viernes, 28 de septiembre de 2007

LA TRISTECITA (Zamba) de Ariel Ramírez (música)




Letra: María Elena Espiro

Sangre del Ceibal
que se vuelve flor,
Yo no se porqué
hoy me hiere más
tu señal de amor

Zamba quiero oír
al atardecer,
capullo de luz
que quiere ser sol
y no puede ser.

¡Ay tristecita!
Tristecita igual
que llovizna azul
murmurándole
al cañaveral


El viento la trae,
se la lleva el sol,
sueño en el Trigal
y sobre el Sauzal
lamento de amor.

Ya siento llegar
del cerro su voz,
pañuelo ha de ser
y lo he de prender
sobre el corazón.

¡Ay tristecita!
Tristecita igual,
que llovizna azul
murmurándole
al cañaveral.

LA HERMANITA PERDIDA (Aire de Milonga) de Atahualpa Yupanqui y música de Ariel Ramírez



(Homenaje a las Malvinas Argentinas)

De la mañana a la noche.
De la noche a la mañana.
En grandes olas azules
y encajes de espumas blancas,
te va llegando el saludo
permanente de la Patria.
Ay, hermanita perdida,
hermanita: Vuelve a casa.

Amarillentos papeles
píntante con otra laya.
Pero son muchos millones
que te llamamos: Hermana...
Sobre las aguas australes
planean gaviotas blancas.
Dura piedra enternecida
por la sagrada esperanza.
Ay, hermanita perdida,
hermanita: Vuelve a casa.

Malvinas, tierra cautiva
de un rubio tiempo pirata.
Patagonia te suspira.
Toda la pampa te llama.
Seguirán las mil banderas
del mar, azules y blancas.

Pero, queremos ver una
sobre tus piedras clavada.
Para llenarte de criollos.
Para curtirte la cara
hasta que logres el gesto
tradicional de la Patria.

¡Ay, hermanita perdida,
hermanita: Vuelve a casa...!

jueves, 27 de septiembre de 2007

MOREA por Alejandro R. Melo

UN FENÓMENO INEXPLICABLE por Leopoldo Lugones

Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola en que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía vino en mi auxilio.
—Conozco allá, me dijo, un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación...
Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.
Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla, su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.
Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábanse rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped que se lo tenía por hombre considerable.
No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado.
En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.
Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera.
Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva, rostro afeitado de clergyman, labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares equilibraban, con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.
Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño.
Mientras comíamos, advertí que, no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada, invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer.
—La influencia que sobre el péndulo de Rutter —dije concluyendo una frase— ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor.
Advertí al momento que acababa de interesarse con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.
—Sin embargo —respondió— Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach.
—Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.
Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.
—¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger?
—El segundo, respondí.
—Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach?
—Esta: los sensitivos con que operaba influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón eran individuos nada versados, por lo común, en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación...
—Oh, ya tenemos aquí la alucinación —dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado.
—No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.
—Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas...
—Permítame una pequeña digresión —interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje—: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?...
—Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.
—Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.
—No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888.
—¿Enfermó usted en la India?
—Sí —respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento.
—¿El cólera?... —insistí.
Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.
—Fue algo peor todavía —comenzó mi huésped—. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme.
Me incliné agradecido.
—¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer le revelará hasta dónde puede llegarse.
El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical. Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero.
—En febrero de 1858 —continuó— fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?
—Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes...
—Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.
—¿Por cuál método?
Sin responderme, continuó:
—Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver a mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático.
—¿Y pudo conseguirlo?
—Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás...
Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.
—Cálmese usted —le dije, aparentando confianza—. La reintegración no es imposible.
—¡Oh, sí! —respondió con amargura—. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro...
Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio.
—Pero en fin, ¿ese mono?..., pregunté para agotar el asunto.
—Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí!
Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación.
Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva:
—Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego.
Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre.
Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.
Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.
Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.
—No mire usted —dije.
—¡Miraré! —me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz.
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita!
Y conste que yo no sé dibujar.

martes, 18 de septiembre de 2007

NADA TE TURBE por Santa Teresa de Avila


Nada te turbe;
nada te espante;
todo se pasa;
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Solo Dios basta.

