Sabido es que Buenos Aires se ha transformado en una ciudad insegura. Desde hace varios años la inseguridad se enseñorea de sus calles y nadie está a salvo de sufrir algún delito más o menos violento.
Cuando éramos niños jugábamos en la calle; siendo adolescentes volvíamos a la madrugada sin que nadie nos molestara y nuestros padres sólo nos advertían de peligros con el tránsito. Todos dormían tranquilos mientras sus hijos salían a recorrer la noche de Buenos Aires. Algunos iban a boliches, al cine, otros a comer pizza con los amigos o a recorrer las interminables librerías de la Avenida Corrientes.
Pero todo cambió: ya nadie está tranquilo. Cuando mis hijos eran más chicos y salían a bailar, apenas si pegaba un ojo y estaba atento al teléfono celular (que no existía obviamente en nuestra juventud). Estaba pronto para llevarlos, pero también para ir a buscarlos a la salida del boliche. No importaba que me tuviera que poner algo encima del pijamas para subirme al auto.
La otra noche ocurrió algo: eran como las dos de la madrugada y sonó el teléfono. Desperté, y me incorporé en la cama rápidamente, y tomé el tubo del teléfono.
-Pa!
- ¿que?
- no sabes lo que me pasó! - se escuchaba la voz de mi hijo en el teléfono-.
Como un rayo salté de la cama seguido por mi esposa, crucé el pasillo y de un golpe abrí la puerta de la habitación de mi hijo, para tranquilizarme al verlo en su cama, mientras se despertaba sobresaltado y me miraba sorprendido.
-¿qué te pasó? -seguí la conversación a mi interlocutor en el teléfono, pero ya tranquilo al comprender que se trataba de un intento frustrado de “secuestro virtual”.
- Me robaron- dijo la voz de mi hijo, y enseguida se cortó la comunicación.
Con el corazón agitado y luego de comentar el hecho con mi hijo y mi esposa, volví a mi habitación, y como no me quedé conforme llamé a la policía. Una agente femenina me dijo que de estar todos bien, no enviaría el patrullero, y que de desearlo, por la mañana, efectuara la denuncia en la comisaría o en la fiscalía.
Volví a la cama y me costó dormirme. Era la voz de mi hijo. Yo estaba muy impresionado por el parecido y por la misma inflexión de la voz.
Al día siguiente fue el comentario en la oficina, mientras recibía por respuesta de mis compañeros, que a ellos ya les había ocurrido.
Pasaron unas cuarenta y ocho horas y me encontré a almorzar con mi hijo. Llegaba exaltado.
-Me robaron! - me dijo.
1 comentario:
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