sábado, 1 de diciembre de 2007

EL HOMBRE DEL CUARTO DE AL LADO por Alejandro R. Melo

Nacimos en una de esas casonas típicas de Buenos Aires, en donde las habitaciones se alinean una a una detrás de otra, y dan a una galería con un patio damero lleno de masetas con helechos y un paredón con madreselvas.
No podía ser más patético nuestro albor, aunque en ese momento mis hermanos y yo no cobrábamos conciencia de ello. Es lógico, de niños lo único que nos importaba era correr detrás de una pelota o armar un juego de escondidas o mancha o, en los momentos más excitantes, jugar al “ring-raje” mientras nos divertíamos observando las puteadas que lanzaba la vecina de la cuadra a quien le tocaba en suerte la chanza.
Pero pasar por delante del cuarto del hombre de al lado, eso era otra cosa. Ermitaño de los suburbios porteños, salía para ir a trabajar cada mañana a la carbonería de don Manolo, y volvía cada tarde para encerrarse en su claustro. No saludaba a nadie, no hablaba con nadie. Su existencia en la casa era tan silenciosa como tétrica. Era un hombrón grandote y pesado, con unas manos rudas y las uñas oscuras, los brazos peludos. Vestía pobremente y tenía siempre una barba de uno o dos días. Sus ojos eran oscuros y escudriñadores y tenía cejas muy pobladas y negras. Tratábamos de no hacer ruido cuando pasábamos delante de la puerta de su cuarto y sólo sabíamos de él cuando escuchábamos la cadena del baño que estaba al final del pasillo. Algunas noches, se escuchaban ruidos en el cuarto contiguo, lo cual bastaba para imaginarnos los demonios, monstruos y fantasmas que habitaban seguramente con el hombre de al lado y mantenernos con los ojos abiertos o rezando el rosario para protegernos hasta que el sueño nos vencía.
Por entonces tejíamos las mil historias con mis hermanos sobre su existencia, asegurando los mayores que sin dudas se trataba del tan temido “hombre de la bolsa” con que nos amenazaba mamá para que nos fuéramos a dormir la siesta. Mezcla de monstruo y asesino serial de niños y gatos, cruzar una simple mirada con él, significaba tener una pesadilla o quedar congelado del terror.
Bien tarde se le escuchaba hacerse una pava para el mate en la cocina común, y ése era el momento en el que todos nos metíamos a la pieza y resonaba la cortina de maderitas.
Sus días nos parecían todos iguales, invierno y verano, siempre apegado al mismo horario. Nunca lo visitaban amigos ni se le conocía mujer alguna. Sin embargo, a mi me parecía que estaba esperando a alguien o a algo. No se qué. Pero algo había en su actitud que me hacía pensar que detrás de esa espantosa rutina que no sabía ni de sábados ni domingos, podía tener una secreta reunión con su destino.
Nunca nos atrevíamos a preguntarle a mamá por el hombre de al lado. O mejor dicho, las pocas veces en que alguno de nosotros osaba insinuar alguna pregunta sobre el misterioso vecino, mi madre nos miraba con esos ojos que parecen lanzar fuego y eso era suficiente para que olvidáramos el asunto y nos calláramos la boca.
Fue un domingo, en el que logramos escabullirnos a la hora de la siesta, que nos confabulamos para develar el misterio del hombre de al lado.
Curiosamente, esa tarde la puerta de la pieza estaba entreabierta. Ninguno se atrevió a cruzar el umbral, convencidos como estábamos que aquel sitio era el mismísimo portal del infierno en donde encontraríamos los vestigios de los más espeluznantes crímenes. La penumbra apenas iluminaba el cuarto dentro del cual pudo divisarse algún manto rojo. “Seguro que es la capa del demonio!!!”- afirmó muy seguro uno de mis hermanos. Un retrato sobre un mueble, la jarra de agua y un espejo herrumbroso. Más allá la cama de bronce y lo que se adivinaba ser una radio.
Esa tarde me di el susto de mi vida, porque mis hermanos salieron huyendo y yo cuando me di cuenta y di media vuelta para seguirlos, me encontré cara a cara con el hombre de al lado.
Quedé paralizado, me temblaban las rodillas. El me miró fijamente –y esos instantes a mí me parecieron eternos-, y luego, sin decir palabra, pasó a mi lado se metió en la pieza y cerró la puerta. Descubrí al ratito que me había hecho pis en los pantalones cortos.
Pasó el tiempo de aquel episodio, y siempre tratamos de evitarlo. Yo a veces soñaba con él, era toda una verdadera pesadilla. El hombre de al lado me perseguía con un cuchillo de carnicero y aunque nunca me alcanzaba, me despertaba transpirando o con lágrimas en los ojos.
Otra vez, en esos días cercanos a fin de año en el que los chicos salíamos a tirar petardos y explotar los “rompeportones” y “ametralladoras” contra la puerta de alguna casa vecina, nos encontrábamos armando una de esas maquinaciones en el patio de la casa. Mala idea. Ni bien explotó el primer petardo, cuyo estruendo parecía mayor por estar en un lugar cerrado por paredes, mi mamá nos retó: “¡Están molestando al hombre de al lado!. ¡Chicos de porquería, habrase visto tanta desfachatez!” Mis amigos salieron corriendo de la casa y mis hermanos y yo, con la cola entre las patas, nos metimos a la pieza a hacer los deberes de la escuela.
Un día, a la vuelta de clase, encontramos a mamá muy consternada. No entendíamos bien lo que le pasaba: la Asistencia Pública se había llevado al hombre de al lado. Nunca más volvió. Parece que murió en la ambulancia camino al hospital.
¡Por fin nos sentiríamos liberados! Sin embargo, no entendíamos bien por qué razón mi madre estaba tan triste. “¿Te pasa algo mamita?” – se animó a preguntarle mi hermana. “Nada, hijita, nada” –dijo mi mamá mientras se le escapaba una lágrima.
Solo años después nos enteramos que el hombre de al lado era papá.

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