Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad
¿Y qué diremos de los juicios que forman los hombres a otros hombres, juicios que no pueden faltar en las ciudades más tranquilas? Cuán miserables son y dignos de compasión, pues los que juzgan son los que no puede ver las conciencias de aquellos a quienes juzgan. Por ello muchas veces son forzados, a costa de los tormentos de testigos inocentes, a buscar la verdad de la causa que toca a otro.
Cuando sufre y padece uno por su causa y, por saber si es culpa de le atormentan, siendo inocente, sufre una pena cierta por una culpa incierta, no porque esté claro y averiguado que haya cometido tal delito, sino porque se ignora si lo ha cometido. De esto se sigue, por regla general, que la ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente.
Y lo que es más intolerable y lastimoso, y más digno de ser llorado, si fuese posible, con perennes lágrimas es que atormentando el juez al delatado, por no matar con ignorancia a inocente, viene a suceder por la miseria de la ignorancia que mata atormentado e inocente, a quien primero dio tormento por no matarle inocente Porque si éste tal, conforme a la sabiduría e inteligencia de los filósofos, escogiere huir antes de esta vida que sufrir tales tormentos, confesará que cometió lo que no cometió. Condenado éste y muerto, aun no sabe el juez se quitó la vida a un culpado o a un inocente; a quien, por no matarle por ignorancia a inocente, había atormentado; y así dio tormento por descubrir la verdad a uno libre de delito, y no sabiéndola, le dio la muerte.
En semejantes densas tinieblas como estas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los estrados por juez un hombre sabio, o no se sentará? Seguramente se sentará, porque le obliga a ello y le trae compelido a este ministerio la política humana, y el desampararla lo tiene por acción impía y detestable. Y no tiene por acción abominable el atormentar en causas ajenas a los testigos inocentes; el que los acusados, vencidos por la fuerza del dolor, y confesando lo que no han hecho, sean castigados, siendo también inocentes y sin culpa, habiéndoseles ya atormentado primero siendo inculpables; y que, aun cuando no los condenen a muerte, por lo general, o mueran en los mismos tormentos, o vengan a morir de resultas de ellos. ¿Acaso no se observa que algunas veces, aun a los mismos que acusan, deseosos seguramente de hacer bien a la sociedad humana, porque las culpas no queden sin el debido castigo, y porque mintie1ron los testigos, y el reo se conservó valeroso en los tormentos, e inconfeso, no pudiendo probar los delitos que le acumularon, aunque se los imputaron con verdad, el juez que ignora esta circunstancia los condena?
Tantos y tan grandes males como éstos, no los tienen por pecados, por cuanto no lo hace el juez sabio con voluntad de hacer daño, sino por la necesidad fatal de no saber la verdad, y porque le impulsa la humana política dándole el ministerio peculiar de administrar la justicia. Esta es, pues, la que por lo menos llamamos miseria del hombre, cuando no sea malicia del sabio. ¿Cómo es posible que atormente a, los inocentes y castigue a los inculpados por la necesidad de no saber y precisión de juzgar, no contentándose con ser irresponsable, sino teniéndose por bienaventurado? Con cuánta más consideración y humildad, reflexionando en sí mismo, reconocerá en esta necesidad la miseria, y la aborrecerá por sí misma. Y si conoce la piedad, exclamará a Dios, diciéndole: «Líbrame, Señor, de mis necesidades.»