martes, 30 de enero de 2007

DESIDERATA (Anónimo)

Anónimo encontrado en la vieja iglesia de Saint Paul. - Baltimore.1693

Anda plácidamente entre el ruido y la prisa, y recuerda la paz que se puede encontrar en el silencio. En cuanto te sea posible, Vive en buenos términos con todas las personas, enuncia claramente tu verdad; escucha a los demás, incluso al torpe e ignorante; ellos también tienen su historia. Evita las personas ruidosas y agresivas, pues son un fastidio para el alma, Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado; porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú. Disfruta de tus logros así como de tus planes. Mantén el interés en tu propia carrera, por humilde que sea; ella es un tesoro en el fortuito cambiar de los tiempos, se cauto en tus negocios; pues el mundo está lleno de egoísmos, Pero no te cierres a la virtud que hay en ella; mucha gente se esfuerza por alcanzar nobles ideales; y en todas partes la vida está llena de heroísmo, se tú mismo. En Especial, no finjas el afectos. Tampoco seas cínico en el amor; porque medio de todas las aridez y desengaños, es perenne como la hierba. Acata dócilmente el consejo de los años, abandonando con donaires las cosas de juventud. Cultiva la fuerza del espíritu para que te proteja en la adversidad repentina. Pero no te angusties con fantasmas. Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad. Junto con una sana disciplina, se benigno contigo mismo.Tú eres una criatura del universo, no menos que los plantas y las estrellas; y tienes derecho a existir, y sea que te resulte claro o no, el universo marcha como debiera. Por lo tanto, manténte en paz con Dios, cualquiera sea tu modo de concebirlo y cualesquiera sean tus trabajos y aspiraciones, mantén la paz con tu alma en la bulliciosa confusión del planeta, que con todas sus farsas y sueños fallidos, sigue siendo hermoso. Ten cuidado. Esfuérzate por ser feliz.

domingo, 28 de enero de 2007

NENIA (Canción Fúnebre) por Carlos Guido y Spano

En idioma guaraní,
una joven paraguaya
tiernas endechas ensaya
cantando en el arpa así,
en idioma guaraní:

¡Llora, llora urutaú
en las ramas del yatay,
ya no existe el Paraguay
donde nací como tú ­
¡llora, llora urutaú!

¡En el dulce Lambaré
feliz era en mi cabaña;
vino la guerra y su saña
no ha dejado nada en pie
en el dulce Lambaré!

¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!
Todo en el mundo he perdido;
en mi corazón partido
sólo amargas penas hay ­
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!

De un verde ubirapitá
mi novio que combatió
como un héroe en el Timbó,
al pie sepultado está
¡de un verde ubirapitá!

Rasgado el blanco tipoy
tengo en señal de mi duelo,
y en aquel sagrado suelo
de rodillas siempre estoy,
rasgado en blando tipoy.

Lo mataron los cambá
no pudiéndolo rendir;
él fue el último en salir
de Curuzú y Humaitá ­
¡Lo mataron los cambá!

¡Por qué, cielos, no morí
cuando me estrechó triunfante
entre sus brazos mi amante
después de Curupaití!
¡Por qué, cielos, no morí!...

¡Llora, llora, urutaú
en las ramas del yatay;
ya no existe el Paraguay
donde nací como tú-
¡Llora, llora, urutaú!

TROVA por Carlos Guido y Spano


He nacido en Buenos Aires
¡qué me importan los desaires
con que me trate la suerte!
Argentino hasta la muerte
he nacido en Buenos Aires.

Tierra no hay como la mía;
¡ni Dios otra inventaría
que más bella y noble fuera!
¡Viva el sol de mi bandera!

Tierra no hay como la mía.
Hasta el aire aquí es sabroso;
nace el hombre alegre, brioso,
y las mujeres son lindas
como en el árbol las guindas;
hasta el aire aquí es sabroso.

