viernes, 25 de febrero de 2011
miércoles, 23 de febrero de 2011
El encanto. Cuento anónimo chino, dinastía Tang -siglos VII - X
Ch´ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor Chang Yi quería mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos escucharon la promesa, y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre no lo advirtió. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija y el señor Chang Yi , olvidando su antigua promesa, consintió.
Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor imposible.
Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó:
-¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?
-Soy yo, soy Ch´ienniang.
Sorprendido y feliz, Wang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También ella había temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.
-Eres una buena hija -dijo él- ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.
Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar con los niños.
Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.
-No sabemos cómo encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.
Al divisar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:
-¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.
-No comprendo -dijo Wang Chu- ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang.
La encontraron sentada en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.
Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación.
La que estaba a bordo iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.
Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.
Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a la capital. Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor imposible.
Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó:
-¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?
-Soy yo, soy Ch´ienniang.
Sorprendido y feliz, Wang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También ella había temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.
-Eres una buena hija -dijo él- ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.
Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar con los niños.
Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.
-No sabemos cómo encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.
Al divisar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:
-¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.
-No comprendo -dijo Wang Chu- ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang.
La encontraron sentada en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.
Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación.
La que estaba a bordo iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.
Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.
lunes, 21 de febrero de 2011
Alfonsina y el mar. Música : Ariel Ramírez. Letra : Félix Luna
Por la blanda arena que lame el mar
tu pequeña huella no vuelve más,
un sendero sólo de pena y silencio llegó
hasta el agua profunda.
Un sendero sólo de penas mudas llegó
hasta la espu ma.
Sabe Dios qué angustia te acompañó,
qué dolores viejos calló tu voz,
para recostarte arrullada en el canto de las
caracolas marinas.
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
las caracolas.
Te vas, Alfonsina, con tu soledad.
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
y una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevan do,
y te vas hacia allá como en sueños,
dormida, Alfonsina, vestida de mar.
Cinco sirenitas te llevarán
por caminos de algas y de coral,
y fosforescentes caballos marinos harán
una ronda a tu lado,
y los habitantes del agua van a jugar
pronto a tu lado.
Bájame la lámpara un poco más,
déjame que duerma, nodriza, en paz,
y si llama él no le digas que estoy, dile que
Alfonsina no vuelve.
Y si llama él no le digas nunca que estoy,
di que me he ido.
Te vas, Alfonsina ...
Chacarera de un Triste de Los Hermanos Simón
Para que quiero vivir
Con el corazón deshecho
Para que quiero la vida
Después de lo que me has hecho.
Yo te di mi corazón
El tuyo vos me entregaste
Con engaños hacia el mío
Prenda lo despedazaste.
¡Ay! por qué fuiste tan cruel
Si tu franqueza esperaba
Por qué jugaste conmigo
Si te idolatraba
Yo del mundo olvidé
Desengaños y amarguras
Pero lo que vos me hiciste
Prenda, en mi alma perdura.
Cantando me pasaré
muy triste esta chacarera
Pueda ser de que me alegre
en el instante en que muera.
Seguí guitarra seguí
Seguí como yo llorando
Compañera hasta la muerte
Seguí mi alma consolando.
No hay remedio ya lo sé
Para que voy a buscarlo
Tan desecho tengo el alma
Que inútil sería lograrlo.
Seguí guitarra seguí
Prenda por lo que me hiciste
Rasgueando toda la noche
La chacarera de un triste.
Con el corazón deshecho
Para que quiero la vida
Después de lo que me has hecho.
Yo te di mi corazón
El tuyo vos me entregaste
Con engaños hacia el mío
Prenda lo despedazaste.
¡Ay! por qué fuiste tan cruel
Si tu franqueza esperaba
Por qué jugaste conmigo
Si te idolatraba
Yo del mundo olvidé
Desengaños y amarguras
Pero lo que vos me hiciste
Prenda, en mi alma perdura.
Cantando me pasaré
muy triste esta chacarera
Pueda ser de que me alegre
en el instante en que muera.
Seguí guitarra seguí
Seguí como yo llorando
Compañera hasta la muerte
Seguí mi alma consolando.
No hay remedio ya lo sé
Para que voy a buscarlo
Tan desecho tengo el alma
Que inútil sería lograrlo.
Seguí guitarra seguí
Prenda por lo que me hiciste
Rasgueando toda la noche
La chacarera de un triste.
Agitando Pañuelos por los Hermanos Abalos
Te vi, no olvidaré
un carnaval, guitarra, bombo y violín
agitando pañuelos te vi
cadencia al bailar airoso perfil.
