noche de fiesta. Cuento de Alejandro R. Melo


Nunca me siento más solo que cuando estoy rodeado de muchas personas. Desde niño me sentí “sapo de otro pozo” cuando me invitaban a una fiesta.
Fui un niño taciturno y vergonzoso. Que aceptaba refugiarse en su timidez antes que afrontar el pretendido ridículo frente a mis amigos y compañeros. En realidad me parapetaba en una esquina y me conformaba con tener alguna charla insustancial, con algún contertulio también aislado.
Esa noche había tomado de más. Los ojos se me entrecerraban mientras la música estridente aplastaba mis oídos y las risas sonaban a ruido de hojalata.
Encontré un sillón desocupado y mientras trataba de evitar que cayera el vaso de mi mano, finalmente cedí a las fuerzas de la naturaleza.


Caía la tarde y vi la pulpería a unos cuantos metros, detrás de una loma. Bajé del caballo y lo até en el palenque. Entré en la pulpería. Era un rancho de adobe con techo de paja. Enfrente, y detrás de una reja, atendía el propietario.
Salió a mi encuentro. Pasó un trapo rejilla sobre la mesa que ocupaba y sin preguntar nada trajo unos pocillos con queso cortado, un poco de pan y un vaso de metal con vino tinto.
Yo estaba cansado y un poco confundido.
A poco de estar, a la lejanía se escuchó un galope; la tierra temblaba bajo nuestros pies. Era obvio que se acercó y se detuvo en el patio de la pulpería. Al ratito, atravesó la cortina de tiritas de caña, un hombre joven. Llevaba bombachas de campo, camisa arremangada, faja y rastra, un facón cruzado en la espalda y alpargatas. Tenía una barba no muy larga y pañuelo en la garganta.
Si mayores redondeos se me vino derecho a mi mesa y sin pedir permiso se me sentó enfrente.
El propietario le trajo más queso y un salame trozado, pan y un vaso de vino tinto.
Alcé la mirada, pero sus ojos penetrantes me hicieron desviar la vista. Era como si en un instante su presencia me hubiera atravesado como un rayo. Al momento siguiente, la conmoción se transformó en una inmensa calma, como si un puro y transparente lago hubiera invadido mi alma.
En unos instantes, pasé de la vergüenza a sentir un gozo indescriptible. Un suave calor que acariciaba mi ser, como un abrazo de madre.
Nunca me había sentido así, y ni siquiera había cruzado aún una palabra con el extraño, aunque sentía que aquel personaje me había conocido desde siempre.
Me miró y me dijo: -“Desde antes que nacieras, yo te conocí”.
Luego, levantó el vaso de vino y tomó un sorbo. Ahí pude ver su mano llagada.
Entonces sopló el Pampero, la cortina de tiritas hizo sonar su música de palo y fue cuando alguien me zarandeó el hombro:
-“Es hora de irse” -me dijo- y comprendí que estaba soñando.
El cielo se había poblado de estrellas y las nubes se habían disipado.

“Antes que te formase en el vientre te conocí, antes que nacieras te santifiqué, te di por profeta a los gentiles” (Jeremías 1:5)