Epigrama por Ernesto Cardenal



Al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido:
yo, porque tú eras lo que yo más amaba,
y tú, porque yo era el que te amaba más.

Pero de nosotros dos, tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar a otras como te amaba a ti,
pero a ti no te amarán como te amaba yo.

LLAGAS DE AMOR por Federico García Lorca

Esta luz, este fuego que devora.
Este paisaje gris que me rodea.
Este dolor por una sola idea.
Esta angustia de cielo, mundo y hora.

Este llanto de sangre que decora
lira sin pulso ya, lúbrica tea.
Este peso del mar que me golpea.
Este alacrán que por mi pecho mora.

Son guirnaldas de amor, cama de herido,
donde sin sueño, sueño tu presencia
entre las ruinas de mi pecho hundido.

Y aunque busco la cumbre de prudencia
me da tu corazón valle tendido
con cicuta y pasión de amarga ciencia.

sábado, 1 de septiembre de 2007

LA RUBIA RENGUITA por Alejandro R. Melo

El almacén estaba situado en una de esas esquinas de Villa Crespo que todavía mostraban el aspecto de fines del siglo XIX. Los ladrillos blanqueados, la fecha de construcción en el frente y todo adentro como detenido en el tiempo. Las cajas de galletitas sueltas, el mostrador con las botellas de leche La Martona, la máquina de cortar fiambre y la caja registradora con su manivela y sus números amarillentos. Como parte de ese paisaje costumbrista, allí estaba atendiendo la renguita. Aunque era un niño, me quedé contemplando mientras me despachaban los 100 gramos de lomito y 150 de queso de máquina, que me había pedido mi mamá. La renguita era una rubia de unos ojos preciosos que llamaban la atención por su profundidad. Su boca era perfecta y sus manos mostraban la delicadeza digna de ser pintadas en un cuadro famoso -por lo menos así la veía yo-.
"¿Algo más?" -preguntó el marido de la renguita- ."No, nada más" -atiné a decir, sin poder sacarle los ojos de encima a la renguita y rogando que ni ella ni el marido se dieran cuenta de que la estaba observando.
"Son mil pesos" -dijo el hombre- y yo desenrollé una "fragata" que tenía en el bolsillo de mi pantalón corto.
Mientras volvía para mi casa, pisando siempre por la misma línea de baldosas amarillentas, para evitar caer en el abismo, iba pensando en la renguita y su marido. "La renguita es linda, ¿pero qué habrá enamorado a ese hombre para atarse de por vida a una persona que nunca podrá caminar bien? ¿Alguna vez la dejará, atraído por otra mujer con la que pueda caminar por la calle normalmente?" Continué dirigiéndome a mi casa, mientras me distraía mirando el agua que corría al lado del cordón de la vereda y me imaginaba que era un río y que las hojitas que habían caído de los árboles eran barcos que lo navegaban. No se por qué, pero siempre me admiró el fluir del agua, como el devenir de la vida misma.
En los meses y años siguientes continué haciendo mandados en el viejo almacén y volviéndome adolescente. Un día no volví a ver a la rubia renguita. Su marido seguía atendiendo el mostrador y de a poco aparecieron chicos, sus hijos que se entretenían mientras su padre despachaba. ¿Su mujer estaría postrada? Seguramente el hombre no aguantó el remordimiento de dejarla y tuvo que hacerse cargo de los chicos y de su mujer inválida. ¿Tendría la renguita alguna enfermedad degenerativa? ¿Cómo podría soportar ese hombre, todavía joven, la enfermedad de su mujer? Era seguro que el pobre hombre tuvo que buscarse una amante o recorrería penosamente los prostíbulos de la zona para calmar su desgracia, mientras la culpa le laceraba el corazón. ¿Cómo engañar a una mujer así de enferma? O quizás lograse justificarse por el gran sacrificio de soportar la penuria de estar al lado de una inválida. De seguro se consideraría encadenado sin remedio a ese destino que, por alguna pasión juvenil, él mismo contribuyó a construir. Así lo vi envejecer y perder mucho de la varonil prestancia que tenía.
Un día, la persiana de metal despintada del almacén no subió más. Sobre su frente colocaron un cartel que decía "Se alquila".

