martes, 30 de octubre de 2007

LA FELICIDAD por Guy de Maupassant


Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

-Sí -decían algunos.

-No -aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:

-Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que siempre velan las lejanías.

Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos inexplorados.

Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado, dijo:

-En esa isla que se alza ante nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:

-Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos años.

Me sorprendió que hablara el francés de Francia.

-¿Son ustedes de Córcega?

Ella me respondió:

-No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.

Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:

-¿Viene usted de Francia, entonces?

-Sí, viajo por gusto.

-¿Será usted de París, quizá?

-No, soy de Nancy.

Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:

-¿Es usted de Nancy?

En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de los sordos.

-No importa. No oye nada -dijo ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:

-Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.

-Sí, a casi todo el mundo.

-¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?

-Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.

-¿Cómo se llama usted?

Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:

-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?

-Murieron todos.

-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?

-Sí, el último es general.

Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:

-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.

Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.

-Sí, sí, ahora me acuerdo -le dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.

Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:

-Es él.

Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:

-¿Ha sido usted feliz, por lo menos?

Ella me respondió, con una voz que le salía dél corazón:

-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado nada.

La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.

El narrador se calló.

Una mujer dijo:

-No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.

Otra, lentamente, dijo:

-¿Y qué importa? Fue feliz.

Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.

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