Cuando la conocí a Diana L. yo estaba muy atareado en mi estudio jurídico. Se presentó una tarde sin llamar previamente y le dijo a la secretaria que me había recomendado un viejo cliente mío, de cuyo nombre yo me acordaba vagamente.
Se sentó frente a mi escritorio, cruzó sus piernas, y comenzó a relatarme sus problemas. Traía una serie de conflictos comerciales, los cuales dijo, sin siquiera hablar de mis honorarios, que me quería encomendar. Yo no pude evitar observarla. Era una mujer hermosa, con un aire muy seductor y fresco, y una sonrisa fácil. Bien vestida y alhajada, sus ojos pintados a la perfección y sus uñas muy cuidadas. Sus labios eran perfectos: ni muy carnosos ni muy delgados. Demás esta decir que lucía una espléndida figura con un generoso escote.
Me costó concentrarme en las cuestiones jurídicas que planteaba. Finalmente pude recomponerme y atender lo que me estaba diciendo. Al fin de cuentas, era un papelón si tenía que preguntarle nuevamente por cuestiones que ya me había comentado.
En la parte final de la entrevista le di mis comentarios y las soluciones posibles a los distintos entuertos, y –aunque me cuesta- terminé la reunión señalándole cuáles serían mis honorarios, si ella finalmente decidía confiarme sus asuntos. Aceptó sin discutir el precio. Luego nos despedimos, quedando encargada para la semana entrante en traerme más documentación. Se despidió de mi con un beso en la mejilla, como si fuéramos amigos, lo cual no me sorprendió dadas las actuales costumbres argentinas. No pude evitar mirar sus curvas delicadas e insinuantes y su trasero parado y bien formado, cuando se retiraba de mi oficina. Salí a tomar un café a la cocina y algunos de mis socios, que estaban tomándose un descaso, me miraron con una sonrisa socarrona.
A la semana siguiente volvió trayendo los papeles que le había pedido, y el anticipo requerido para iniciar los trámites. Una mirada penetrante me escudriñaba mientras yo revisaba la documentación y le hacía comentarios, en tanto su rostro sonreía casi en forma imperceptible al estilo Mona Lisa. Uno de mis socios irrumpió en mi despacho con una excusa baladí. Su único objetivo era contemplar más de cerca a la atractiva mujer que, por entonces balanceaba una pierna que había cruzado sobre la otra, dejando entrever una perfección digna de una estatua griega.
Por fin se fue, saludándome con un beso. Algo había cambiado desde la entrevista anterior: ahora me tuteaba. Nos tuteamos casi sin darnos cuenta, perdiendo espontáneamente esa distancia que regularmente existe entre profesional y cliente. Al besarla percibí su perfume delicioso, mientras ella –muy audaz- ponía su mano en mi brazo (costumbre sólo reservada a viejas amigas) y me acercaba peligrosamente a su pecho. Sentí hundirse su busto contra mi cuerpo. No puedo negarlo: me dejó bastante excitado, mientras se alejaba enfundada en su insinuante vestido negro.
Las semanas siguientes me llamó –al menos una vez por semana- para conocer supuestamente el estado de los trámites. Yo ya no sabía qué decirle y sus excusas eran cada vez más inatendibles: “Cualquier cosa llamame a casa, y si no me encontrás anotá mi celular….”
Estuve tentado varias veces en llamarla invocando yo también cualquier excusa. Mis socios me cargaban cada vez que llamaba. “Yo soy un hombre serio” –solía explicarme- mientras sonreía entre halagado y vanidoso.
Una semana no llamó, lo cual si bien me sorprendió, no me preocupó en absoluto, ya que no había novedades judiciales y yo tenía que tomar cierta distancia. A la otra semana tampoco se comunicó conmigo. Empezó a picarme el bichito de la duda. Pensé en llamarla pero me reprimí ¿qué sentido tenía? Al fin de cuentas yo era un hombre casado.
Pasó otra semana y ya no resistí la tentación: la llamé a la casa. Me atendió muy simpática como siempre. Su voz se oía sensual a través del teléfono. Me dijo que vendría a verme la semana siguiente…que había estado muy ocupada…bla, bla, bla.
Como estaba convenido llegó al estudio puntualmente. Yo estaba atendiendo a otro cliente, así que la secretaria la hizo esperar en la sala. Entreabierta la puerta de mi despacho, la pude ver. Llevaba una camisa y un pantalón negros. Arreglada como siempre, miraba unas revistas de esas que se dejan en el revistero para entretener a los clientes.