Varios años después, el Sargento Ayudante entró en mi despacho. -"Permiso Señor Comisario, aquí hay un señor que pidió verlo".
No tardé en reconocerlo, porque aunque soy muy malo para recordar nombres, después de muchos años soy capaz de identificar una fisonomía. No había dudas, era el almacenero. Enjuto y con poco pelo blanco, se paró frente a mi escritorio.
-"¿Qué lo trae por aquí, Señor?
- "Un problema con un vecino, Señor Comisario". Hizo una pausa como si tomara valor y y me dijo: -"Señor Comisario, no se si Ud. me recuerda..."
-"Usted. es..."
- "Si, el almacenero de la calle Acevedo." - dijo apenas levantando la vista.
- "Ah, si, Usted ..."
No pude con mi curiosidad y le pregunté: "¿Y cómo está su señora?"
-"No lo se señor Comisario, hace muchos años que no la veo"-
-"Ah, Ud. se separó de ella..."
-"No, no... ella me dejó, a mis tres hijos y a mí... y se fue con otro hombre."

LA CAJITA DE MÚSICA por Alejandro R. Melo



Lo que te voy a relatar nos aconteció a tu abuela y a mí, así que a menos que los dos estemos muy locos, de alguna manera ocurrió. No quiero decir que haya sido algo excepcional o paranormal, o producto de la brujería o cosa por el estilo. Lo dejo abierto a la imaginación de cada uno.

La cosas es que cuando yo era estudiante de Abogacía, volvía a mi casa bastante tarde, como a las diez de la noche.

Mi papá por entonces ya había muerto –murió cuando yo tenía 21 años- y vivíamos solos en ese enorme departamento tu abuela y yo.

Cierta noche, al regresar de la Facultad, encontré a tu abuela sentada en la antecocina y aterrada: ¡Hay alguien en el living! –me dijo-. Yo la miré extrañado, y ella agregó: -alguien está haciendo sonar la cajita de música!!!

Para que te des una idea, nuestro departamento (vos lo conociste pero eras muy chiquita así que no podés recordarlo) tenía todo un sector que podía cerrarse: el living y el comedor. De manera que se podía habitualmente circular por el resto del departamento sin ingresar a esa zona. La verdad es que tu abuela lo tenía cerrado para mantenerlo limpio –decía- por si venían visitas. Era una heladera porque faltaba el calor de lo humano.

Como era natural, yo al principio no le creí a tu abuela. Te lo estás imaginando, te habrá parecido –le dije tratando de tranquilizarla-.

¡No! ¡No! –dijo ella con cara de espantada- te juro que sonó la cajita de música varias veces.

Mientras le decía que yo iba a entrar en ese sector de la casa –que estaba con llave-, para mi sorpresa también escuché sonar la cajita de música.

¿Te das cuenta? ¡Hay alguien allá adentro! Ahora lo escuchaste! –dijo la abuela cada vez más asustada.

No sin algún miedo, y resuelto a descubrir cuál era el misterio, quité la llave de la puerta del comedor, encendí la luz y, luego de echar una mirada general, -por si había alguien-, me decidí a entrar y me dirigí al living en donde estaba la biblioteca. Allí, sobre un estante, estaba la cajita de música.

