Un pequeño empresario, que era un hombre honesto, vivía sin grandes opulencias.
Había conseguido con mucho esfuerzo reunir un buen capital y se preciaba de ser un buen ciudadano, un buen padre de familia. En medio de las dificultades de las coyunturas económicas, siempre se las arregló para pagar sus impuestos y no defraudar a nadie. Sus empleados cobraban un sueldo, que si bien no era muy abundante, bastaba para llevar una vida decorosa.
Un día, este empresario tuvo una inquietud al pasar por una iglesia.
En ese momento se estaba celebrando misa y el sacerdote leyó ese pasaje del Evangelio en el cual Jesús dice aquellas terribles palabras: “Les aseguro, que es muy difícil que un rico entre en el reino de los Cielos. Es más fácil que un camello, pase por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el reino de los cielos”…
Salió de la iglesia, y aquellas palabras comenzaron a darle vuelta en su mente. ¿Entonces yo no podré entrar en el reino de los cielos? -se preguntó una y otra vez- y se respondió: “¡Si siempre fui un tipo honesto!”
Desde ese momento, lleno de temor, comenzó a dar cada vez más dinero para obras de caridad. Eso calmó en gran parte su inquietud mientras seguía con su vida normal.
Otro día ingresó nuevamente a la iglesia, y escuchó el Evangelio en el cual Jesús decía: “Cuando des, que tu mano izquierda no se entere de lo que entrega tu mano derecha”…
Trató desde entonces de ser muy precavido para que nadie se enterara de cuántas ayudas hacía. Ni siquiera se lo contaba a su familia.
Una noche, luego de una comida muy abundante, nuestro personaje comenzó a sentirse mal, y finalmente se le produjo un paro cardíaco.
Fue llevado en presencia de un ángel del Señor quien lo recibió en la puerta de un aposento.
El hombre comenzó a darse cuenta que estaba muerto y para asegurarse le preguntó al ángel, el cual le confirmó que había sufrido un paro cardíaco.
Entonces, el hombre resignado, le interrogó al ángel: ¿y ahora, qué será de mí?
Como el ángel lo miraba y no respondía, comenzó a decirle que siempre había sido un hombre honesto, que no había defraudado a nadie, que era un buen ciudadano, un buen padre, y que cada vez que podía daba abundante limosna.
Pero el ángel tardaba en reaccionar, hasta que finalmente le dijo: “Para entrar aquí, debes defender tu causa”.
-Ya te lo he dicho, siempre fui honesto y traté de ayudar dando limosna.
El ángel lo miró con ternura y le dijo:
-¿Recuerdas el pasaje del Evangelio en el que Jesús elogia a la viuda que pone dinero en el templo? ¿Recuerdas cómo Jesús la compara con los principales de la comunidad que daban sus dádivas delante de todos para que los vieran?
-¡Yo traté siempre de ocultar mis limosnas!
Entonces el ángel le dijo: Mira, ¿no es verdad que estabas preocupado porque oíste que un hombre rico sería difícilmente aceptado en el cielo?
-Si, así es -le respondió el hombre-.
Y el ángel, con un dejo de tristeza le contestó: “Estabas muy preocupado por el futuro de tu alma. Tenías miedo. No era tu hermano, tu prójimo, quien realmente te preocupaba, sino el salvarte a vos mismo. Pero el cielo no se puede comprar con dinero”.
Al oír esto, el hombre se entristeció mucho, presintiendo que no podría entrar en el reino de los cielos.
El ángel entonces le dijo: “Como no eres una persona mala, se te va a dar otra oportunidad. Volverás a la vida, y la próxima vez que vuelvas por aquí, tendrás que haber comprendido.
Entonces el hombre tomó una bocanada de aire, y vio el techo de un sanatorio. Había vuelto a la vida, como se lo dijo el ángel.
Un día entró en una iglesia y el cura leía la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro que padecía en su puerta y allí entendió: la peor miseria no es no tener vestido ni casa o tener hambre. Lo peor es que el rico no “veía” a su hermano que estaba en su puerta, pasaba ante él como algo más del paisaje, sin detenerse a pensar que era su propio hermano el que estaba sufriendo, y que ambos eran hijos del mismo Padre.
“Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y me faltara el amor, no sería más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecías, conociendo las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y entrego hasta mi propio cuerpo para ser quemado, pero sin tener amor, de nada me sirve…” (Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Cristianos de Corinto)