Por fin le llegó el turno. Esa tarde Diana L. estaba distante. Noté enseguida una cierta frialdad tras su correcta forma de expresarse. “Así es mejor” –pensé- mientras le daba detalles totalmente formales de los procesos judiciales que la involucraban. No pude evitar observarla. Su escote era una invitación al abismo. La camisa entreabierta dejaba escapar la visión de dos montes de delicados contornos. Al despedirse sentí el perfume de su pelo. No sé por qué razón me trajo el recuerdo de algún olor querido de mi infancia. De todas formas la noté distante. Al salir me miró fijamente y me regaló una sonrisa cómplice.
La semana siguiente volvió a llamar muy comunicativa. Era evidente que Diana L. conocía a la perfección el arte de la seducción.
Los siguientes encuentros y llamadas alternó esa actitud de frío-calor. Comencé a no prestar atención a sus devaneos. “Es la típica calienta machos argentina: prefiere jugar a la seducción antes que concretar nada” -dije para mis adentros.
Como yo no me animaba a nada y volvía a tomar distancia, Diana L. me sorprendió largándose a proponerme que fuéramos a “almorzar o a cenar una noche de estas…” Yo no podía justificar en mi casa salir a cenar con una mujer a solas, así que prefería aceptar el convite a almorzar. Tenía que explorar hasta dónde quería llegar Diana L. De todas maneras me hice rogar varias veces hasta concretar la cita.
La charla pasó de lo profesional a tratar temas personales, no sin antes aclararme que estaba muy contenta de que yo fuera su abogado. Comenzó a hacerme confidencias excitantes. A estas alturas yo estaba bastante calentito y buscaba el momento oportuno para sugerirle que fuéramos a otro lugar para tener más intimidad. A punto estuve, pero me reprimí. Soy tímido y juzgué que se necesitaba un mayor conocimiento para llegar a esos extremos. Por otra parte, desde que apareció la película “Atracción Fatal”, los hombres tenemos mucho más cuidado antes de iniciar una relación clandestina. Uno nunca sabe cuando le toca una loca que le arruine la vida. Varios amigos sufrieron al cabo de un tiempo el apriete para que dejaran a sus esposas y a la familia. Era mejor olvidar todo antes que las presiones transformaran el placer en una sucesión de reproches y enojosas situaciones. El almuerzo llegó a su fin sin que yo me atreviera a sugerirle una escapadita de aventura. Nos despedimos afectuosamente y, como casi siempre me dio un beso apretándome contra su cuerpo.
Me llamó la atención que en la semana siguiente no llamara, a pesar de decir que lo haría. “Tal vez la decepcioné” –pensé.
Pasó otra semana y ni noticias.
El lunes de la siguiente semana llegué a la oficina pensando en llamarla. No me parecía justo que se alejara sin más. Ese día no pude encontrar un momento propicio. Tuvimos varias reuniones y mis colegas revoloteaban cerca. El martes me detuve a tomar una lágrima en el bar de la esquina de la oficina, y pensé que era un momento propicio para llamarla. Tomé el celular y marqué. Pero no contestaba ni el teléfono de su casa ni su celular.
Cayó por el estudio uno de esos días sin concretar cita previa. Me hice un momento para atenderla aunque era de esos días en que la cabeza termina agotada de escuchar y atender tantos problemas y conflictos.
Se mostraba seductora como siempre. Enfundada en un apretado pantalón negro que destacaba sus armoniosas curvas, la camisa entreabierta invitaba al deseo.
Me levanté del escritorio a buscar una carpeta y no pude evitar ver su espalda, o mejor dicho, donde termina su espalda. La camisa era corta y su pantalón de tiro bajo dejaba ver su bombacha negra de encaje (creo que así le dicen). Confieso que nunca entendí demasiado la moda que tienen las mujeres ahora de mostrar la bombacha. Cuando yo era joven, las chicas se hubieran avergonzado de mostrar una prenda tan íntima. Ahora parece que si no la exhiben no están a la moda. Incluso las he visto mostrar deliberadamente la marca de esa prenda. Pensar que cuando éramos chicos –y no hace en definitiva tantos años-, algunos de mis compañeros de escuela tiraban lápices al piso para intentar verle la bombacha a la maestra. Claro está, luego formaban colas en el confesionario para confesar ante el cura su “pecado mortal”. Un Padrenuestro y cinco Avemarías. De haber sido más leve la falta hubieran sido sólo tres las Avemarías de la penitencia, pero eso de mirarle la bombacha a la maestra era cosa grave.