La cajita, a la que te hago mención, era una caja de origen japonés, de laca negra con incrustaciones que representaban un dragón y flores. Se la había regalado a mi papá, no se quién, y adentro había un menú que papá se había traído de una cena en un restaurant japonés: estaba escrita a mano y con los caracteres típicos de ese idioma (de más está decir que no se entendía nada), y al lado de esa inscripción de cada plato, su explicación en castellano.

La cosa es que la mentada cajita estaba cerrada y nada hacía presumir que hubiera sido tocada, por lo menos en varios meses. Al abrirla comenzaba a sonar la melodía, que era una canción tradicional japonesa. Cuando cerrabas la tapa, paraba la melodía.

Abrí la cajita y no empezó a sonar: no tenía cuerda!!! La cuerda se daba con una llave que estaba al costado de la caja. No tenía cuerda, ¿te das cuenta? Cerré la cajita y salí del living. Luego apagué la luz y cerré la puerta del comedor con llave y tranquilicé a la abuela.

Pero, al ratito, otra vez comenzó a sonar. Volví a ingresar en esa zona de la casa y el artefacto paraba de sonar. Miré todo: inspeccioné atrás de los sillones, debajo de la mesa, revisé cada uno de los espacios ocultos del living y del comedor rezando no encontrarme con ninguna “sorpresa”. Nada, no había nada, la caja no sonaba y no había nadie en esa zona.

La caja volvió a sonar unas dos veces más, en que volví a repetir la maniobra: yo entraba y la cajita paraba de sonar. Salía y al ratito se la volvía a sentir.

Cansado de la situación, y ya a esta altura bastante alterado y con miedo, tomé la cajita y me la llevé conmigo a la antecocina.

Nunca más sonó. Es más, creo que nunca más le dimos cuerda.

PECADO MORTAL por Alejandro R. Melo

Cuando la conocí a Diana L. yo estaba muy atareado en mi estudio jurídico. Se presentó una tarde sin llamar previamente y le dijo a la secretaria que me había recomendado un viejo cliente mío, de cuyo nombre yo me acordaba vagamente.

Se sentó frente a mi escritorio, cruzó sus piernas, y comenzó a relatarme sus problemas. Traía una serie de conflictos comerciales, los cuales dijo, sin siquiera hablar de mis honorarios, que me quería encomendar. Yo no pude evitar observarla. Era una mujer hermosa, con un aire muy seductor y fresco, y una sonrisa fácil. Bien vestida y alhajada, sus ojos pintados a la perfección y sus uñas muy cuidadas. Sus labios eran perfectos: ni muy carnosos ni muy delgados. Demás esta decir que lucía una espléndida figura con un generoso escote.

Me costó concentrarme en las cuestiones jurídicas que planteaba. Finalmente pude recomponerme y atender lo que me estaba diciendo. Al fin de cuentas, era un papelón si tenía que preguntarle nuevamente por cuestiones que ya me había comentado.

En la parte final de la entrevista le di mis comentarios y las soluciones posibles a los distintos entuertos, y –aunque me cuesta- terminé la reunión señalándole cuáles serían mis honorarios, si ella finalmente decidía confiarme sus asuntos. Aceptó sin discutir el precio. Luego nos despedimos, quedando encargada para la semana entrante en traerme más documentación. Se despidió de mi con un beso en la mejilla, como si fuéramos amigos, lo cual no me sorprendió dadas las actuales costumbres argentinas. No pude evitar mirar sus curvas delicadas e insinuantes y su trasero parado y bien formado, cuando se retiraba de mi oficina. Salí a tomar un café a la cocina y algunos de mis socios, que estaban tomándose un descaso, me miraron con una sonrisa socarrona.

