martes, 16 de enero de 2018

La noche de fiesta. Cuento de Alejandro R. Melo


Nunca me siento más solo que cuando estoy rodeado de muchas personas. Desde niño me sentí “sapo de otro pozo” cuando me invitaban a una fiesta.
Fui un niño taciturno y vergonzoso. Que aceptaba refugiarse en su timidez antes que afrontar el pretendido ridículo frente a mis amigos y compañeros. En realidad me parapetaba en una esquina y me conformaba con tener alguna charla insustancial, con algún contertulio también aislado.
Esa noche había tomado de más. Los ojos se me entrecerraban mientras la música estridente aplastaba mis oídos y las risas sonaban a ruido de hojalata.
Encontré un sillón desocupado y mientras trataba de evitar que cayera el vaso de mi mano, finalmente cedí a las fuerzas de la naturaleza.


Caía la tarde y vi la pulpería a unos cuantos metros, detrás de una loma. Bajé del caballo y lo até en el palenque. Entré en la pulpería. Era un rancho de adobe con techo de paja. Enfrente, y detrás de una reja, atendía el propietario.
Salió a mi encuentro. Pasó un trapo rejilla sobre la mesa que ocupaba y sin preguntar nada trajo unos pocillos con queso cortado, un poco de pan y un vaso de metal con vino tinto.
Yo estaba cansado y un poco confundido.
A poco de estar, a la lejanía se escuchó un galope; la tierra temblaba bajo nuestros pies. Era obvio que se acercó y se detuvo en el patio de la pulpería. Al ratito, atravesó la cortina de tiritas de caña, un hombre joven. Llevaba bombachas de campo, camisa arremangada, faja y rastra, un facón cruzado en la espalda y alpargatas. Tenía una barba no muy larga y pañuelo en la garganta.
Si mayores redondeos se me vino derecho a mi mesa y sin pedir permiso se me sentó enfrente.
El propietario le trajo más queso y un salame trozado, pan y un vaso de vino tinto.
Alcé la mirada, pero sus ojos penetrantes me hicieron desviar la vista. Era como si en un instante su presencia me hubiera atravesado como un rayo. Al momento siguiente, la conmoción se transformó en una inmensa calma, como si un puro y transparente lago hubiera invadido mi alma.
En unos instantes, pasé de la vergüenza a sentir un gozo indescriptible. Un suave calor que acariciaba mi ser, como un abrazo de madre.
Nunca me había sentido así, y ni siquiera había cruzado aún una palabra con el extraño, aunque sentía que aquel personaje me había conocido desde siempre.
Me miró y me dijo: -“Desde antes que nacieras, yo te conocí”.
Luego, levantó el vaso de vino y tomó un sorbo. Ahí pude ver su mano llagada.
Entonces sopló el Pampero, la cortina de tiritas hizo sonar su música de palo y fue cuando alguien me zarandeó el hombro:
-“Es hora de irse” -me dijo- y comprendí que estaba soñando.
El cielo se había poblado de estrellas y las nubes se habían disipado.

“Antes que te formase en el vientre te conocí, antes que nacieras te santifiqué, te di por profeta a los gentiles” (Jeremías 1:5)

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