Se despidió esa tarde sugiriéndome que retomáramos el encuentro del almuerzo. Sonreí y le dije que la llamaría para arreglar.
Pocos días después recibí una llamada extraña. Un tipo, que no quiso identificarse dijo tener urgencia en hablar conmigo. Le dijo a mi secretaria que me quería advertir de un peligro que yo corría, y que se había enterado por un tercero que yo era el abogado de Diana L. De mala gana lo atendí. Las cosas que me dijo eran más propias del manicomio que de una persona coherente. Lo único que me pareció que tenía cierta lógica era su posible conexión con Diana L. ya que me la describió con pelos y señales. Pero lo que me dijo de ella me pareció totalmente inverosímil. “¡Cuídese Ud., está en peligro!” –dijo al colgar.
Esas palabras resonaron en mi cabeza varias horas. A la mañana me desperté antes de que sonara el radioreloj. Inquieto me levanté, me dí una ducha y me afeité. Luego me puse el traje gris y me fui para la oficina.
Como cada mañana, me detuve en el bar de la esquina a tomar algo y a leer el diario. Las noticias, como dice un conocido, “son las mismas de ayer, pero peores”.
Sin embargo, no sé por qué razón presté atención a un título de una página interna: “AL PARECER SE ESCLARECIERON LOS CRÍMENES DE VILLA DEL PARQUE”. Seguramente me llamó la atención porque cuando era adolescente tenía una noviecita en Villa del Parque y me cruzaba todo Buenos Aires en colectivo para estar con ella un rato.
“La Policía Federal detuvo a una mujer quien sería, según pudo saberse, la autora material de horrendos crímenes en el barrio de Villa del Parque. Al parecer la mujer, de unos treinta y cinco años, seducía a sus víctimas, todos varones, a los cuales se vinculaba por medio de sus negocios comerciales de distintos ramos, y luego de atraerlos los convencía de mantener relaciones íntimas, después de lo cual procedía a asesinarlos. Luego, los cortaba con una sierra eléctrica y conservaba sus cuerpos descuartizados en una heladera industrial. Según trascendió, la criminal tendría hábitos antropofágicos. Cada noche se preparaba una comida a base de la carne que guardaba en la mencionada heladera, y luego, procedía a ingerir dicha carne, acompañada de abundante vino Malbec. Por las informaciones recogidas por este medio, la mujer era una persona muy correcta en el trato con los vecinos, y de bastante buen pasar ya que atendía varios rubros comerciales. Llama la atención sí, que viviera sola, aunque se la viera acompañada muchas veces de distintos varones que la visitaban en su departamento. El Fiscal, Darío Cristelmi, señaló –en declaraciones a la prensa- que hacía varios meses que se había ordenado el seguimiento y las escuchas telefónicas, así como otras acciones de inteligencia que permitieron el esclarecimiento de esos horrendos crímenes y la detención de la imputada, que según dejaron saber fuentes cercanas a la investigación, se llamaría Diana L.. El Fiscal Cristelmi señaló además, que si bien se esperan en las próximas horas las correspondientes pericias psiquiátricas, es posible que la mujer padeciera de un grave trastorno mental, razón por la cual no es impensable conjeturar que podría ser declarada ininmputable y aplicársele únicamente medidas de seguridad.”
Estuve todo el día conmocionado con la noticia. ¿Sería la misma Diana L. que yo conocía? Busqué la ficha en el estudio. Sí, mi cliente vivía en Villa del Parque. Evidentemente se traba de la misma persona o había demasiadas coincidencias.
Al llegar a casa busqué el hecho en el noticiero de las ocho. Casi sobre el final, mostraron las imágenes de la detención. Una mujer de negro era llevada esposada y sobre su cabeza había una campera de jean –de esas que usa la policía para pasar desapercibida- ocultándole el rostro para preservar su identidad. En seguida imágenes de la conferencia de prensa del Fiscal Cristelmi, cuya voz reconocí como la del hombre que me había advertido. Otro flash mostró a la detenida mientras era introducida en el patrullero. El policía le agachó la cabeza para que no se golpeara, pero al subir al auto la campera cayó de su cabeza y dejó ver su rostro. Los periodistas se agolparon sobre la ventanilla del patrullero para hacerle preguntas tan estúpidas como amarillas: ¿Por qué lo hiciste?, ¿Cuántos mataste?, ¿Sentiste placer al matar?, ¿Estás arrepentida?, ¿Es verdad que te los comiste? Ella no respondía nada, pero sólo un instante antes de arrancar el vehículo miró a la cámara fijamente y dijo: “Quiero a mi abogado”, y sonrió.
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