A la semana siguiente volvió trayendo los papeles que le había pedido, y el anticipo requerido para iniciar los trámites. Una mirada penetrante me escudriñaba mientras yo revisaba la documentación y le hacía comentarios, en tanto su rostro sonreía casi en forma imperceptible al estilo Mona Lisa. Uno de mis socios irrumpió en mi despacho con una excusa baladí. Su único objetivo era contemplar más de cerca a la atractiva mujer que, por entonces balanceaba una pierna que había cruzado sobre la otra, dejando entrever una perfección digna de una estatua griega.

Por fin se fue, saludándome con un beso. Algo había cambiado desde la entrevista anterior: ahora me tuteaba. Nos tuteamos casi sin darnos cuenta, perdiendo espontáneamente esa distancia que regularmente existe entre profesional y cliente. Al besarla percibí su perfume delicioso, mientras ella –muy audaz- ponía su mano en mi brazo (costumbre sólo reservada a viejas amigas) y me acercaba peligrosamente a su pecho. Sentí hundirse su busto contra mi cuerpo. No puedo negarlo: me dejó bastante excitado, mientras se alejaba enfundada en su insinuante vestido negro.

Las semanas siguientes me llamó –al menos una vez por semana- para conocer supuestamente el estado de los trámites. Yo ya no sabía qué decirle y sus excusas eran cada vez más inatendibles: “Cualquier cosa llamame a casa, y si no me encontrás anotá mi celular….”

Estuve tentado varias veces en llamarla invocando yo también cualquier excusa. Mis socios me cargaban cada vez que llamaba. “Yo soy un hombre serio” –solía explicarme- mientras sonreía entre halagado y vanidoso.

Una semana no llamó, lo cual si bien me sorprendió, no me preocupó en absoluto, ya que no había novedades judiciales y yo tenía que tomar cierta distancia. A la otra semana tampoco se comunicó conmigo. Empezó a picarme el bichito de la duda. Pensé en llamarla pero me reprimí ¿qué sentido tenía? Al fin de cuentas yo era un hombre casado.

Pasó otra semana y ya no resistí la tentación: la llamé a la casa. Me atendió muy simpática como siempre. Su voz se oía sensual a través del teléfono. Me dijo que vendría a verme la semana siguiente…que había estado muy ocupada…bla, bla, bla.

Como estaba convenido llegó al estudio puntualmente. Yo estaba atendiendo a otro cliente, así que la secretaria la hizo esperar en la sala. Entreabierta la puerta de mi despacho, la pude ver. Llevaba una camisa y un pantalón negros. Arreglada como siempre, miraba unas revistas de esas que se dejan en el revistero para entretener a los clientes.

Por fin le llegó el turno. Esa tarde Diana L. estaba distante. Noté enseguida una cierta frialdad tras su correcta forma de expresarse. “Así es mejor” –pensé- mientras le daba detalles totalmente formales de los procesos judiciales que la involucraban. No pude evitar observarla. Su escote era una invitación al abismo. La camisa entreabierta dejaba escapar la visión de dos montes de delicados contornos. Al despedirse sentí el perfume de su pelo. No sé por qué razón me trajo el recuerdo de algún olor querido de mi infancia. De todas formas la noté distante. Al salir me miró fijamente y me regaló una sonrisa cómplice.

La semana siguiente volvió a llamar muy comunicativa. Era evidente que Diana L. conocía a la perfección el arte de la seducción.

Los siguientes encuentros y llamadas alternó esa actitud de frío-calor. Comencé a no prestar atención a sus devaneos. “Es la típica calienta machos argentina: prefiere jugar a la seducción antes que concretar nada” -dije para mis adentros.

Como yo no me animaba a nada y volvía a tomar distancia, Diana L. me sorprendió largándose a proponerme que fuéramos a “almorzar o a cenar una noche de estas…” Yo no podía justificar en mi casa salir a cenar con una mujer a solas, así que prefería aceptar el convite a almorzar. Tenía que explorar hasta dónde quería llegar Diana L. De todas maneras me hice rogar varias veces hasta concretar la cita.

