sábado, 28 de junio de 2008

LA RUBIA RENGUITA por Alejandro R. Melo

El almacén estaba situado en una de esas esquinas de Villa Crespo que todavía mostraban el aspecto de fines del siglo XIX. Los ladrillos blanqueados, la fecha de construcción en el frente y todo adentro como detenido en el tiempo. Las cajas de galletitas sueltas, el mostrador con las botellas de leche La Martona, la máquina de cortar fiambre y la caja registradora con su manivela y sus números amarillentos. Como parte de ese paisaje costumbrista, allí estaba atendiendo la renguita. Aunque era un niño, me quedé contemplando mientras me despachaban los 100 gramos de lomito y 150 de queso de máquina, que me había pedido mi mamá. La renguita era una rubia de unos ojos preciosos que llamaban la atención por su profundidad. Su boca era perfecta y sus manos mostraban la delicadeza digna de ser pintadas en un cuadro famoso -por lo menos así la veía yo-.

"¿Algo más?" -preguntó el marido de la renguita- ."No, nada más" -atiné a decir, sin poder sacarle los ojos de encima a la renguita y rogando que ni ella ni el marido se dieran cuenta de que la estaba observando.

"Son mil pesos" -dijo el hombre- y yo desenrollé una "fragata" que tenía en el bolsillo de mi pantalón corto.

Mientras volvía para mi casa, pisando siempre por la misma línea de baldosas amarillentas, para evitar caer en el abismo, iba pensando en la renguita y su marido. "La renguita es linda, ¿pero qué habrá enamorado a ese hombre para atarse de por vida a una persona que nunca podrá caminar bien? ¿Alguna vez la dejará, atraído por otra mujer con la que pueda caminar por la calle normalmente?" Continué dirigiéndome a mi casa, mientras me distraía mirando el agua que corría al lado del cordón de la vereda y me imaginaba que era un río y que las hojitas que habían caído de los árboles eran barcos que lo navegaban. No se por qué, pero siempre me admiró el fluir del agua, como el devenir de la vida misma.

En los meses y años siguientes continué haciendo mandados en el viejo almacén y volviéndome adolescente. Un día no volví a ver a la rubia renguita. Su marido seguía atendiendo el mostrador y de a poco aparecieron chicos, sus hijos que se entretenían mientras su padre despachaba. ¿Su mujer estaría postrada? Seguramente el hombre no aguantó el remordimiento de dejarla y tuvo que hacerse cargo de los chicos y de su mujer inválida. ¿Tendría la renguita alguna enfermedad degenerativa? ¿Cómo podría soportar ese hombre, todavía joven, la enfermedad de su mujer? Era seguro que el pobre hombre tuvo que buscarse una amante o recorrería penosamente los prostíbulos de la zona para calmar su desgracia, mientras la culpa le laceraba el corazón. ¿Cómo engañar a una mujer así de enferma? O quizás lograse justificarse por el gran sacrificio de soportar la penuria de estar al lado de una inválida. De seguro se consideraría encadenado sin remedio a ese destino que, por alguna pasión juvenil, él mismo contribuyó a construir. Así lo vi envejecer y perder mucho de la varonil prestancia que tenía.

Un día, la persiana de metal despintada del almacén no subió más. Sobre su frente colocaron un cartel que decía "Se alquila".



Varios años después, el Sargento Ayudante entró en mi despacho. -"Permiso Señor Comisario, aquí hay un señor que pidió verlo".

No tardé en reconocerlo, porque aunque soy muy malo para recordar nombres, después de muchos años soy capaz de identificar una fisonomía. No había dudas, era el almacenero. Enjuto y con poco pelo blanco, se paró frente a mi escritorio.

-"¿Qué lo trae por aquí, Señor?

- "Un problema con un vecino, Señor Comisario". Hizo una pausa como si tomara valor y y me dijo: -"Señor Comisario, no se si Ud. me recuerda..."

-"Usted. es..."

- "Si, el almacenero de la calle Acevedo." - dijo apenas levantando la vista.

- "Ah, si, Usted ..."

No pude con mi curiosidad y le pregunté: "¿Y cómo está su señora?"

-"No lo se señor Comisario, hace muchos años que no la veo"-

-"Ah, Ud. se separó de ella..."

-"No, no... ella me dejó, a mis tres hijos y a mí... y se fue con otro hombre."

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