¡Oh, Buenos Aires, mi cuna!
¡De mi noche amparo y luna!
aunque en placeres desbordes,
oye estos dulces acordes
¡oh, Buenos Aires, mi cuna!

Fanal de amor encendido,
borda el cielo tu vestido
de rosas y rayos de oro:
eres del mundo tesoro,
fanal de amor encendido.

¿Quién al verte no te admira
y al dejarte no suspira
por retornar a tus playas?
Deidad de las fiestas mayas,
¿quién al verte no te admira?

De tus glorias que otros canten,
y a las nubes te levanten
entre palmas y trofeos.
Yo no asisto a esos torneos:
de tus glorias que otros canten.

Tu esplendor diré tan sólo,
si no del ya viejo Apolo
con la lira acorde y fina,
en mi guitarra argentina
tu esplendor diré tan sólo.

Voluptuosa te perfumas
de junquillos y arirumas;
cuando te adornas y encintas,
en las áureas de tus quintas
voluptuosa te perfumas.

Goza del Plata al arrullo
llena de garbo y orgullo,
criolla sin par, blasonante
de tu destino brillante,
goza del Plata al arrullo.

Triunfa, baila, canta, ríe;
la fortuna te sonríe
eres libre, eres hermosa;
entre sueños, color rosa,
triunfa, baila, canta, ríe;

¡Cuántos medran a tu sombra!
Tu campiña es verde alfombra,
tus astros vivos topacios;
habitando tus palacios
¡cuántos medran a tu sombra!

Bajo de un humilde techo
vivo, en tanto, satisfecho
bendiciendo tu hermosura,
que bien cabe la ventura
bajo de un humilde techo.

La riqueza no es la dicha;
si perdí la última ficha
al azar de la existencia,
saqué en limpio esta sentencia:
la riqueza no es la dicha.

He nacido en Buenos Aires
¡qué me importan los desaires
con que me trate la suerte!
Argentino hasta la muerte
he nacido en Buenos Aires.