La charla pasó de lo profesional a tratar temas personales, no sin antes aclararme que estaba muy contenta de que yo fuera su abogado. Comenzó a hacerme confidencias excitantes. A estas alturas yo estaba bastante calentito y buscaba el momento oportuno para sugerirle que fuéramos a otro lugar para tener más intimidad. A punto estuve, pero me reprimí. Soy tímido y juzgué que se necesitaba un mayor conocimiento para llegar a esos extremos. Por otra parte, desde que apareció la película “Atracción Fatal”, los hombres tenemos mucho más cuidado antes de iniciar una relación clandestina. Uno nunca sabe cuando le toca una loca que le arruine la vida. Varios amigos sufrieron al cabo de un tiempo el apriete para que dejaran a sus esposas y a la familia. Era mejor olvidar todo antes que las presiones transformaran el placer en una sucesión de reproches y enojosas situaciones. El almuerzo llegó a su fin sin que yo me atreviera a sugerirle una escapadita de aventura. Nos despedimos afectuosamente y, como casi siempre me dio un beso apretándome contra su cuerpo.

Me llamó la atención que en la semana siguiente no llamara, a pesar de decir que lo haría. “Tal vez la decepcioné” –pensé.

Pasó otra semana y ni noticias.

El lunes de la siguiente semana llegué a la oficina pensando en llamarla. No me parecía justo que se alejara sin más. Ese día no pude encontrar un momento propicio. Tuvimos varias reuniones y mis colegas revoloteaban cerca. El martes me detuve a tomar una lágrima en el bar de la esquina de la oficina, y pensé que era un momento propicio para llamarla. Tomé el celular y marqué. Pero no contestaba ni el teléfono de su casa ni su celular.

Cayó por el estudio uno de esos días sin concretar cita previa. Me hice un momento para atenderla aunque era de esos días en que la cabeza termina agotada de escuchar y atender tantos problemas y conflictos.

Se mostraba seductora como siempre. Enfundada en un apretado pantalón negro que destacaba sus armoniosas curvas, la camisa entreabierta invitaba al deseo.

Me levanté del escritorio a buscar una carpeta y no pude evitar ver su espalda, o mejor dicho, donde termina su espalda. La camisa era corta y su pantalón de tiro bajo dejaba ver su bombacha negra de encaje (creo que así le dicen). Confieso que nunca entendí demasiado la moda que tienen las mujeres ahora de mostrar la bombacha. Cuando yo era joven, las chicas se hubieran avergonzado de mostrar una prenda tan íntima. Ahora parece que si no la exhiben no están a la moda. Incluso las he visto mostrar deliberadamente la marca de esa prenda. Pensar que cuando éramos chicos –y no hace en definitiva tantos años-, algunos de mis compañeros de escuela tiraban lápices al piso para intentar verle la bombacha a la maestra. Claro está, luego formaban colas en el confesionario para confesar ante el cura su “pecado mortal”. Un Padrenuestro y cinco Avemarías. De haber sido más leve la falta hubieran sido sólo tres las Avemarías de la penitencia, pero eso de mirarle la bombacha a la maestra era cosa grave.

Se despidió esa tarde sugiriéndome que retomáramos el encuentro del almuerzo. Sonreí y le dije que la llamaría para arreglar.

Pocos días después recibí una llamada extraña. Un tipo, que no quiso identificarse dijo tener urgencia en hablar conmigo. Le dijo a mi secretaria que me quería advertir de un peligro que yo corría, y que se había enterado por un tercero que yo era el abogado de Diana L. De mala gana lo atendí. Las cosas que me dijo eran más propias del manicomio que de una persona coherente. Lo único que me pareció que tenía cierta lógica era su posible conexión con Diana L. ya que me la describió con pelos y señales. Pero lo que me dijo de ella me pareció totalmente inverosímil. “¡Cuídese Ud., está en peligro!” –dijo al colgar.