Agitando pañuelos te vi
cadencia al bailar airoso perfil.
Me fui, diciendo adiós
y en ese adiós quedó enredado un querer
agitando pañuelos me fui
que lindo añorar tu zamba de ayer. ¦- BIS
Yo me iré, tu vendrás
yo te llevaré mi rancho se alegrará
agitando pañuelos me iré
y en mí vivirá aquel carnaval
agitando pañuelos me iré
cantando esta zamba repiqueteadita.
Volví, no te encontré
toda mi voz le dio a la copla un cantar
agitando pañuelos volví
sintiendo en mi pecho también agitar. ¦- BIS
Bailé, hasta el final
engualichao bailé hasta el amanecer
agitando pañuelos bailé
que lindo bailar tu zamba de ayer. ¦- BIS
Yo me iré, tu vendrás...
un carnaval, guitarra, bombo y violín
agitando pañuelos te vi
cadencia al bailar airoso perfil.
Agitando pañuelos te vi
cadencia al bailar airoso perfil.
Me fui, diciendo adiós
y en ese adiós quedó enredado un querer
agitando pañuelos me fui
que lindo añorar tu zamba de ayer. ¦- BIS
Yo me iré, tu vendrás
yo te llevaré mi rancho se alegrará
agitando pañuelos me iré
y en mí vivirá aquel carnaval
agitando pañuelos me iré
cantando esta zamba repiqueteadita.
Volví, no te encontré
toda mi voz le dio a la copla un cantar
agitando pañuelos volví
sintiendo en mi pecho también agitar. ¦- BIS
Bailé, hasta el final
engualichao bailé hasta el amanecer
agitando pañuelos bailé
que lindo bailar tu zamba de ayer. ¦- BIS
Yo me iré, tu vendrás...
Después de Oncativo por Angel Bonomini
Al cumplirse cincuenta días de la batalla de Oncativo, en el atardecer del 16 de abril de 1830, la descarga simultánea de cinco fusiles quemó la vida de un soldado del vencido ejército de Facundo.
Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro, quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.
Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.
El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.
Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.
Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch –en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros– ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa noche para reunirse con Paz.
En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba, lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.
Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado. Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la muerte.
No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se le estaba prolongando inútilmente la agonía.
Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la orden: “Fusílelo de espaldas”.
El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho que dejara la lectura y cebara unos mates.
Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo cuchillo por atrás de la clavícula.
Las últimas páginas del cuaderno decían así:
“Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.
“El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.
“Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.
“De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles, el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de batalla.
“Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen vivos los prisioneros’, dijo riendo.
“Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo: ‘Disculpe, señor; he sido torpe’.
“Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.
“Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.
“Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al fuego.
“Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como consuelo.
“Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse, como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con sus manos.
“A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.
“Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla, como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.
“A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos, los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.
“Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.
“El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.
“Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba asuntos de caballos.
“Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir. Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese momento Vega se pasó las horas escribiendo.
“Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color azulado de tan negro.
“Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos, peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero. Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad.
“En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños, descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban. Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.
“En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo excluyera de toda sospecha.
“Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al viejo’.
“Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.
“El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento, Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.
“Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno –yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado por confesión, sino esto que acabo de escribir.”
Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió. Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho que le había releído la historia que le cebara unos mates.
Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al cuello.
Fuente: Diario Página 12.
Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro, quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.
Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.
El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.
Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.
Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch –en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros– ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa noche para reunirse con Paz.
En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba, lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.
Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado. Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la muerte.
No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se le estaba prolongando inútilmente la agonía.
Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la orden: “Fusílelo de espaldas”.
El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho que dejara la lectura y cebara unos mates.
Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo cuchillo por atrás de la clavícula.
Las últimas páginas del cuaderno decían así:
“Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.
“El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.
“Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.
“De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles, el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de batalla.
“Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen vivos los prisioneros’, dijo riendo.
“Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo: ‘Disculpe, señor; he sido torpe’.
“Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.
“Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.
“Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al fuego.
“Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como consuelo.
“Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse, como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con sus manos.
“A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.
“Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla, como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.
“A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos, los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.
“Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.
“El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.
“Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba asuntos de caballos.
“Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir. Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese momento Vega se pasó las horas escribiendo.
“Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color azulado de tan negro.
“Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos, peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero. Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad.
“En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños, descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban. Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.
“En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo excluyera de toda sospecha.
“Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al viejo’.
“Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.
“El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento, Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.
“Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno –yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado por confesión, sino esto que acabo de escribir.”
Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió. Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho que le había releído la historia que le cebara unos mates.
Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al cuello.
Fuente: Diario Página 12.
lunes, 14 de febrero de 2011
El sur, por Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
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