lunes, 22 de enero de 2007

MÉDICO Y CARPINTERO por Luis Landriscina

A los pueblos del interior llegan de tanto en tanto los visitadores médicos y les dejan a los médicos las muestras de una nueva droga contra esto, o una nueva droga contra aquello.
- Pruébela - le dice el visitador del laboratorio al doctor -, porque esto ha superado totalmente la...
Entonces los médicos van almacenando cantidades de estas muestras de remedios. Y éste del que les voy a contar era uno de ésos que solía hacer lo que hacen casi todos los médicos de pueblo : obra social con esas muestras gratis.
Pero si alguno de ustedes es médico o si algún médico les ha dado alguna vez una de estas muestras, saben que suelen tenerlas en una caja grande, y después, para encontrar el específico que necesitan, tienen que revolver como a gallina clueca.
- Pero si yo lo tenía, yo lo tenía... pero si el otro día estaban atados con una gomita... yo lo tenía.
Y ustedes a esta altura se preguntarán : ¿ y el de la farmacia... ? No, no hay problema. Porque el médico no hace siempre esto de entregar las muestras gratis, sino sólo cuando lo exige la circunstancia.
Por ahí viene del campo una señora que tiene cuatro o cinco chicos, y todos están con sarampión o con varicela. Y el doctor sabe que la economía no le da para comprar remedios para los cinco. Ahí es donde él mete la mano en la caja ésa.
En el caso del médico de nuestro cuento, como cada vez le resultaba más engorroso encontrar cada medicamento, le encargó al carpintero del pueblo que le hiciera una suerte de vitrina, como para tener una pequeña farmacia, e ir derecho a lo que buscaba y no perder tiempo en revolver.
Los carpinteros son iguales en todos lados. Algunos demoran seis meses, otros ocho. Si tiene teléfono, vos los llamas... y ellos te responden :
- Estoy en eso, ehhh...
Después te dicen :
- Estamo´ estacionando la madera...
Las carpinterías de pueblo son completas : con sierra sinfín, cepilladores, tupí. Y suelen traer los troncos, porque ellos mismos hacen las tablas. Entonces se junta aserrín, se junta viruta, y van haciendo las pilas, casi siempre en grandes tinglados abiertos. Y vos ves las pilas de madera acá y más allá las pilas de los recortes, que es lo que les va quedando, las costaneras, los pedacitos ésos que después les pedís pa´l fuego, porque total pa´ qué los quieren...
Como ya había pasado de castaño oscuro la demora, nuestro médico de la vitrina arrancó para lo del carpintero, que se llamaba Ledesma.
Y llega el doctor y se para sobre una montañita de aserrín apelmazado en el piso por la lluvia. Como estaban pasando la cepilladora en un tablón, primero de un lado, después del otro y enseguida de cada uno de los cantos, el ruido era impresionante. Por lo que, al no poder decir ni una sola palabra, el médico se dedicó a observar.
Ahí cerca, el carpintero estaba trabajando con un formón la vitrina que él le había encargado. De pronto se le escapa el formón y le hace toda una zanja a la tapa del mueble.
Entonces, con total naturalidad el carpintero agarró un poquito de cola, un puñadito de aserrín, mezcló todo haciendo como una masilla, la aplicó sobre el surco, con la espátula sacó el sobrante, pinceló con aceite de lino y siguió trabajando.
El médico siguió toda la operación. Cuando paran de hacer ruido los otros con los tablones, le dice :
- ¿ Qué tal, Ledesma ?
- Ehh, doctor, no lo había visto. No me diga que estuvo hace rato.
- Si. - Pero no me di cuenta.
- Si, me di cuenta yo también de que no te diste cuenta. Y entonces comenta el doctor, irónicamente :
- Vos sabés que, parado acá, viéndote trabajar, te tengo que decir que sinceramente te envidié, che. Porque vi que fácil es el oficio de carpintero. Cualquier macanazo..., un poco de masilla, aserrín, cola, aceite de lino... y arreglao el macanazo.
- Y al escuchar esto, el carpintero se sintió agredido en lo más intimo. Por lo que lo mira y le dice :
- Más o menos como el oficio de usted, doctor. Nada más que los macanazos de ustedes los tapan con bastante tierra.

PEDIDO DE MANO de Luis Landriscina



Una cosa que ha ido variando con el paso del tiempo, y recurro también a la memoria de los mayores: el protocolo o la institución que fue alguna vez el noviazgo. Y esto a los más chicos les va a resultar hasta risueño, gracioso tal vez, porque yo voy a refrescarles la memoria a los mayores lo que era estar de novio hace unos años: primero había que conseguir la dama, que ella viera si el venía con buenas intenciones, le dedicara alguna sonrisa y se encontraran a la salida del cine, a la salida de misa o en un baile. Pero cuando ya se entablaba una relación, uno no podía llegar hasta la casa; llegaba una cuadra antes, porque no estaba autorizado ya que no había pedido la mano.

Y las madres de las chicas se justificaban con las vecinas diciendo: es una "simpatía" de la nena pero no hay nada serio todavía. Y cuando se establecía la relación ya concreta y la cosa pintaba para casamiento, había que pedir la mano y había que ir a la casa de la novia, y había un rito para esto. Se elegía una noche, que podía ser jueves a la noche o sábado a la noche, y se hacia cena con picada y todo, y los dueños de casa, o sea las familiares de la novia, se vestían como para comunión, todos de negro o azul oscuro; a veces hasta los abuelos estaban para conocer al candidato, y los más chicos con un moño enorme, parecían gato de rico... Y venia el novio y saludaba a todos, mano a mano, y se comía en un clima de cierta rigidez protocolar: se agarraba el cubierto como nunca se agarraba con el dedito para arriba, y no se volcaba vino para nada, y después de la cena el padre y la madre de la muchacha lo invitaban a pasar a la sala al candidato. La chica quedaba afuera y él exponía sus intenciones y sus posibilidades en la vida. Y de acuerdo a si llenaba las expectativas que tenían los padres para el futuro de su hija, le decían.

