miércoles, 22 de octubre de 2014

La Maldición. Cuento por Alejandro R. Melo

Su formación científica no le permitía aceptar lo que le había dicho su madre de pequeño, pero con el correr de los años fue teniendo que darle la razón, y ahora que ya estaba muerta, comprobar que por alguna extraña circunstancia todo lo que ella decía tenía cierta dosis de sabiduría.

Se podrá discutir sobre la conveniencia de lo que la mujer le había contado a su hijo, pero la realidad es que quieran o no, todo ello pesó sobre el muchacho durante largos años e incluso lo acompañó durante los años de su edad adulta, generando un clima de pesadez, de satisfacción a medias en todas las cosas que emprendía, de frustración decisiva en otras, como atrapado en una telaraña de la que no podía escapar por más que lo intentara de mil maneras, terminando por conformarse con su destino.

El amor nunca llegaba a culminar en ese desborde de felicidad que embarga a los que están verdaderamente enamorados, a los que viven la ensoñacion y el sueño temporal de la perfección estética y anímica. Es decir, quiero que me entiendan: todas sus relaciones eran porque tenían que ser, porque era imperioso aferrarse a una tabla en medio de una mar embravecida, o porque la costa de la felicidad no alcanzaba a vislumbrarse en el horizonte.

Comenzó a preguntarse si existía eso que llaman "felicidad", para luego adquirir los estereotipos que la sociedad utiliza para justificar la languidez de los que han perdido la pasión.

Poco a poco hasta le fue perdiendo el gusto a su trabajo, al que naturalmente no podía abandonar, porque el tedio y el aburrimiento habían ganado su ánimo. Era como arrastrar las cadenas de una condena urbana sin cielo azul.

Todos los días,  como el paso implacable del segundero del reloj, eran idénticos. Uno tras el otro, hasta que, sabía, ya no quedara cuerda en la máquina.

Una tarde, de aquel domingo lento y vacío, se quedó mirando por la ventana, y allí recordó:

Su madre le había dicho, que al nacer, la familia de su padre, que no estaba nada contenta con la relación de éste con su madre, profirió una maldición.

Mientras recordaba aquellas palabras, su mujer, que para matar el tiempo se había puesto a limpiar las viejas porcelanas que el hombre había traído de su casa natal, sin querer deslizó el viejo jarrón que fue a dar hecho pedazos en el suelo del comedor.

Fue en ese instante que el hombre comprendió. Por la ventana entró un rayo de sol cálido y alegre, y descubrió que había flores en el jardín.





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