Cuando Felipe Durand llegó al colegio, inmediatamente generó las miradas socarronas de los más “vivos” del aula. Bueno, en definitiva, la mayoría de ellos no eran tan vivos como pensaban, porque mientras ellos no llegaron a recibirse en la universidad ni a ser comerciantes o empresarios de éxito, Felipe, con su carácter apocado y sus escasas aptitudes para el deporte, logró lo que la mayoría de la clase no obtuvo: se convirtió con los años en un profesional exitoso, admirado por todo el pueblo. Con el tiempo, hasta fue abandonando la manera de vestir casi ridícula con que de chico lo enfundaba su posesiva madre, y llegó a lucir los mejores trajes que pudo comprar su próspera profesión.
Cuando terminamos el colegio secundario nos dejamos de ver por varios años. Los años universitarios nos separaron porque si bien los dos elegimos irnos a Buenos Aires, las carreras que estudiamos no tenían nada que ver. Yo, luego de ganarme la vida durante años como empleado de un estudio jurídico, logré finalmente recibirme de abogado, pero para ello necesité el doble del tiempo que normalmente hubiera empleado un estudiante normal.
Él, por el contrario, resultó ser el mejor promedio de su promoción de la Facultad de Veterinaria.
La nostalgia del terruño nos embargó a los dos. Finalmente, cada uno por su lado, emprendió el regreso con el título bajo el brazo, para buscar fortuna en el lugar que nos vio nacer.
En el pueblo es imposible no encontrarse, y como siempre respeté a Felipe, a diferencia de mis compañeros de colegio, enseguida nos contactamos y hasta se puede decir que nos hicimos grandes amigos.
Felipe se casó con una chica del pueblo, que contó, por supuesto, con el beneplácito de su madre.
Tal como dicen, uno en una mujer a veces busca la imagen de la madre o bien su opuesto. Resultó ser que la mujer de mi amigo se parecía, por lo autoritaria, a su suegra. Felipe estaba acostumbrado a que lo tuvieran a mal traer, y a que le impusieran sus decisiones. Es como si nunca hubiera logrado desprenderse del control familiar.
Por costumbre o por inercia, su matrimonio transcurrió como tantos otros: muchas obligaciones, niños, visitas familiares, pocas alegrías y menos satisfacción. Felipe aguantaba los constantes planteos de su cónyuge, a quien no le bastaba nada de lo que él le ofrecía. En definitiva, ella también era una prisionera de esa vida gris.
Como a todos los hombres, a mi amigo también le llegó el momento del balance, porque cerca de los cincuenta, uno ya no tiene tanta paciencia, o ve las cosas de manera distinta. A algunos se les da por el divorcio en cuanto encuentran alguna muchacha más joven que los seduce con su piel suave y su alegría burbujeante, aunque tal vez se esconda detrás de esa sonrisa cómplice alguna intención mezquina. Otros, se conforman con la vida que llevan y terminan infartados o recurriendo a la misma rutina dominguera. Pero también los hay, como Felipe, que sienten que la vida les da otra oportunidad y se suben al tren de la aventura.
Un día, conoció a una mujer recién llegada al pueblo. Enseguida simpatizó con ella. Comenzó a frecuentarla y a encontrar en ella el bálsamo para sus penas existenciales.
Pero en los pueblos, a diferencia de las grandes ciudades, no existe la intimidad, y a poco que alguien tenga una aventura, hablan de la misma hasta las piedras.
Al borde del escándalo, Felipe empezó a pensar en otra solución. ¿Qué haría para desembarazarse de su esposa? Hasta llegó a fantasear con matarla o mejor aún, con una muerte tras una penosa enfermedad. Nada de ello era viable, así que forzado por las circunstancias comprendió que debía tomar una decisión.
Una tarde me vino a buscar a la Fiscalía y me confesó su problema. En realidad, yo ya estaba al tanto del asunto, como era de esperar, ya que las señoras hablaban del pobre Felipe y su “affaire”. Unas lo consideraban un sinvergüenza que engañaba a su esposa, otras contestaban que ella era una perra que le hacía la vida imposible. Mi mujer me vino con el cuento, y yo me hice el que no sabía nada, pero siendo por entonces Felipe un personaje importante en el pueblo, hasta en la propia Fiscalía los empleados murmuraban.
“No tenés más remedio que blanquear la situación” –le dije sin mayores rodeos.
El me expresó su miedo, su impotencia ante el hecho de no saber cómo enfrentar a su mujer después de tantos años de casados. ¿Y sus hijos… qué dirían sus hijos?
Hablamos largamente y me contó de sus fantasías asesinas. No necesité persuadirlo de que eso era una locura. No valía la pena pasar tantos años preso para liberarse de una mujer.
En algo habré ayudado porque al otro día, Felipe tomó sus cosas y se fue a vivir a la casa de su amante.
Fue sin lugar a dudas una de las pocas decisiones que tomó por si mismo, y una de las más trascendentes de la vida. Estaba al tanto de las consecuencias, pero igual decidió apostar al futuro.
Su mujer no se iba a contentar así nomás, así que le armó todos los escándalos que pudo y lo desacreditó en el supermercado, en el club social y en cuanto lugar le prestaran oídos. “Nunca te voy a dejar en paz” –le gritó frente a varios vecinos.
Harto de la situación, Felipe decidió mudarse de pueblo e iniciar una nueva vida. Alquiló el consultorio que le había regalado su difunta madre, cargó el auto y partió con su nueva mujer hacia un destino más feliz.