-Bueno, desde la semana que viene puede considerarse como uno más de la casa, casa que entendemos que usté va a respetar, respetando a nuestra hija. A partir del jueves que viene, usté puede venir jueves y sábado de noche, domingos a la tarde, porque el lunes se trabaja, y los jueves y sábado incluye cena en la visita; usté va a ser bienvenido en nuestra mesa. Y hay novios que han engordado con el sistema. Y eso no me pueden negar que ha cambiado, porque hoy en día si los hijos te avisan que se van a casar ya es un homenaje a los padres. Hay algunos que te avisan después. Y bueno: éste es el caso de la historia que les voy a contar. Una chica de este tiempo con un muchacho de aquel tiempo. Mejor dicho, el padre de la chica, hombre de aquel tiempo; la parejita, de esta época, modernos los dos.

El padre de la chica, patriarca, conservador, tradicionalista, fiel a sus propios principios y convicciones, llamó a su hija y le dijo:

Dígale al mocito ése que anda con usté que venga a hablar conmigo en relación a uste.
Y la chica muy moderna le dice:
¡Pero, papá! ¡Estas cosas no se usan más ya!
Le clavó los ojos el viejo.
Lo que se usa de las puertas de casa afuera me tiene muy sin cuidado. A mí me importa lo que se usa de las puertas de casa para adentro. Las leyes de la casa las dicto yo, y usté es parte de mi casa. Y dígale al caballerito ese, eh, que si quiere seguir viéndose con usté lo espero hasta el jueves. Después del jueves que busque otra novia. Y viá tener la delicadeza de esperarlo con una cena.
Y fue la chica a hablar con el muchacho y le dijo:

Mira que vas a tener que hablar con papá.
¡Está loco tu viejo!.
- Pero mirá que papá...

¡Pero esta loco! ¿Qué te pensás! ¡Qué me voy a vestir de D’Artágnan como en el siglo pasado; voy a ir con la capa y la espada y el sombrero y le hago la corte...? ¡Nooo!, ¡Eso es del siglo pasado! ¡Disculpame, Carmencita!.
Mirá que papá dice que no nos vamos a ver más...
Así que por cariño a la chica al final fue. Jueves a la noche: picada y cena. En la picada nomás va el padre vio mal parado al candidato. Así que lo encaró antes, cosa de ahorrarse la cena. Lo hizo pasar para adentro; se sentaron, se sentó, mejor dicho, el padre de la chica, a él lo dejó parado; cerró la puerta; no había mas nádie; de hombre a hombre: era la cosa. Un sillón de esos de gobernación de provincia, bien afirmado. Lo miró a los ojos y dijo:
Usté verá qué es lo que me tiene que decir, mocito.
Y el otro, medio desfachatadón dice:

- Bueno, yo le vengo a avisar para que no se entere por boca de ganso, que ando enoviando con su hija y quise avisarle algunas cosas de mi vida pa’ que no se las tenga que averiguar por las chismosas de la zona. Soy bastante trasnochador, fumo y chupo como loco, me doy vuelta p’afuera, soy muy timbero, vivo en el hipódromo, me encanta la timba...

Al viejo se le iba encrespado el cuero del cogote... como puma para saltar... Y el otro sigue enumerando sus virtudes.
Dice

Soy bastante mujeriego, gracias a Dios...
No podía creerlo el padre de la chica.

jPero usté no tiene vergüenza!
Tampoco tengo vergüenza... Eso sí: tengo tres estancias y una fábrica funcionando.
Bueno -dice el viejo- ¡Perfecto no hay nadie en la vida!.

viernes, 19 de enero de 2007

SESENTA BALCONES de Baldomero Fernández Moreno

Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?