Esas palabras resonaron en mi cabeza varias horas. A la mañana me desperté antes de que sonara el radioreloj. Inquieto me levanté, me dí una ducha y me afeité. Luego me puse el traje gris y me fui para la oficina.

Como cada mañana, me detuve en el bar de la esquina a tomar algo y a leer el diario. Las noticias, como dice un conocido, “son las mismas de ayer, pero peores”.

Sin embargo, no sé por qué razón presté atención a un título de una página interna: “AL PARECER SE ESCLARECIERON LOS CRÍMENES DE VILLA DEL PARQUE”. Seguramente me llamó la atención porque cuando era adolescente tenía una noviecita en Villa del Parque y me cruzaba todo Buenos Aires en colectivo para estar con ella un rato.

“La Policía Federal detuvo a una mujer quien sería, según pudo saberse, la autora material de horrendos crímenes en el barrio de Villa del Parque. Al parecer la mujer, de unos treinta y cinco años, seducía a sus víctimas, todos varones, a los cuales se vinculaba por medio de sus negocios comerciales de distintos ramos, y luego de atraerlos los convencía de mantener relaciones íntimas, después de lo cual procedía a asesinarlos. Luego, los cortaba con una sierra eléctrica y conservaba sus cuerpos descuartizados en una heladera industrial. Según trascendió, la criminal tendría hábitos antropofágicos. Cada noche se preparaba una comida a base de la carne que guardaba en la mencionada heladera, y luego, procedía a ingerir dicha carne, acompañada de abundante vino Malbec. Por las informaciones recogidas por este medio, la mujer era una persona muy correcta en el trato con los vecinos, y de bastante buen pasar ya que atendía varios rubros comerciales. Llama la atención sí, que viviera sola, aunque se la viera acompañada muchas veces de distintos varones que la visitaban en su departamento. El Fiscal, Darío Cristelmi, señaló –en declaraciones a la prensa- que hacía varios meses que se había ordenado el seguimiento y las escuchas telefónicas, así como otras acciones de inteligencia que permitieron el esclarecimiento de esos horrendos crímenes y la detención de la imputada, que según dejaron saber fuentes cercanas a la investigación, se llamaría Diana L.. El Fiscal Cristelmi señaló además, que si bien se esperan en las próximas horas las correspondientes pericias psiquiátricas, es posible que la mujer padeciera de un grave trastorno mental, razón por la cual no es impensable conjeturar que podría ser declarada ininmputable y aplicársele únicamente medidas de seguridad.”

Estuve todo el día conmocionado con la noticia. ¿Sería la misma Diana L. que yo conocía? Busqué la ficha en el estudio. Sí, mi cliente vivía en Villa del Parque. Evidentemente se traba de la misma persona o había demasiadas coincidencias.

Al llegar a casa busqué el hecho en el noticiero de las ocho. Casi sobre el final, mostraron las imágenes de la detención. Una mujer de negro era llevada esposada y sobre su cabeza había una campera de jean –de esas que usa la policía para pasar desapercibida- ocultándole el rostro para preservar su identidad. En seguida imágenes de la conferencia de prensa del Fiscal Cristelmi, cuya voz reconocí como la del hombre que me había advertido. Otro flash mostró a la detenida mientras era introducida en el patrullero. El policía le agachó la cabeza para que no se golpeara, pero al subir al auto la campera cayó de su cabeza y dejó ver su rostro. Los periodistas se agolparon sobre la ventanilla del patrullero para hacerle preguntas tan estúpidas como amarillas: ¿Por qué lo hiciste?, ¿Cuántos mataste?, ¿Sentiste placer al matar?, ¿Estás arrepentida?, ¿Es verdad que te los comiste? Ella no respondía nada, pero sólo un instante antes de arrancar el vehículo miró a la cámara fijamente y dijo: “Quiero a mi abogado”, y sonrió.