Lo que te voy a relatar nos aconteció a tu abuela y a mí, así que a menos que los dos estemos muy locos, de alguna manera ocurrió. No quiero decir que haya sido algo excepcional o paranormal, o producto de la brujería o cosa por el estilo. Lo dejo abierto a la imaginación de cada uno.
La cosas es que cuando yo era estudiante de Abogacía, volvía a mi casa bastante tarde, como a las diez de la noche.
Mi papá por entonces ya había muerto –murió cuando yo tenía 21 años- y vivíamos solos en ese enorme departamento tu abuela y yo.
Cierta noche, al regresar de la Facultad, encontré a tu abuela sentada en la antecocina y aterrada: ¡Hay alguien en el living! –me dijo-. Yo la miré extrañado, y ella agregó: -alguien está haciendo sonar la cajita de música!!!
Para que te des una idea, nuestro departamento (vos lo conociste pero eras muy chiquita así que no podés recordarlo) tenía todo un sector que podía cerrarse: el living y el comedor. De manera que se podía habitualmente circular por el resto del departamento sin ingresar a esa zona. La verdad es que tu abuela lo tenía cerrado para mantenerlo limpio –decía- por si venían visitas. Era una heladera porque faltaba el calor de lo humano.
Como era natural, yo al principio no le creí a tu abuela. Te lo estás imaginando, te habrá parecido –le dije tratando de tranquilizarla-.
¡No! ¡No! –dijo ella con cara de espantada- te juro que sonó la cajita de música varias veces.
Mientras le decía que yo iba a entrar en ese sector de la casa –que estaba con llave-, para mi sorpresa también escuché sonar la cajita de música.
¿Te das cuenta? ¡Hay alguien allá adentro! Ahora lo escuchaste! –dijo la abuela cada vez más asustada.
No sin algún miedo, y resuelto a descubrir cuál era el misterio, quité la llave de la puerta del comedor, encendí la luz y, luego de echar una mirada general, -por si había alguien-, me decidí a entrar y me dirigí al living en donde estaba la biblioteca. Allí, sobre un estante, estaba la cajita de música.
La cajita, a la que te hago mención, era una caja de origen japonés, de laca negra con incrustaciones que representaban un dragón y flores. Se la había regalado a mi papá, no se quién, y adentro había un menú que papá se había traído de una cena en un restaurant japonés: estaba escrita a mano y con los caracteres típicos de ese idioma (de más está decir que no se entendía nada), y al lado de esa inscripción de cada plato, su explicación en castellano.
La cosa es que la mentada cajita estaba cerrada y nada hacía presumir que hubiera sido tocada, por lo menos en varios meses. Al abrirla comenzaba a sonar la melodía, que era una canción tradicional japonesa. Cuando cerrabas la tapa, paraba la melodía.
Abrí la cajita y no empezó a sonar: no tenía cuerda!!! La cuerda se daba con una llave que estaba al costado de la caja. No tenía cuerda, ¿te das cuenta? Cerré la cajita y salí del living. Luego apagué la luz y cerré la puerta del comedor con llave y tranquilicé a la abuela.
Pero, al ratito, otra vez comenzó a sonar. Volví a ingresar en esa zona de la casa y el artefacto paraba de sonar. Miré todo: inspeccioné atrás de los sillones, debajo de la mesa, revisé cada uno de los espacios ocultos del living y del comedor rezando no encontrarme con ninguna “sorpresa”. Nada, no había nada, la caja no sonaba y no había nadie en esa zona.
La caja volvió a sonar unas dos veces más, en que volví a repetir la maniobra: yo entraba y la cajita paraba de sonar. Salía y al ratito se la volvía a sentir.
Cansado de la situación, y ya a esta altura bastante alterado y con miedo, tomé la cajita y me la llevé conmigo a la antecocina.
Nunca más sonó. Es más, creo que nunca más le dimos cuerda.
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