La piedra desnuda de tristeza agobia,
¡Dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta bobo de ilusiones?

¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?

Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá una clave...

¡Setenta balcones y ninguna flor!

TRIUNFAL por Belisario Roldán


Hubo de todo en el romance aquel..
Flores, celos, amor, llantos, excesos;
Y un día. un día sin luz, en uno de esos
amargos días del invierno cruel.

-Es preciso-dijiste- poner el
punto final a nuestros muchos besos..
Debo partir y parto... dejo iIesos
tu corazón, Poeta y tu troquel.

No supe que decir... Tu voz tenía
una extraña inflexión desconocida
y eres dueño sin duda de tu vida..
Además, mi bohemia impenitente
según es lo normal y lo corriente,
estaba trasudando altanería..

Nos dimos el adiós de un modo triste...
Tú bajaste los ojos, yo la frente:
Hubo un silencio largo; gravemente
sonriendo tus labios. y partiste.

Cuando ya lejos hacia mí volviste
la faz turbada, dolorosamente.
atravesó los oros del poniente
un adiós postrimer que no dijiste...

Mas escucha, mujer, lo que sentí...
Sentí bajo el arrullo del pañuelo
remoto que agitaba; un consuelo
que en un instante serenó mi mal;
-sentí que tu existencia inmaterial,
prófugamente se quedaba en mí

¡Qué vale que el destino se la lleve
-pensé entonces irguiéndome en la playa-
ni que a otras tierras ignoradas vaya
ni que otras fuentes del amor abreve!

¡Qué vale que su pie nervioso y leve,
musa traviesa de mi ciencia .gaya,
errando sin cesar bajo la saya
busque la senda del olvido aleve!

¡Qué vale que del vaso huya el jazmín
si se ha trocado el vaso en la redoma
donde yacen su espíritu y su aroma!


¡ Qué vale que te alejes, fugitiva,
si suspensa a una rama siempre viva
has quedado hecha flor en mi jardín!

jueves, 18 de enero de 2007

Ejercicio de artillería de Roberto Arlt

Esta historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este "zelje", es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

-Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.

Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del "zelje" de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.

En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.

El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.

El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.

El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.

­¡Pensaba en sus deudas!

Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con "parterres" tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas... Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.

Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.

Tan advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:

-Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.

Cuando Herminio Benegas respondió: "Cinco mil pesetas", Muza se lanzó a reír.

-¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!... ¡Tú, un oficial español!... ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!... ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!

Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas..., y firmó un recibo por quince mil.

-Tú no te preocupes -le había dicho Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.

Benegas volvió una vez, y luego otra y otra.

Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:

-¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!... ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!...

Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:

-Dame tres días de plazo..., cuatro...

Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió:

-Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.

Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.

El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:

-¿Qué te ha dicho Muza?

-El lunes verá al coronel.

Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo:

-Mañana saldremos para los bosques de Rahel

-¿Rahel?

-Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.

Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.

¿Qué hacer?

Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz.

Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.

Una voz ronca respondió:

-Adelante.

Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:

-Pase teniente -le señaló una silla-. Siéntese.

Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos...

-¿Qué le pasa?

Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.

El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:

-Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza..., aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.

Benegas, tieso, saludó. Había comprendido.

La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.

Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.

Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.

Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.

Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a...

Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.

Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.

Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.

Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.

Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.

Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.

Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.

Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:

-Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el "reglage" del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.

El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:

-Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina.

martes, 16 de enero de 2007

LA TRAMA CELESTE de Adolfo Bioy Casares

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.

Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.

Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.

Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.

Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.

Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:

—¿Hablo?

Le dije que hablara. Continuó:

—El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.

Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:

—A sus órdenes.

—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.

—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...

—Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.

Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:

—¿Sabes quién es la única persona que te interesa?

Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.

Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.

Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.

Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.

Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.

El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.

Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:

—Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.

Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.

Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato.

—No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.

Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a Ireneo.

Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.

En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.

—Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .

Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.

—No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.

Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!

Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.

Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.

Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.

Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.

Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.

Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.

Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.

Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.

Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus pruebas".

Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —"como lo había hecho hoy"—, dibujó el esquema —"el mismo que yo tenía en el bolsillo"—. Después se entretuvo en complicarlo; después —"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente"— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.

El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".

Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso... Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.

Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez... De esto hablaré mas adelante.

La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.

Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: "Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."

Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:

—¿Su nombre?

No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:

—Podía inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—: Escriba, no más.

—¿Nacionalidad?

—Argentino —afirmó sin vacilaciones.

—¿Pertenece al ejército?

Tuvo una ironía:

—Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.

Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).

Continuó:

—Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.

—¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.

—En Palomar —respondió Morris.

Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.

¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a "entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.

Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.

A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:

—Vení, hermano.

Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:

—Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?

La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—... Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:

—Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.

Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro."

Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.

Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.

Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.

A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.

La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.

—Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte.

Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.

La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:

—Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.

—No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.

Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:

—Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.

Morris me explicó:

—No me quedaba nada que perder...

"Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:

—Confieso que soy uruguayo.

A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto.

Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.

—Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.

—El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.

—Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.

La enfermera siguió:

—La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.

Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.

—Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.

La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.

—¿Tenés el papel? —le pregunté.

—Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.

Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).

—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.

Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:

—La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.

Continuó su relato:

Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.

Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.

Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.

Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.

—¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.

El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.

Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el anillo del convivio".

—¿El anillo del qué?... —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?

El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:

—Muéstreme ese anillo.

Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.

El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión."

Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.

Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.

Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.

Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.

Grimaldi irrumpió:

—¿Qué quiere?

Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.

—¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, "ganando tiempo".

Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha reconocido."

En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.

Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.

Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría.

—Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.

—Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:

Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.

Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.

Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.

Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.

En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.

La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:

—La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió.

Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.

La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.

Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.

Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —"no hacia el desagradable espía"— la promesa de que "las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.

Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.

Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.

La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:

—Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?

Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.

Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.

—Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.

—Si vos no jugás al truco —le dije.

Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.

—Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.

Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:

—Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado...

Lo interpreté:

—¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?

—¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:

Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelo —dijo Morris—, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, créeme".

Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.

Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.

Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.

Completé su pensamiento:

—Una alucinación que tenías en el instante de despertar.

Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.

Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días."

Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.

Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.

Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.

Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.

Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el establecimiento".

La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.

(Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)

Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo...

—Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.

—No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.

—¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.

—Sí —respondió—. En lugar seguro.

Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.

Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar."

Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine... Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.

Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.

Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.

—Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.

Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones, hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.

Me atreví a preguntar

—Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?

—El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.

Yo no le había escrito ninguna nota.

Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:

La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.

Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.

Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.

Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.

Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.

El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.

Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.

En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.

En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.

Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.

Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.

Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.

Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.

No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.

Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:

—¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?

Le di la razón.

—Sin embargo, sería importante... —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.

—Tal vez —murmuró—, tal vez un...

—¿Un trapecio? —insinué.

—Sí, un trapecio —dijo sin convicción.

—¿Simple o cruzado por una línea?

—Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada... De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.

Hablaba animadamente.

—¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?

—Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario.

Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.

Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.

Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.

Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.

Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.

Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.

La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.

Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?

El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?

Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch...

Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.

Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.

Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.

Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).

Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.

Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se interesa en mí; soy feliz."

Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.

Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.

No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.

Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.

Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.

Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.

Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.

Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.

El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una "fazenda" interesantísima.

Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.

Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.

No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres... Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.

De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.

Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.

Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.

La explicación es evidente:

En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.

Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII); o: "Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

lunes, 15 de enero de 2007

Zamba de las tolderías de Buenaventura Luna - Óscar Valles


Tristeza que se levanta
del fondo ‘e las tradiciones,
del toldo traigo esta zamba
como un retumbo en malones.