El plan era instalarse en un pueblo donde nadie los conociera. El viaje en si mismo era toda una aventura, ya que como no tenían un lugar decidido aún, se prolongaría como una extensa luna de miel hasta encontrar ese lugar que finalmente los cobijara.
Pero la tragedia no suele soltar la mano de sus ungidos. Por más que uno pretenda poner kilómetros de distancia, la sombra del destino nos sigue día a día.
Cansados de viajar, decidieron hacer noche en un motel. La noche estaba fría aunque poblada de estrellas. Los perros ladraban a la distancia y los grillos entregaban su canto monocorde. El cuarto que tomaron los amantes era simplemente prolijo, sin lujos de ninguna especie pero limpio. Luego de cenar liviano porque estaban muy cansados, saludaron al conserje y se fueron a la habitación. El cuarto estaba frío. Prendieron el calefactor, se lavaron los dientes y se fueron a dormir.
Al día siguiente, la mucama no pudo ingresar a limpiar el cuarto. Supuso al principio que la pareja estaba descansando, pues había llegado ya entrada la noche. Hacia el mediodía, el conserje comenzó a pensar que se habían marchado sin pagar, pero advirtió que estaba el auto en el estacionamiento. Llamaron a la puerta sin respuesta alguna. Preocupado, el conserje buscó la llave adicional y se dirigió al cuarto para comprobar el estado.
En cuanto abrió la puerta, se dio cuenta de la diferencia de temperatura ya que el calor era agobiante.
Allí los encontró. Los dos cuerpos estaban desnudos y abrazados sobre la cama. No reaccionaban. Les tomaron el pulso. No había signos vitales. El conserje llamó a un médico, y cuando comprobó éste que la pareja estaba muerta, decidieron llamar a la policía.
Como en cada caso de muerte dudosa, la policía da cuenta a la Justicia. Le correspondía intervenir a mi Fiscalía, aunque estaba en el límite de su jurisdicción.
Asombrado con la noticia tomé mi auto y me dirigí al lugar. Hablé con el conserje, con el médico que revisó los cuerpos. La policía iba y venía y antes de retirar los cadáveres, se procedió a clausurar el cuarto.
El médico que intervino acertó en su diagnóstico desde el principio, y eso hizo que la policía llamara a los bomberos. La causa de la muerte fue, tal como horas después lo confirmara la autopsia, intoxicación con monóxido de carbono. Ordené una pericia de bomberos, los que emitieron un dictamen concluyente: el conducto de ventilación de gases del calefactor de tiro balanceado estaba obstruido por barro y paja. El experto dedujo de ello, que algún ave estuvo elaborando su nido sobre dicho conducto, hasta que producida la obstrucción total, los gases comenzaron a inundar la habitación.
Si bien había tenido algunos casos en la Fiscalía de muertes por monóxido producida por el uso de braseros, era la primera vez que tenía un caso generado por un calefactor a gas. Convoqué a mi despacho al médico forense y le pedí explicaciones.
Lo conocía hace años y sabía que aunque alternaba su profesión médica con su vida de chacarero, era un profesional serio y confiable y, por otra parte conocía muy bien a Felipe, con quien compartía la comisión directiva del Círculo Médico.
“Mirá –me dijo- mientras encendía un cigarrillo, este asunto del monóxido es así: toda combustión incompleta genera la producción de monóxido de carbono, que es un gas sin olor, que sin embargo tiene la propiedad de combinarse con la hemoglobina desplazando al oxígeno de la sangre. En las intoxicaciones más leves produce dolores de cabeza, náuseas y su efecto es acumulativo en el organismo. A veces se lo ha confundido con una intoxicación por drogas. Cuando la intoxicación llega a los límites puede generar la incapacidad definitiva o la muerte. La víctima puede darse cuenta, despertar en algún momento, pero sus miembros no le responden, quiere pedir ayuda pero no puede, hasta que finalmente se queda como dormida. “
Revisé una y otra vez el informe de los bomberos. Comencé a darme cuenta que podía haber una responsabilidad del propietario del motel, porque si bien la estufa era de tiro balanceado, probablemente no existía suficiente ventilación en el cuarto. Pero lo que más me intrigaba, era ese asunto de que un pájaro hiciera su nido en el “sombrerete” de la estufa.
Me fui nuevamente al lugar de la tragedia, le pedí al perito de bomberos que me acompañara y me comentó que no era tan extraño el accidente, ya que muchas veces, sobre todo en verano, cuando las estufas no se usan, los pájaros encuentran un buen lugar para hacer sus nidos en la ventilación. En cuanto a la aireación del cuarto, era la adecuada según me dijo, de acuerdo a las normas técnicas, aunque seguramente, por el frío que hacía esa noche, habían obstruido la rejilla de entrada de aire con una toalla.
Ya me volvía para mi pueblo, convencido de que a mi amigo Felipe simplemente lo había perseguido la fatalidad, cuando un paisano que hacía el mantenimiento del motel se me acercó y me dijo: “Doctor, ¡qué terrible lo que pasó!, aquí están todos sorprendidos, nunca había ocurrido nada así en este hotel. La verdad es que al dueño no le hace buena propaganda, sobre todo porque por aquí todo se comenta y se sabe. Fíjese la cantidad de curiosos que se juntaron cuando retiraron a la mujer y al hombre…hasta vinieron gentes que estaban de paso en el pueblo, incluso una mujer de campera negra que yo nunca había visto, y que me pareció que se reía mientras los cargaban en la ambulancia…¡Ya no hay respeto ni por los muertos, don!”
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