Con una nostalgia fuerte
de ranchería incendiada,
de danza de boleadoras
y de mujeres robadas

Yo di mi sangre a la tierra
como el gaucho en los fortines
por eso mi zamba tiene
sonoridad de clarines.

Estruendo de los malones,
ardores de las correrías,
tostada de amores indios,
cobriza es la tierra mía.

Amansada de distancia
de largo tiempo sufrido
mi zamba viene avanzando
del toldo donde ha nacido.

LA ARTILLERA (Zamba) Anónima

Esta zamba fue dedicada al 5to Grupo de Artilleria con asiento en Salta (Pcia de Salta Argentina)



Somos los artilleros

que a la par del canon

echan rodilla en tierra

los que a la guerra van con valor


Es que ha sonado el clarin

alla voy a luchar

porque a nuestra bandera

mano extranjera la quiere arriar


Cuando detras de los cerros

alumbre el sol

la zamba cuartelera

a esta bandera vera flamear


El quinto ya va a partir

y el canon a tronar

no quiero dejarte sola, mi negra

porque me has de olvidar


En los valles suena el clarin

como un eco que va

cubriendo la Patria mia

de libertades hasta el confin


Cuando detras de los cerros

alumbre el sol

la zamba cuartelera

a esta bandera vera flamear

LA COLA DEL GATO de Juan Carlos Dávalos


Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de Gobierno. Es solterón, metódico, cumplidor y beato.
Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como marcha circular y pacífica de un macho de noria.
La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable.
La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público.
Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas.
Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza.
El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho.
Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
A las nueve de la noche, Sarratea despedía a sus contertulios del barrio; guardábase el dinero en el bolsillo y se marchaba a su casa. Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la tienda, rezaba su rosario y se metía en cama.
Una noche entre las noches, Roque Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo, y vio que colgaba una cola de gato por una rotura del cañizo.
El agujero quedaba perpendicularmente sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba, naturalmente, a sus narices.
-¿Qué será eso?- pensó el dependiente -. ¿Qué será...?
Apagó la vela y se durmió.
Varias noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola de gato. Al cabo de una hora de contemplación, pensaba: "Que será esa cola...?" Y se decía: "Mañana voy aponer la escalera para ver lo que es..." Y apagaba la vela y se dormía.
Todas las mañanas, al despertar, Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola de gato. La miraba todas las noches al acostarse. Y siempre pensaba: "En uno de estos días voy a poner la escalera".
Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de los seres palúdicos. El había tenido una idea: aquella cola de gato debía significar algo. Para saber qué era había tiempo.
Así pasaron dos años, y pasaron cinco años, ¡y pasaron diez años...!
El señor Sarratea murió de tabardillo; los herederos liquidaron el negocio, Pérez tuvo que abandonar la vieja casuca.
Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se contrató en la tienda de enfrente.
A poco de esto, alquiló la casa de Sarratea un boticario alemán que llegó a Salta con su mujer. Lo primero que hizo el boticario, naturalmente, fue preocuparse por la limpieza del chiribitil, para instalar su botica.
Un día el boticario entró en la trastienda, y al revisar las paredes y los techos, vio la cola de gato. El alemán llamó a su mujer y le mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque Pérez, en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo, y se trepó.
Mientras el pobre Roque sostenía la escalera, el boticario, allá arriba, asió de la cola, tiró y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más, y cayeron algunos cascotes y varias monedas. Luego, metiendo el brazo en un agujero del techo, sacó un zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo.
- Bueno - dijo el alemán todo sofocado, entregándole a Pérez una monedita -; aquí tiene usted su propina. Y gracias por la escalera.
Ahora, don Roque, ante la rueda de empleados, da un chupón formidable a su cigarrillo, sonríe con calma, y con las barbas llenas de humo, dice:
- Entonces fue cuando comprendí que mi destino era ser empleado público.